viernes, 26 de septiembre de 2008

Formación de las Monarquías Europeas

‘ FOMACIÒN DE LAS MONARQUIAS EUROPEA

La peste contribuyó también a empobrecer las finanzas de los dos soberanos: Eduardo III estaba entrampado por las deudas contraídas con las bancas florentinas; por su parte, Juan el Bue­no imponía unos pesados tributos, provocando entre sus súb­ditos resentimientos y agitaciones cada vez más frecuentes.

Al reanudarse la guerra, Eduardo III había conseguido un nuevo aliado, Carlos II el Malo, rey de Navarra, y podía con­fiar en las excepcionales condiciones militares de su hijo, Eduardo, príncipe de Gales (el Príncipe Negro). Éste obtu­vo una gran victoria en las cercanías de Poitiers e hizo pri­sionero al rey de Francia (1356). Contribuyó a agravar la situa­ción francesa un imponente movimiento revolucionario, que puso en tela de juicio toda la conducta política de la monar­quía y la nobleza. Mientras los campesinos, impulsados por la miseria, se alzaban contra los señores —ésta fue la breve, pero terrible, jacqueri e—, la burguesía de París, capitaneada por Etienne Marcel, prévbt cies Marchana’s (función que lo convertía en árbitro del mundo económico y le otorgaba amplios poderes en la administración de las finanzas), recla­maba una radical reforma política que colocase a la monar­quía bajo el control permanente de un consejo de representes .Carlos VI de Francia y Ricardo II de Inglaterra estipulan, en 1396, la tregua de Paris. El monarca inglés mantuvo una política prudente,incluyendo la tendencia a reducir la tensión con Francia. «
. El joven hijo del rey prisionero, el futuro Carlos V, ante la violencia y la extensión de aquel movimiento, acabó por ceder (1357). De este modo fue posible iniciar unas negociaciones con Eduardo III, que se concluyeron con los preliminares de Bré­tigny, seguidos de la paz de Calais (1360); Juan el Bueno, todavía prisionero, dejó a Eduardo III la plena soberanía de Aquitania, Calais y otros territorios menores (aproximada­mente, un tercio de su reino), comprometiéndose además a pagar un elevadísimo rescate para recuperar la libertad.

Después de la paz de Calais, Juan el Bueno y sobre todo su hijo Carlos V se dedicaron con notable sentido de la res­ponsabilidad a resolver la difícil situación de Francia y evi­tar una ulterior expansión inglesa. La frontera oriental fue confiada al leal duque de Borgoña, que poseía también Flan­des; se establecieron acuerdos con el imperio y con Portu­gal; y fue posible neutralizar las intervenciones inglesas en el reino de Castilla y llegar a un entendimiento ocasional con Navarra. De esta manera los monarcas de Francia pudie­ron impedir verse cercados. Al mismo tiempo, con el con­senso de la nación, se adoptaron drásticas medidas finan­cieras y se procedió, bajo la enérgica dirección del condestable Bertrand du Guesclin, a una racional reorga­nización de las fuerzas militares y la reconstrucción de la flota. Por ello, cuando Eduardo III reanudó las hostilida­des (1369), Francia se hallé en condiciones de imponerle una prolongada guerra de desgaste. En 1376 murió el Prín­cipe Negro. Al año siguiente fallecía Eduardo III, ocupan­do entonces el trono de Inglaterra su nieto, Ricardo II (1377-1399), de diez años. Tras la muerte de Carlos V (1380), tomó el poder su hijo Carlos VI (1380-1422), de doce años. Inglaterra y Francia se vieron así con dos niños en sus tronos, lo cual contribuyó a reavivar las turbulencias feudales y los movimientos revolucionarios, que perdura­ron durante varios decenios.

En Inglaterra, en 1381, estalló una amplia rebelión campe­sina. Ricardo II, una vez alcanzada la mayoría de edad, man­tuvo durante algunos años (1389-1397) una línea política prudente, encaminada a contener el poderío de los grandes señores de su familia (ascendidos a las posiciones más emi­nentes durante su adolescencia), a equilibrar el poder de la corona y del Parlamento, y a reducir la tensión con Francia. Pero posteriormente cambió de actitud, procurando establecer un régimen absolutista (1397-1399). Sin embargo, este inten­to fracasé y Ricardo acabó por perder la libertad, la corona y la vida. Lo sucedió su más encarnizado enemigo, su primo Enrique IV de Lancaster (1399-1413), que ocupó el trono después de una serie de revueltas, acompañadas de nuevas incursiones escocesas y francesas en territorio inglés.

Durante esta misma época, la situación en Francia era toda­vía más grave. En torno al joven soberano estallaron las riva­lidades por el poder entre los príncipes de la casa real; Fran­cia, en medio de toda clase de desórdenes, se dividió en dos partidos antagonistas: uno encabezado por los duques de Bor­goña (Felipe el Atrevido, luego Juan Sin Miedo y Felipe el Bueno) y el otro, por el hermano del rey, Luis de Orléans, y luego por su asesino, Bernardo, conde de Armagnac. Mien­tras el rey daba las primeras muestras de una progresiva enfer­medad mental, se iba haciendo cada vez más encarnizada la guerra entre los príncipes y aumentaba la intolerancia del pueblo. Enrique V de Inglaterra (1413-1422) estimé entonces que podía intervenir con éxito, aprovechando la crítica situa­ción de Francia. Al poco tiempo de su reinado, Enrique V sofocó las revueltas, persiguiendo con dureza —con apoyo de la Iglesia— los combativos partidarios de Wyclif. Lue­go, tras obtener los medios necesarios, reanudé la política continental, primero manifestando pretensiones territoria­les y reclamaciones concretas en materia de sucesión al tro­no, y a continuación atacando directamente a Francia.

Apoyado por el partido borgoñón, Enrique V inició la segun­da parte de la larga guerra —destinada a prolongarse aún durante casi cuarenta años— con la aplastante victoria de Azin­court (1415); tras ella pudo ocupar una gran parte de Fran­cia, puesto que Carlos VI había perdido ya la razón. Enri­
Durante la lucha entre Carlos VI de Francia y el antipapa Benedicto XIII, las tropas de éste quemaron el puente sobre el Ródano en Aviñón.
Benedicto XIII fue depuesto en 1409 en el concilio de Pisa. De las «Crónicas» de Sercambi. Lucca, Archivio di Stato.
que V consiguió atraer fácilmente a su partido a la propia Isabel, reina de Francia, y al emperador Segismundo. Des­de esta posición de fuerza, impuso la paz (Troyes, 1420); Car­los VI conservaría el trono hasta su muerte, que se presumía cercana, pero no sería sucedido por su hijo, el delfín Carlos, sino por el propio Enrique V, que entre tanto se unía en matri­monio con Catalina, hija de Carlos VI. En espera de ceñir la corona de Francia, Enrique V gobernaría el reino como regente, con el duque de Borgoña, preparando las medidas para unirlo al de Inglaterra.

No obstante, EnriqueV murió inesperadamente (1422), dos meses antes que Carlos VI, dejando heredero de los tronos de Inglaterra y de Francia a su hijo, que sólo tenía unos meses, Enrique VI (1422-1461). Desempeñaron la regencia sus tíos Tomás de Gloucester en Inglaterra y Juan de Bedford en Fran­cia. En efecto, el niño fue proclamado rey de Francia, mas al mismo tiempo el delfin desheredado asumía la realeza en Bourges, con el nombre de Carlos VII (1422-1461). Los ingleses decidieron entonces eliminarlo; derrotaron a sus
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Car­los VII parecía entonces resignado a abandonar todo pro­pósito de reivindicación, cuando la animosa iniciativa de Juana de Arco dio un giro decisivo al curso de la guerra y a la historia de Francia. La humilde campesina de Domrémy, que aún no había cumplido los veinte años, animada por la fe de haber sido elegida por Dios para liberar Francia de los ingleses y hacer consagrar rey a Carlos VII en Reims, tras muchos esfuerzos consiguió hacerse asignar un grupo de soldados, que en poco tiempo libraron Orléans de su ase­dio (1429). Aquella victoria imprevisible señaló el comien­zo de una gran contraofensiva francesa: a la reconquista de Troyes y Chálons siguió la de Reims, donde, según la tra­dición, Carlos VII fue consagrado rey en presencia de Jua­na de Arco, borrando así la humillación del tratado de 1420. En cambio, fracasaron los intentos de ocupar París y Com­piégne. En esta última ocasión, Juana fue capturada por los soldados de Felipe, duque de Borgoña (1430); fue entre­gada a los ingleses, sometida a un proceso por la Inquisi­ción y finalmente condenada a la hoguera por hechicería (Rouen, 1431).

Por lo demás, tras el fracaso de París, la acción de Juana de Arco había sido obstaculizada por los propios mandos fran­ceses, que a sus impulsos emocionales de patriotismo y reli­giosidad contraponían argumentos de técnica militar y de oportunidad política. Juana de Arco había conseguido dar forma y vigor al sentimiento nacional de Francia, que ya exis­tía en el pueblo, pero de un modo vago, haciéndolo converger hacia los objetivos concretos de la independencia y la uni­dad, bajo la sagrada insignia de la corona. Puede afirmarse que gracias a la Doncella de Orléans, la guerra de los Cien Años, que se había iniciado como guerra feudal, adquirió el carácter de guerra nacional y popular.

Como respuesta a la coronación de Carlos VII en Reims, los ingleses hicieron lo propio con Enrique VI, en cuanto rey de Francia, en París (1431), sin remediar con ello el vacío creado en torno suyo. Además, Carlos VII firmó una paz por separado con Felipe de Borgoña, privándoles así de su alia­do más valioso (Arras, 1435); poco más tarde, tomó pose­sión de París (1436), donde restableció la capital y el gobier­no. Las operaciones militares evolucionaron cada vez más favorablemente para Francia. Faltos de la ayuda borgoñona, los ingleses perdieron Normandía (1450) y Aquitania (1450-1453), conservando tan sólo Calais en suelo francés. Ningún tratado sancioné el término efectivo de la guerra. Durante los veinte últimos años del conflicto, Carlos VII había reestructurado el ejército, instituyendo por vez primera una fuerza permanente de la corona; asimismo, había iniciado la construcción de un vasto sistema de fortificaciones .Entre Estado e Iglesia, y planteado una prudente política di alianzas (con la Confederación Suiza y con algunos Estado, germanos). Al final de la guerra, Francia, sacudida por la penu. ria, la peste y las luchas internas, continuaba temiendo un nueva ofensiva inglesa.

Pero Inglaterra había pasado de la euforia de la victoria la humillación de las frecuentes derrotas. La minoría de edai de Enrique VI había permitido el desarrollo de rivalidade entre los príncipes reales. El matrimonio entre Enrique V y Margarita de Anjou, sobrina de Carlos VII (1444) —qu se convino con la perspectiva de una paz de compromiso— hizo aún más áspera la lucha entre el partido favorable a paz, encabezado por Juan de Beaufort, duque de Somer set, y el de la guerra a ultranza, bajo el mando de Humph rey, duque de Gloucester, que acabó prisionero (1447). Per< Juan de Beaufort hubo de medirse con un rival todavía má fuerte, Ricardo, duque de York, que alegaba derechos a 1:

corona. El rey, obligado a desentenderse progresivament> de las actividades de gobierno por la incipiente enferme dad mental, que desembocaría en una clara demencia, s hallé en manos de estos supuestos tutores de los interese de la corona. Al término del conflicto con Francia, Ingla terra se encontraba definitivamente al borde de la guerra civil.

Debido a su larga duración, la guerra de los Cien Años habí; desarrollado, tanto en Francia como en Inglaterra, un pro fundo sentimiento de mutua aversión. Las consecuencias de conflicto fueron profundas, sobre todo en el sector econó mico. Francia —que había sido el campo de batalla— sufri los daños más graves, especialmente en lo referente a la agri cultura. Por otra parte, hay que tener en cuenta que la gue rra de los Cien Años se produjo durante una crisis econó mica que desde comienzos del siglo xiv afecté a toda Europa.


Una escena de la sangrienta batalla de Azincourt, librada el 25 de octubre de 1415, durante la guerra de los Cien Años, en la localidad homónima, cerca del paso de CaÍais; los franceses, bajo el mando de Carlos VI, fueron derrotados por los ingleses
todas partes, en mayor o menor medida, la producción agrí­cola e industrial, así como el comercio, notablemente de­sarrollados en el siglo anterior. La guerra, junto con la crisis, agudizó algunos de sus aspectos, pero también, por impera­tivo de las necesidades suscitadas, estimulé nuevas técnicas de producción.


~ El artífice de la reconstrucción de Francia y del absolutismo monárquico fue Luis Xl (146 1-1483), el gran centralizador, que se dedicó con empeño a disciplinar a los feudatarios, línea en la que sólo hizo algunas concesiones a la Iglesia, a cam­bio de su apoyo. Naturalmente, el gran feudalismo, repre­sentado por los duques de Borgoña, Alençon, Berry.

Dicho ducado se extendía desde las regiones nororientales de Francia hasta el mar del Norte (Artois, Flandes, Holanda, Frisia, Brabante, Hainaut, Luxemburgo) y, separados por la cuña lorenesa, Alsacia, Borgoña, el Franco Condado y Brisgovia: un con­junto análogo a la antigua Lotaringia.

La política agresiva de Carlos el Temerario hacia Francia, por una parte, y Alemania y Suiza por otra, fue apoyada espe­cialmente por Eduardo IV de Inglaterra, que efectué un de­sembarco en tierra francesa. Luis XI resistió con resultados alternos, hasta que suizos y franceses coaligados vencieron a Carlos el Temerario, que murió en la batalla de Nancy (1477). Luis XI pudo entonces anexionarse Borgoña y Picardía, feu­dos de la corona, mientras que los demás territorios pasaron en herencia a la hija de Carlos el Temerario, María, esposa de Maximiliano de Habsburgo. A la muerte de María (1482), el rey de Francia obtuvo el Franco Condado y Artois, pero no los dominios más valiosos, es decir, Flandes. Como com­pensación, al extinguirse la casa de Anjou, se anexioné Anjou, Maine y Provenza, orientando así a Francia hacia el Medi­terráneo. En la misma dirección actué su hijo, Carlos VIII (1483-1489); éste, considerando plenamente realizada la uni­ficación nacional, emprendió una política expansionista, 11 na de incógnitas y riesgos.

Al mismo tiempo, en Inglaterra se libraba una dura guer civil para la conquista del poder: la guerra de las Dos Ros (1455-1485), nombre debido a los blasones de las dos gra. des casas enemigas: la rosa roja de los Lancaster —dinast reinante con Enrique VI— y la rosa blanca de los York. 1 aristocracia inglesa se dividió, pues, en dos bandos, busca do en su propia patria una compensación de las rentas

había perdido en Francia. Ricardo de York consiguió hac prisionero a Enrique VI y hacerse reconocer heredero del tr no (1460); sin embargo, poco después, y como consecue cia de la enérgica intervención de la reina Margarita de Anjo fue derrotado y muerto, con lo que Enrique VI fue repu~ to en el trono. Pero la muerte de Ricardo no tardó en ser ve gada por su hijo Eduardo, que consiguió arrebatar la cor

El Parlamento, que ya había alcanzado su estructura mal definitiva (cámara de los Lores y cámara de los Con nes) y consolidado sus funciones de control y de participac en la política de la corona; el pueblo la recibió como gar. tía de un período de reconstrucción del país. Enrique V la reina, desde Escocia, mantuvieron viva la oposición 1. casteriana e incluso consiguieron recuperar el trono por 1 ve tiempo (1470-1471), gracias a la ayuda de Ricardo Nc ile, conde de Warwick, y de Luis XI de Francia. Eduardo recuperé el poder y encarcelé e hizo asesinar a Enrique (1471). Por otra parte, intervino, aunque sin éxito, en la gi rra de Luis XI contra Carlos el Temerario. Esta empresa, c requirió enormes gastos, le hizo enfrentarse con el Parlamen además de valerle una creciente impopularidad. A su mu te, su hijo Eduardo V (1483), de doce años, sufrió la rut de su tío Ricardo de Gloucester, que lo aislé, eiiminand quienquiera que le hiciese sombra; por último, usurpé el t no, haciendo asesinar al joven rey en unión de su hermar Ricardo III (1483-1485) goberné despóticamente, hasta q el último superviviente de los Lancaster, Enrique Tudor, co de de Richmond, refugiado en Francia, pudo reunir fuen suficientes para enfrentarse con él, venciéndolo en la bai lla de Bosworth (1485), en la cual perdió la vida Ricardo 1 La guerra de las Dos Rosas finalizó con Enrique VII Tud (1485-1509), que al casarse con la última superviviente los York, Elisabeth, reunía los derechos y las pretensiones. ambas familias. Al cerrarse este capítulo —uno de los m sombríos de la historia inglesa— la nación no experimen ya como una afrenta la pérdida de Normandía y Aquitani liberándose —si vale la expresión— de una especie de «con plejo de insularidad» que había sufrido hasta entonces.



Las nuevas dinastías peninsulares

La guerra civil mantenida en Castilla entre Pedro 1 (1350-1369) y su hermano bastardo, Enrique II, se inscribe en el marco más amplio de la guerra de los Cien Años y de la estruc­turación de la península Ibérica en dos bloques rivales. Las fricciones por causas fronterizas entre Castilla y Aragón pro­dujeron, de rechazo, la ruptura de la tradicional amistad en­tre Castilla y Francia, al aliarse circunstancialmente con ésta Pedro IV de Aragón (1336-1387), que apoyaba las preten­siones al trono castellano de Enrique de Trastámara. Portu­gal se alineé en el bando filoinglés, mientras que Navarra siguió una política ambigua. Mercenarios franceses al mando de Ber­trand du Guesclin —las llamadas «compañías blancas><, por el acero bruñido de sus armaduras— defienden la causa de Enrique, mientras que el Príncipe Negro guerrea a favor de Pedro 1. En los campos de Montiel éste fue al fin muerto por su hermanastro, con quien comienzan los «reyes nuevos><, la dinastía de Trastámara (1369). Enrique II no cumplió su compromiso de entregar Murcia a Aragón, con lo cual con­tinué la guerra, más peligrosa ahora para Aragón, dada la alian­za activa de los Trastámara con Francia. El resultado fue el reconocimiento de la hegemonía castellana por el tratado de Almazán (1375). Las hostilidades con Portugal tuvieron un resultado muy distinto: el pleito sucesorio abierto a la muer­te de Fernando 1(1367-1383) llevó a la victoria portugue­sadeAljubarrota (1385), que puso fin a las pretensiones sobre el reino de Juan 1 de Castilla (1379-1390) y afirmó a la nue­va dinastía, los Avis, también de origen bastardo. Firmada definitivamente la paz con Inglaterra (1387), Castilla se apar­ta de la guerra de los Cien Años, salvo alguna intervención esporádica a favor de Francia.

La prolongación de las guerras y la minoría de edad de Enri­que III (1390-1406) contribuyeron a crear una nueva aris­tocracia, que acentúa aún más la concentración de la pro­piedad, fomentada por la anterior aceleración de la Reconquista, originando en Castilla un brote tardío de régi­men señorial de ascendencia feudal. Se trata de una oligar­quía nobiliaria muy restringida, de los «quince linajes», la mayoría de los cuales tienen sus señoríos en la cuenca del Due­ro, aunque extiendan su poder a todo el reino. La concesión, por otra parte, de numerosos señoríos jurisdiccionales al mar­gen de la propiedad de la tierra, inclinó aún más la econo­mía castellana hacia el predominio de la ganadería y del labo­reo de las minas, la exportación de cuyos productos en bruto

—lana, hierro— llegó a ser la base de un régimen tan prós­pero como frágil, dada su directa dependencia de las fluc­tuaciones del comercio internacional y de la falta del desarrollo paralelo de una industria propia. Se crea así un activo comer-
cio, cuyo destinatario principal era Flandes, con base en los puertos de Santander y Vizcaya, unidos en la llamada Her­mandad de la Marina de Castilla con Vitoria; a la diócesis de esta última ciudad pertenecían las villas vascas. Cierran ese triángulo Burgos, capital de la archidiócesis donde esta­ba instalado el Almirantazgo de Castilla, y Medina del Cam­po, cuyas ferias centralizan en el siglo xv las operaciones finan­cieras. los Reyes Católicos, un orden jurídico definitivo que regule las relaciones entre la Corona ylos potentados del reino. Castilla carecía, a dife­rencia de la Corona de Aragón, de un sistema constitucio­nal preciso, y las Cortes, convocadas irregularmente y sin ver­dadero poder legislativo, desempeñaron un papel más bien reducido.

La nueva dinastía de los Avis consolida, tras la victoria de Aljubarrota, la personalidad independiente de Portugal. Durante el largo reinado de Juan 1(1385-1433) comienza la empresa de los descubrimientos, directamente impulsa­da tanto por el rey como por sus hijos, la «indira geraçao» cantada por Camoens: el infante Don Enrique el Navegante, Don Fernando —que moriría cautivo en Tánger— y el primogénito Don Duarte, bajo cuyo reinado (1433-1438) alcanza pleno desarrollo la expansión atlántica. Tres son las líneas principales seguidas por esas expediciones: la trans­formación de Marruecos en un «Algarbe ultramarino», empre­sa prácticamente fracasada, salvo la conquista de Ceuta; la ocupación de las islas atlánticas; y la búsqueda de una ruta
hacia la India, mediante sucesivas navegaciones de la co africana. La primera isla colonizada fue Madeira, a la siguieron las Azores —también deshabitadas con anteri dad— y las islas de Cabo Verde, ya en el reinado de Mf soV (1438-1481); el principal cultivo que en ellas se mt dujo fue la caña de azúcar. Respecto de las islas Canar prevaleció el derecho anterior de Castilla, que había inic do su conquista en 1402, aunque ésta no se terminara si bajo los Reyes Católicos. La exploración de las costa atiá rica de África fue la empresa de mayor trascendencia históri en cuanto abrió nuevas posibilidades comerciales —oro, es cias y esclavos— y dio con el camino hacia la India al 11 gar Bartolomé Díaz, en 1487, al cabo de Buena Esperan El principal instrumento técnico de estas hazañas fue un yo tipo de barco, la carabela, que unía al velamen tradici nal un casco más alargado, especialmente apto para las nav gaciones de regreso en que el régimen de vientos obliga a separarse de las costas de Guinea para buscar directamen las Azores.

En los veinticinco años que median entre la muerte de P dro IV (1387) y la introducción de los Trastámara por el co promiso de Caspe (1412), Cataluña va a perder su anterio predominio dentro de la Corona de Aragón, al haber sid afectada en mayor medida, tanto económica como demo gráficamente, por la crisis general que afecta a todo el Qcci dente. Su economía agropecuaria y una lenta devaluación evi­taron a Aragón la crisis económica que origina en Cataluña bajoJuan 1(1387-1395), las primeras convulsiones sociales Las luchas nobiliarias se reprodujeron, con todo, tanto en Ara­gón como en Valencia, bajo el reinado de Martín el Huma­no (1395-1410). La inesperada muerte de su heredero, Mar. tín ei Joven, rey de Sicilia, en 1409, plantea el problem~ sucesorio de un rey sin hijos y sin posibilidad de tenerlos d~ su segundo matrimonio entonces contraído. La muerte de rey Martín sin haber designado sucesor se solucioné por medk de una original fórmula, que revela la madurez política alcan­zada por los territorios de la Corona: la designación de com­promisarios, tres por cada reino —Aragón, Cataluña y Valen­cia—, que sentenciarían a quién, de entre los pretendientes correspondía el trono en mejor derecho. La designación de infante castellano Don Fernando, hijo de Juan 1 y reciente conquistador de Antequera en una operación de prestigio suponíá el triunfo de la orientación continentalista de Ara­gón. La nueva dinastía continué la expansión mediterránea que era la gran empresa catalana, si bien transformándola er un verdadero imperialismo territorial y no ya mercantil, cuyc resultado mayor sería la conquista de Nápoles en 1442, don. de residió en adelante el rey Alfonso V (1416-1458), pro­gresivamente desentendido de los asuntos peninsulares.


El régimen señorial de la tierra y la contracción del comercio habían originado en Cataluña un ambiente de malestar social: los payeses de remensa se habían sindicado para defender sus intereses frente a los propietarios; y para oponerse al patriciado urbano y su organización —la Biga—, partidaria del librecambismo y celosa de sus liber­tades frente a la Corona, se forma un sindicalismo menes­tral —la Busca— tendente a la modificación del régimen municipal de Barcelona y a la devaluación de la moneda. Estos son los problemas con que se encontrará Juan 11(1458-1479) desde que, en 1454, es nombrado lugarteniente general del reino. La política democratizante del ya anciano rey —que lo es también de Navarra por matrimonio— llevará a la Biga a tomar partido por su hijo y heredero, Carlos, Príncipe de Viana, enfrentado con Juan, y a imponerlo como lugar­teniente del reino. La muerte de Carlos y su sustitución por Fernando —hijo de un segundo matrimonio castellano- de­sencadena en 1462 una guerra, que durará diez años, entre Juan II y el Principado. El rey salvó la difícil situación con una hábil política diplomática: la alianza con Inglaterra cuan­do Luis XI se puso al lado de Cataluña, y la boda de Fer­nando, hecho ya rey de Sicilia, con Isabel, la heredera de Cas­tilla. La paz trajo la sumisión de Cataluña, a cambio de la garantía de respetar el gobierno moderado pactista anterior.


La nación germánica y su expansión septentrional y oriental.

En la Alemania de los príncipes, la idea imperial cada —vez más abstracta— era más popular, debido a su tradición, que la de una monarquía nacional, mucho más concreta y fecun­da. Durante los siglos xiv y xv, los reyes de Alemania y los emperadores procuraron contar con un poder eficaz, forta­lecer sus propios principados e imponerse, en lo posible, sobre los reinos vasallos de Bohemia y de Hungría, profundamente impregnados de cultura germánica. Así, Enrique VII de Luxemburgo logró emplazar a su hijo Juan (1310-1346) en el trono de Bohemia y Moravia, el Estado eslavo más occi­dental y predispuesto a la influencia alemana, con un suelo y subsuelo ricos en recursos, que en ciertas ocasiones, ade­más, con la dinastía nacional de los Premyslidos (extingui­da a comienzos del siglo xiv) había sido protagonista de una vigorosa política de expansión y de supremacía en el este de Europa.

El sucesor de Enrique VII en el reino de Alemania y en el imperio fue Luis IV de Wittelsbach, duque de Baviera (1314-1346). Al carecer de unas sólidas raíces en Alemania, buscó fortuna en Italia, pero chocó violentamente con el papa­do aviñonés, o sea con Juan )QUI (13 16-1334), Benedicto
XII (1334-1342) y Clemente VI (1342-1352), así como con Francia, que directamente, y también a través de los Anjou, tenía irrenunciables intereses en la península. Luis IV, aun­que excomulgado, ciñó la corona imperial en el Capitolio de Roma (1328), por proclamación popular, según la doctrina de Marsilio de Padua, que asignaba al pueblo, y no al papa, el sagrado derecho de disponer de esta dignidad suprema. Lue­go, con el apoyo de numerosos feudatarios germánicos, Luis sancioné el principio según el cual el rey de Alemania, una vez elegido, se convertía automáticamente en emperador, sin necesidad del consenso ni de la aprobación del pontífice (die­ta de Rense, 1338). Se consumaba así, de modo unilateral, el divorcio entre el imperio y el papado, cuya íntima cone­xión había sido el eje de la ideología político-religiosa me­dieval.
en Ara­Huma­Mar­blema nos de rte del medio


Carlos IV de Luxemburgo (1346-1378), hijo y heredero de Juan 1, rey de Bohemia. Carlos IV se ocupé con asiduidad de este reino, que consi­deraba justamente el fulcro de su poder: Bohemia ascendió al rango de nación-guía de la Europa oriental. Por obra suya, Praga se convirtió en una espléndida capital. En cuanto a Ale­mania y al imperio, favorecido por la circunstancia de que fran­ceses e ingleses —empeñados en su larga guerra— no tenían la menor posibilidad de influir en su acontecer, Carlos IV con­siguió bloquear mediante acuerdos las ambiciones de los prín­cipes más poderosos, los Habsburgo de Austria y los Wit­telsbach de Baviera, así como restablecer la paz y el equilibrio. Renuncié a la política italiana y mantuvo buenas relaciones con los últimos papas de Aviñón, Clemente VI, Inocencio VI (1352-1362), Urbano V (1362-1370) y Gregorio XI (1370-1378). Carlos IVfue a Roma en dos ocasiones; la pri­mera, para recibir la corona imperial por un legado de Ino­cencio VI (1355), y la segunda para honrar a Urbano V (1368). Durante el período comprendido entre ambos viajes, concerté con los príncipes germanos la llamada Bula de Oro (1356), la cual, perfeccionando las decisiones de Rense de 1338, fija­ba en siete el número de los príncipes electores del empera­dor: tres eclesiásticos (los arzobispos de Maguncia, Colonia y Tréveris) y cuatro laicos (el rey de Bohemia, el marqués de Brandemburgo, el duque de Sajonia y el conde palatino del Rhin). Quedaba así definitivamente establecida la constitu­ción del reino de Alemania como una federación de Estados independientes, presidida por un rey-emperador.

Wenceslao IV (1378-1400), que sucedió a su padre, Car­los IV, ostenté también las coronas de Alemania y Bohemia, pero perdió la primera de ellas tras haber asistido, sin poder intervenir, a una serie de luchas político-sociales entre prín­cipes, nobles menores (Ritter, caballeros) y burguesías ciuda­danas, provocada por la transición desde un régimen de carác­ter monárquico a otro que pretendía ser federal. Lo sucedió su hermano Segismundo (1411-1437), tras la desaparición dedos competidores, Roberto III de Wittelsbach (1400-1410) yJost de Moravia (1410-1411). En cambio, Wenceslao pudo conservar la corona de Bohemia hasta 1419; mientras, cre­cía el impetuoso movimiento herético y nacionalista susci­tado por el teólogo Jan Hus, que sublevé a todo el país con­tra la presencia —enraizada desde hacía siglos— del elemento germánico y católico-romano en las clases sociales más poderosas. Por ello Segismundo no fue aceptado como rey de Bohemia hasta 1436, poco antes de su muerte, cuan­do la guerra político-religiosa entre los husitas y los católi­cos llegó a su fin mediante un frágil compromiso. Sin embar­go, Bohemia quedó maltrecha por esta lucha y disminuyeron sus vínculos con Alemania.
Segismundo tenía otro cauce de poder personal: el rein Hungría, adquirido por su matrimonio con María de An en 1387. Dicho reino —que tras la extinción de los Ai (1306) había vivido períodos de grandeza con los Anj sobre todo con Luis 1 el Grande (1342-1382)— se hal en plena decadencia, lacerado por las disputas y las lu entre nobles. Segismundo se consagró a mejorar su dest intuyendo su función de baluarte frente a los turcos

Segismundo —que también fue coron emperador en Roma (1433)— fue dispersiva y poco si ficativa políticamente. Lo sucedió su yerno, Alberto II Habsburgo (1438-1439), también reconocido rey en Br mia y en Hungría. Cuando sobrevino su muerte combatie a los turcos, Alemania y el imperio pasaron a su nieto Fi rico III (1440-1493).

A partir de Alberto II, las coronas germánica e imperial, a que formalmente continuaron siendo electivas, de he resultaron hereditarias en la casa de Habsburgo. Del ~3 monio de esta familia se ocupé casi exclusivamente Fe rico III, último emperador coronado en Roma por el p (1452), que reunió los territorios austríacos, divididos ea las diversas ramas de su estirpe. Una consolidación en 1 mania resultaba entonces imposible: eran demasiado ft res la marca de Brandemburgo, de los Hohenzollern, ducado de Sajonia, de los Wetrin. La Confederación ~ za, que se había separado de los dominios de los Habsb go, resultaba ya irrecuperable e incluso aplicaba una tei ble política expansionista. En el Norte, la liga hanseáa actuaba por cuenta propia para conservar su predomi; sobre el Báltico y los países escandinavos, mientras qw orden de los Caballeros Teutónicos, tras haber obtenido gr des éxitos en el centro del mundo eslavo, se batía en ti rada ante la contraofensiva polacolituana y se hacía vas~ de Polonia (1466). El occidente renano era una conste ción de poderosas ciudades asociadas; en Bohemia y Ht gría se elegía como reyes nacionales, respectivamente, a ge Podebrad (1458-1471) y Matías Corvino (1458-149 Este último, en 1471, logró unir ambas coronas, decidien atacar a los Habsburgo, a los cuales pudo sustraer diver~ territorios e incluso ocupar su capital, Viena. La situaci resultaba más bien difícil para los Habsburgo, pero la su te de esta dinastía se enderezó notablemente gracias al mac monio del hijo y heredero de Federico III, el futuro Ma miliano 1(1493-1519), con Mana de Borgoña (1477), h y heredera de Carlos el Temerario, que aporté a la casa Austria nada menos que Flandes y el Franco Condado, i patrimonio de incalculable valor político, económico y esta tégico.


Los territorios escandinavos y Polonia

Tras las grandes migraciones vikingas, las características nacio­nales y político-sociales de los países escandinavos se habían ido evidenciando paralelamente a la lenta y difícil penetra­ción del cristianismo. Dinamarca, la primera en abrirse a las influencias occidentales, había dominado en tiempos de Canuto el Grande (1014-1035) sobre un »imperio nórdi­co», que comprendía gran parte de Escandinavia e Inglate­rra, y sobre un segundo »imperio», en tiempos de Walde­mar el Grande (1157-1182) y de sus sucesores, extendido a ambas orillas del Báltico, con amplia penetración en los países eslavos. Noruega había alcanzado un notable poder entre finales del siglo xii y finales del xiii, con Sverre (1184-1202) y sus sucesores, hasta Magnus el Legislador (1263-1280), cabeza de un tercer »imperio nórdico» que abar­caba Islandia, Groenlandia y las islas menores del Atlánti­co. En cambio, Suecia había llegado más tarde a una fusión étnica entre los pueblos del Norte (Svealand) y los del Sur (Giitaland) y, por tanto, a una organización política bastante fuerte para permitirle la conquista de Finlandia, empresa uni­da al nombre del conde Birger (Birger larl), ministro de reyes débiles y por último regente de hecho de su propio hijo, el rey Waldemar 1(1250-1275).

En ninguno de los tres reinos escandinavos las estructuras estatales habían llegado a consolidarse en torno a los reyes, casi continuamente paralizados por la aristocracia, batalla­dora y anarquizante. Las tierras eran ricas en madera y mine­rales, con ciudades marítimas e interiores abiertas a un flo­reciente comercio, desde Bergen hasta Copenhague, desde Lound hasta Uppsala y Estocolmo; pero las iniciativas eco­nómicas fueron gradualmente monopolizadas por elemen­tos alemanes, y toda Escandinavia acabé colonizada, inclu­so políticamente, por la liga hanseática. Dinamarca, tras haber atravesado un siglo de graves crisis, se recuperé con Walde­mar Atterdag (1340-1375), que liberé a su país del cerco de Noruega y Suecia, unidas bajo Magnus Eriksson (1319-1356), y logró contener las intromisiones de la liga hanseática. Su hija Margarita, mediante vínculos de paren­tesco, reunió las tres coronas (1387-14 12); un pacto, la Unión de Kalmar (1397), dio permanencia a esta solución, si bien cada país conservaba su gobierno. Con todo, semejante tra­tado no realizó la unidad escandinava: el predominio de Dinamarca suscité en Noruega y en Suecia una violenta opo­sición durante el reinado del nieto de Margarita, Erik (1412-1439); dicha oposición se hizo aún más obstinada bajo sus sucesores, Cristóbal de Baviera (1439-1448) y Cristián Ide Holdemburgo (1448-1481). Entre finales del siglo xv y comienzos del xvi se produjeron en el mundo escandina­
El reformador bohemio Jan Hus, reducido al estado laical y conducido a la hoguera como hereje en 1415. Hus fue considerado por los
bohemios no sólo como un martir religioso, sino tambien como un patriota. De «Das Concilium». Milan, Biblioteca braidense.
yo guerras civiles y secesiones de la Unión de Kalmar: Sue­cia fue la mayor responsable de la ruptura de la misma, mien­tras que Noruega, profundamente decaída, tras haber pasa­do varias veces de la unión con un reino a la del otro, acabé quedando vinculada a Dinamarca desde mediados del siglo xv hasta comienzos del xix.

También en Polonia, cristianismo y germanismo ejercieron una decisiva acción modificadora sobre las estructuras polí­ticas, económico-sociales y culturales heredadas de los esla­vos. La semimilenaria dinastía de los Piastas (siglos IX-XIV, con dignidad real desde el xii) dio vida durante los siglos xI-xlt a unos efimeros »imperios», que extendían sus inciertas fron­teras hacia Alemania, Bohemia, Hungría y Rusia; sin embar­go, no lograron nunca consolidarse, bien por las contrao­fensivas de las naciones vecinas, o por la indisciplina de una nobleza poderosa y una Iglesia sólidamente organizada, no equilibradas por una burguesía ciudadana que fuese análo­ga.

Las ciudades principales se contaban Gniezno, capital religiosa, Cracovia, capital política, Pozna­rí, Breslavia y Varsovia), ni por la enorme masa rural, dise­minada en un área muy amplia, de costumbres patriarcales y, en parte, todavía pagana.

Dividida en cinco ducados semiindependientes regidos por miembros de la dinastía, Polonia dio amplio margen a la inmigración germánica; gracias a su mayor cultura y expe­riencia, ésta asumió poco a poco una posición preeminen­te, sobre todo en el plano económico. En 1225-1226, lla­mados por el duque de Masovia, preocupado por la presión ejercida por los prusianos, los Caballeros Teutónicos con­quistaron Prusia, como si se tratase de una cruzada, e hicie­ron de ella la base para su ulterior expansión en Pomera­nia, aislando del mar el interior polaco. Durante los primeros años del siglo xiv, gracias a ha burguesía alemana, la coro­na polaca pasó a los Premyshidos de Bohemia, que la con­servaron durante algún tiempo. En aquel mismo siglo Polo­nia había gozado de un período de recuperación, con los reyes Ladislao 1 Lokietek (1306-1333) y Casimiro III (1333- 1370).

Este último dio especial impulso al renacimiento de su país, organizando un gobierno central e imprimiendo un nue­vo rumbo a la historia polaca, con eh arreglo de los secula­res conflictos con los alemanes y los bohemios, con el fin de realizar una gran expansión hacia la Gahitzia rusa (Leo-

Los turcos otomanos yel final del Imperio bizantino


Con el príncipe lituano Ladislao IlJagellén (1386-li unió Lituania con Polonia; se trataba de un país rico y es so, que comprendía una ancha franja de tierras rusas y al zaba al Norte el Báltico y ah Sur el mar Negro. La ut dinástica y no política— del reino de Polonia y el pri pado de Lituania permitió a Ladislao II y a sus sucess Ladislao III (1434-1444) —a partir de 1440, también de Hungría— y Casimiro IV (1447-1492), abatir el pc río de los Caballeros Teutónicos y obtener una salida .


La cuarta cruzada había asestado el golpe de gracia al Im rio bizantino. »Es difícil —escribe el historiador inglés 5. Ra ciman— dar una idea del daño padecido por la civilizad europea a causa del saqueo de Constantinopla (1204). Imperio bizantino, el gran baluarte oriental de la cnistiand, se desmoroné como potencia política. Su organización, a estrictamente centralizada, quedé destruida por comphe Para salvarse, algunas provincias debieron agregarse a oti Estados. Las futuras conquistas de los turcos otomanos fi ron posibilitadas precisamente por ha acción criminal de cruzados.»

El Imperio latino construido por los cruzados sobre las ni nas del griego, con sus cinco emperadores »francos» —B~ duino 1 de Flandes (1204-1205), su hermano Enniqi (1206-1216), Pedro de Courtenay (1216-1219), su hermas Roberto (1221-1228) y Balduino 11(1228-1261)—, se coj vsrtié en una colonia comercial de los venecianos y en L mosaico de principados feudales, como eh reino de Tesah flaca, el ducado de Atenas ye1 principado de Acaya o More los príncipes trasplantaron a Grecia instituciones y costumbr> occidentales completamente extrañas ah espíritu del país incompatibles con el mismo. Continuaron siendo bizant nos eh despotado de Epiro, de Miguel 1 Ángel Comneno, imperio de Trebisonda, de Alejo 1 Comneno, y ci impeni de Nicea, de Teodoro 1 Lascaris; este último se convirtió poco tiempo en representante reconocido de ha continuidad
del imperio y en custodio de sus tradiciones. Teodoro 1 Las-caris (1204-1222) y su sucesor, Juan III Dukas Vatatze (1222-1254), organizaron el pequeño imperio asiático y lo defendieron contra los ataques del vecino sultanato de Ico­nio, así como contra los latinos instalados en Constantino­pla. A ha defensa y contraofensiva bizantinas contribuyó, ante todo, eh renacimiento, en los siglos xii y xiii, de un segun­do Estado o »impenio» de los búlgaros, promovido por los Asen, príncipes de Tarnovo, y notablemente reforzado por Juan lIAsen (Kaloyan, 1197-1207) y por Juan III Asen II (1218-1241), que colocó en una situación crítica el Impe­rio latino y el Epiro bizantino, favoreciendo así a Nicea. La presión de los búlgaros sobre la península balcánica dismi­nuyó tras ha muerte de Juan III Asen, permitiendo a Juan III Vatatze pasar de Asia a Europa, arrebatar a los búlgaros los territorios que habían conquistado en Tracia, Macedo­nia, Grecia y Epiro y recomponer, por consiguiente, una notable parte del antiguo imperio. Sin embargo, la obra de Juan III Vatatze no fue llevada a término por sus dos des­cendientes,Teodoro 11(1254-1258) yJuan IV (1258-1261), sino por un ministro usurpador, Miguel VIII Paleólogo. Al obtener éste la corona como corregente de Juan IV (1258), reconquisté sin grandes dificultades todo lo que restaba del Imperio latino: en 1261, con ayuda genovesa, entré en Cons­tantinopla, Balduino II escapé y poco tiempo después Miguel desposeyó a Juan IV.

La reconquista de Miguel VIII Paleólogo (1259-1282) tuvo un elevado significado moral, pero ha suerte del imperio esta­ba ya irremediablemente comprometida. Eh nuevo empe­rador se hallé frente a problemas poco menos que insolu­bles, con los recursos financieros hipotecados por los genoveses —que habían suplantado a los venecianos en ha hegemonía económica— y, por tanto, sin posibilidad de man­tener unas fuerzas suficientes para defender las fronteras Este, Norte y Sur contra los turcos, búlgaros y latinos, respecti­vamente; las reivindicaciones de estos últimos habían sido recogidas en Nápoles por Carlos 1 de Anjou. Así pues, que­daba un margen de iniciativa muy estrecho para el sucesor deMiguelVlll, suhijoAndrónico 11(1282-1328). Las Vís­peras Sicilianas disuadieron a los Anjou de cualquier ofen­siva, pero en Anatolia las tribus turcomanas de los osman­líes u otomanos (así llamados por su jefe, Osmán u Otmán) se habían organizado y conquistado importantes posicio­nes, avanzando hacia el mar de Mármara y los Estrechos. Andrónico II buscó para que luchasen contra ellos a unas bandas de mercenarios catalanes, los almogávares que, enfren­tados luego con el emperador, amenazaron Constantinopla, saquearon Macedonia y se apoderaron del ducado franco de Atenas. Además, mientras declinaba el segundo «impe­
rio» de los búlgaros, se perfilaba eh de los servios, no menos amenazador.

Andrónico III (1328-1341), que sucedió a su abuelo, tras haberle combatido durante mucho tiempo, vio agravarse aún más ha situación: los otomanos de Orkh~n 1(1326-1359), sucesor de Osmán, se hallaban entonces en Brussa, Nicea y Nicomedia; los servios habían llegado al apogeo de su poder con Esteban Dusan (1331-1355) y ocuparon Tesalia, Mace­donia y Epiro, con miras sobre Constantinopla. Pero a la muer­te de Andrénico, que dejaba como heredero a un muchacho, Juan V (1341-1391), se inició en la capital una intermina­ble guerra civil y religiosa, que repercutió en has provincias, suscitando rebeliones populares, tanto en las ciudades como en eh campo. Juan V fue arrojado del poder varias veces: por su ministro Juan Cantacuzeno (Juan VI, 1347-1355), por su propio hijo, Andrónico IV (1376-1379),

La política imperial careció de cohe­rencia y eficacia, justo en un período decisivo para eh Orien­te cristiano.Esteban Dusan se había proclamado »emperador de los ser­vios y de los romanos», ciñendo en Skophje la corona impe­rial (1346) y preparándose para marchar contra Constan­tinopla, donde algunos lo aguardaban como liberador; pero el proyecto, al faltarle las ayudas venecianas y otomanas, no prosperó. A su muerte, el plan fue abandonado (1355). Ello había permitido un cierto respiro a los bizantinos, que recu­peraron terreno en el Peloponeso. Pero, entretanto, llama­dos por Juan VI Cantacuzeno, que se proponía enfrentar-los a los servios, los otomanos se habían establecido en Gahhipohi (1354), haciendo de ella una base formidable para invadir la península balcánica. Con Murad 1(1359-1389) conquistaron Tracia y fijaron su capital en Adrianópolis (1365-1366), centro de una sólida organización estatal, mili­tar y religiosa. Además se constituyó un formidable instru­mento bélico, eh cuerpo de los jenízaros, formado en su ori­gen por prisioneros de guerra, y más tarde por cristianos que raptaban siendo niños y eran educados, con extremo rigor, en ha religión musulmana y en las armas, pero compensa­dos con adecuados privilegios. Desde sus nuevas posicio­nes europeas, los otomanos causaron ci derrumbamiento del segundo »impenio» de los búlgaros, así como el de los ser­vios, en las grandes batallas de Maritza (1371) y de Cosso­yo (1389); en el transcurso de esta última murió Murad 1. Su sucesor, B~yazid 1(1389-1403) se vio dueño de toda la región balcánica. A los bizantinos sólo les quedaba Cons­tantinopla y sus alrededores, Tesalónica y eh Peloponeso; en Asia se mantenía eh imperio de Trebisonda, pero los prin­cipados surgidos del desmembramiento del imperio de los seléucidas habían caído casi todos bajo la dominación oto­mana.

Fueron estériles los desconsolados requerimientos de Juan V a los príncipes de Occidente, otrora tan sensibles a la suer­te de la lucha entre la Cruz y la Media Luna. El emperador bizantino no tenía más medio de negociación que eh ofreci­miento de la unión de las Iglesias, por lo demás muy incier­ta, tanto porque la propia Iglesia romana estaba desgarrada por el cisma, como porque la Iglesia y ei pueblo bizantinos no querían saber nada de una unión semejante. De todos modos, durante el reinado de Manuel 11(1391-1425), con los turcos ya en el Danubio y Constantinopla aislada, el empe­rador Segismundo de Luxemburgo se hizo promotor de una cruzada, en ha que, al lado de los húngaros, participaron muchos señores del imperio y feudatarios franceses. Pero aque­lla cruzada, dirigida con ligereza, finalizó con un desastre (Nicdpolis, en la orilla btilgara del Danubio, 1396); con ello
el mundo occidental quedó disuadido de repetir aventuras semejantes. B~yazid volvió a presionar sobre Constantino­pla, pero luego se vio forzado a concentrar todas sus fuerzas en Anatolia, para defenderla contra la invasión de los tárta­ros de Tamenlán, que lo derrotaron en Ankara en el mes de julio de 1402.
El Imperio bizantino sintió ahigerarse la presión, pero sólo durante poco tiempo. Los turcos, indemnes en Europa —a pesar de las cruzadas, tan generosas como inútiles, de los hún­garos entre 1440 y 1448, vinculadas al nombre de Juan Hun­yadi— y restablecidos en Asia, volvieron a amenazar Cons­tantinopla, cada vez desde más cerca, durante el reinado de Juan VIII (1425-1448). Finalmente, el gran sultán Maho­med 11(1451-1481) conquisté la ciudad, tras un largo ase­dio, entrando en ella como triunfador (29 de mayo de 1453). El último emperador »romano», Constantino XI (1449-1453), había muerto en la defensa de su capital. Posteriormente, Mahomed II ocupó gran parte de ha actual Yugoslavia y de Grecia; los turcos ocuparon las islas del Egeo y las costas del Adriático, arrollando la heroica resistencia albanesa de Jor­ge Skanderbeg, así como la que opusieron venecianos y hún­garos. Con la caída de Trebisonda desapareció eh último frag­mento del Imperio bizantino (1461).


La historia de los mongoles es esencialmente asiática, pero entre los siglos xiii y xv tuvo repercusiones profundas en Occidente. Ya en tiempos del primero y más imponente »impenio de has estepas», fundado por Genghis Khán (1206-1227), Europa tuvo que hacer frente a las incursio­nes de los mongoles. Dos generales de Genghis Khán, Subu­táy y Gebe, cruzaron el Volga (1222) y, tras haber devas­tado y saqueado Georgia e invadido las estepas del norte del Cáucaso, avanzaron hacia el Don, aterrorizando a los alanos, circasianos y cumanos. En socorro de los agredidos intervinieron ingentes fuerzas rusas, bajo el mando del prín­cipe Mastislav de Galitzia, pero fueron desbaratadas junto al río Kalka, al norte del mar de Azov (1223). Sin embar­go, esta primera expedición no tuvo consecuencias decisi­vas, porque los mongoles, cargados de botín, se retiraron a los territorios del este del Volga.

Bajo el sucesor de Genghis Khan, Ogoday, se produjo una reanudación de ha ofensiva mongola; esta vez ya no fue una incursión, sino una conquista. Con un ímpetu y una fero­cidad inauditas, los mongoles sometieron, uno por uno, entre 1236 y 1241, todos los principados rusos .


Luego invadieron Gahitzia, penetraron en Pomerania y Hungría y llegaron has­ta Bohemia, Austria y Alemania. Su retirada se debió, más que a ha intervención de las fuerzas alemanas y húngaras, ala muerte de Ogoday (1241), seguida de intrigas y luchas por la sucesión entre los jefes mongoles. Pero los territo­rios rusos conquistados continuaron siendo una provincia del Imperio mongol, ha llamada Horda de Oro, goberna­da por un khañ residente en Sarái, en el bajo Volga. Se­mejante estado de sujeción duró en el sur y centro de Rusia hasta comienzos del siglo xvi, y en Crimea hasta fines del xviii.

También Occidente resulté afectado por los acontecimientos del Imperio mongol en la segunda mitad del siglo vn, cuan­do un sucesor de Genghis Khdn, llamado Mangú (1251-1259), confié a su hermano Hül~gü el gobierno de Irán, con la misión de avanzar hacia eh Oeste. Hül~gú inva­dió Mesopotamia, devasté y saqueé Bagdad —donde pere­ció Musta’sim (1258), último califa abasida— y penetró en Siria. Los mongoles se encontraron así en plena guerra con­tra los mamelucos de Egipto, dominantes en Siria, cam­peones de la ortodoxia islámica y enemigos de los Estados cruzados supervivientes. Aquella situación determiné un acercamiento entre mongoles y cristianos, e incluso un pro­yecto de alianza contra los mamelucos para la liberación de Jerusalén, que no llegó a realizarse; por el contrario, los prín­cipes cristianos de la costa palestina acabaron favorecien­do con benévola neutralidad la contraofensiva musulma­na del sultán de Egipto, Baybars (1260-1277). Este no se limité a arrojar de Siria a los mongoles, sino que empren­dió la reconquista de los restos de los Estados cruzados (Antioquía cayó en 1268).

.La herencia del Imperio mongol, que se había disuelto en la segunda mitad del siglo xiii, fue recogida durante el siglo siguiente por un príncipe turco, Tamerlán, el cual, impo­niéndose como rey de Transoxiana en 1369, consiguió some­ter, con una terrorífica serie de guerras de exterminio, casi todos los kanatos surgidos de ha desmembración del Im­perio mongol. En Occidente, los tártaros deTamerlán no sólo sometieron la Horda de Oro del Volga, sino que además efectuaron en Siria unas victoriosas campañas contra los ma­melucos de Egipto y en Anatolia contra los otomanos de Báyazid 1, vencido en la batalla de Ankara de 1402. El impe­rio de Tamerlán llegó en aquellos momentos a su máxima expansión.

Pero aquel organismo estaba destinado a no sobrevivir a su fundador; había sido fruto de una arrolladora potencia mili­tar, pero no estuvo acompañado de ninguna organización polí­tica eficaz; deshizo mucho, pero poco o nada construyó. Quien obtuvo algún beneficio fue el decaído Imperio bizantino, que vio alejada la amenaza otomana durante medio siglo. La gran­diosa aventura de Tamerlán tuvo en Europa una amplia reso­nancia, alimentada por relatos espeluznantes, pero también por el estupor y la admiración que causarían el poderío y la magnificencia de aquel gran caudillo oriental.

La formación de Rusia
Los orígenes de la organización estatal de los eslavos orien­tales —es decir, de la actual Rusia europea— son oscuros y controvertidos. Se da por supuesto que contribuyeron a crearla elementos autóctonos y extranjeros, como los vikin­gos suecos, llamados por los eslavos varegos o rus (de ahí, el término Rusia). Ya en el siglo ix, en los principales centros mercantiles y fortificados de la antigua Rusia, como Nóv­gorod y Kíev, había muchos mercaderes escandinavos. Éstos habían creado una red comercial que unía el Báltico con eh mar Negro, y ejercían con los eslavos una especie de condo­minio, que no tardé en convertirse en un auténtico domi­nio en Névgorod, hacia 860, bajo el varego Riurik. Entre fina­les del siglo ix y comienzos del x, otro varego, eh príncipe Oleg, reunió bajo su autoridad Névgorod y Kíev. Con este prín­cipe se registra ya el esbozo de un Estado ruso, con su cen­tro en Kíev (Rus de Kíev) y comienzan a estabhecerse unas relaciones, sobre todo comerciales, entre Rusia y el Imperio bizantino.El príncipe Sviatoslav (957-972) realizó una considerable expansión territorial del Estado de Kíev, ah conquistar gran parte de la región caucasiana, entre el mar Negro y el Cas­pio; también ocupó Dobrudja y las bocas del Danubio, com­batiendo a los búlgaros, que habían invadido una parte de la península balcánica; asimismo, se extendió hacia la Rusia nororiental. Su mayor aspiración, que consistía en imponerse en eh área danubiana, fue obstaculizada por los búlgaros y sobre todo por los bizantinos, que, aprovechando las dificultades de Sviatoslav en eh corazón de sus dominios e incluso en has cercanías de Kíev, debido a una invasión de los pechenegos de las estepas orientales, le impidieron afianzarse de modo estable en los Balcanes.

Otra figura relevante se encuentra entre fines del siglo x y comienzos del XI: Vladimiro 1 eh Santo (978-1015). Después de conquistar el poder, disputado por sus hermanos, primero se alié con los búlgaros contra los bizantinos, pasando lue­go, con un hábil cálculo, a la más estrecha alianza con Bizan­cio. Incluso emparenté con los emperadores bizantinos, ayu­dándoles eficazmente a conservar sus posiciones amenazadas en Asia, y consagró la nueva orientación política con su con­versión personal y la de su pueblo al cristianismo. Una nume­rosa inmigración de misioneros búlgaros y bizantinos, y más tarde también occidentales, contribuyó a extender a todo el Estado de Kíev la evangelización y a constituir una Iglesia nacional; Kíev se convirtió en la sede metropolitana. De este modo Rusia comenzaba a integrarse en Europa.

Vladimiro tuvo un gran continuador en su hijo Yaroslav (1019-1054). Al igual que su padre, hubo de consolidar su
poder tras largas luchas con sus hermanos; libré a Rusia d las incursiones de los pechenegos, conquisté territorios en Fin landia y en Livonia, y obtuvo éxitos en Galitzia contra los poha cos. Pero, más que por sus guerras y conquistas, Yaroslav recordado como promotor de ha cultura sagrada y profan~ como legislador (a él corresponde el primer código ruso) como celoso protector de la Iglesia. Por otra parte, cuidó d establecer relaciones de interés político, económico y cultt tal, no sólo con Bizancio —como demuestra la construcció de catedrales de influencia bizantina en Kíev y en Névgorod— sino con otros países europeos de civilización más elevad que la suya: Escandinavia, Polonia y Hungría, Francia, Ingh terra y Alemania. La Rusia de Kíev atravesé entonces su perk do de mayor poderío y prestigio; sin embargo, éste tuvo un corta duración. Hacia finales del siglo xl, a causa de has luchL de sucesión y de has periódicas invasiones de los cumanos los pechenegos, el Estado de Kíev inicié una rápida decadenci:

Sólo se recuperé brevemente de ella por obra de Vladimii Monómaco (1113-1125), que logré reconstituir su unidac conservar la paz en eh interior y defender has fronteras. Vhadimiro Monómaco fue el último gran príncipe de la Rus de Kíev, luego desbancada tanto por razones internas —sobi todo una fuerte decadencia de su potencial económico— como por el afianzamiento de otros centros importantes pol tico-económicos: Galitzia, Vohinia, Névgorod y el principad de Vladímir. Bajo sus sucesores, se agravé la crisis del Est~ do, fraccionado en diversos principados pequeños en lucl entre sí; en 1169, el príncipe Andrés Bogohjubski (1157-117’ conquisté Kíev, anexionándola a sus dominios de Rosto Vhadímir y Súzdal, entre los que figuraba la todavía mode ta ciudad de Moscú, que hasta 1147 no fue nombrada pi vez primera.

Las estructuras de la Rusia de Kíev eran elementales: en vértice, el gran príncipe representaba la unidad del Estado ostentaba la supremacía sobre sus parientes, que gobernabi los principados menores. Pero era la suya una supremacía autoridad, más que de poder, y por consiguiente extraord nariamente precaria. Tanto el gran príncipe como los príi cipes menores estaban asistidos por sendos consejos de señ res (boyardos), que desarrollaban unas funciones más bk militares. Las principales ciudades gozaban de una admini tración autónoma, presidida por una asamblea de notabl (vece), que elegía a los magistrados locales. La sociedad cii dadana se caracterizaba por una burguesía de mercaderes artesanos, de la que formaban parte poderosos núcleos extranjeros; en cuanto a ha sociedad rural —la inmensa may ría de ha población—, estaba estructurada jerárquicamen y constituida por propietarios libres más o menos ricos y cob nos, siervos y esclavos (por lo general, prisioneros de guerra).


Las condiciones económicas del país eran muy diversas: des­de la animación, prosperidad y belleza de ciudades como Kíev, Nóvgorod, Pskov, Rostov, Vladímir o Súzdal, que causaban asombro a los visitantes, se pasaba a los campos trabajosa­mente cultivados, a las estepas y a los bosques del Este y del Noreste, zonas semidesiertas y amenazadas por las repetidas oleadas de nómadas asiáticos.

Eh final del poderío de Kíev coincidió con el desarrollo y la consohidacién de nuevos centros de actividad económica y política. Gahitzia y Vohinia desempeñaron un papel de pri­mer orden; sin embargo, hacia mediados del siglo XIV entra­ron en la órbita de Polonia. También Nóvgorod, sobre eh hago limen, cobré una importancia notable como centro mercantil, manteniendo estrechas relaciones con los países bálticos y Ale­mania septentrional. No obstante, ci principado de Vladí­mir y Súzdah, situado entre eh Volga y el Oka, acabé impo­niéndose sobre Kíev, Nóvgorod y muchas otras ciudades, reconstituyendo entre los siglos xii y xiii una unidad rusa más amplia bajo el gobierno del gran príncipe Vsevolod(1172-1214).

Pero precisamente durante los primeros años del siglo xiii, los mongoles invadieron Rusia. Estos, primero con la bara­ha del río Kalka (1223) y luego con la gran invasión de 1236-1241, devastaron casi todo eh país, hicieron vasallos a sus príncipes y se mezclaron en sus crónicas rivalidades, pro­vocando un deterioro general de has condiciones materiales y culturales del mundo ruso. Sin embargo, tras el primer cho­que entre los rusos y los mongoles de ha Horda de Oro, se estableció un régimen de convivencia relativamente pacífi­ca, basada en concesiones mutuas: leal vasallaje por parte de los rusos; respeto de has estructuras político-sociales, religión y costumbres por parte de los mongoles. A ello contribuyó sobre todo el gran príncipe de Vladímir, Alejandro Nevsky (1252-1263), que se beneficié de las buenas relaciones con los mongoles para operar libremente en el Norte, con pleno éxito, contra los suecos y los alemanes, cuya agresividad esta­ba potenciada por la crisis rusa. Gracias a aquella prudente política de entendimiento con los mongoles, el principado de Moscú pudo consohidarse y amphiarse con progresivas con­quistas, a expensas de sus vecinos; así, aunque había sido un Estado minúsculo e insignificante dentro del del del gran principado de Vladímir, en eh siglo xiv se convirtió en el centro­.

Entre los artífices del poderío de Moscú sobresalen las figuras del prudente Iván 1 Kalita (1325-1340) y del valeroso Dimitri Donskoi, gran prín­cipe de Moscú y de Vladímir (1359-1389), que inició la lucha para liberar Rusia de la Horda de Oro.Los antecedentes inmediatos de una iniciativa similar pueden situarse en el hecho de que durante el siglo Xiv se había cons­tituido, al oeste de los principados rusos, un gran Estado de Lituania, que se extendía desde el mar Báltico al Negro, con capital en Vilna (Vilnius). Sus grandes duques Gedimino, Aegirdas y Ladislao, futuro rey de Polonia, habían llevado a efecto una audaz política expansionista hacia Polonia y más incisivamente hacia Rusia y Moscú, con ayuda de la Horda de Oro y también de algún que otro príncipe ruso. Dimitri Donskoi rompió esta alianza ruso-lituano-mongola con una serie de ataques que culminaron en la batalla de Kulikovo (jun­to ah Don), en la cual los mongoles sufrieron su primera derro­ta (1380). Se trataba de un éxito no decisivo: la liberación del dominio mongol estaba aún muy lejos. Pero Moscú ganó en toda Rusia un prestigio político y religioso, que había de ser una de las premisas de su brillante porvenir. Después de Kuhi­kovo, la Horda de Oro tomé el desquite atacando Moscú, que fue incendiada (1382), y Donskoi hubo de reanudar la polí­tica condescendiente de sus antecesores.Su hijo, Basilio 1(1389-1425), vivió momentos aún más dra­máticos, cuando la Horda de Oro fue arrollada por Tamer­lán, quedando Moscú y toda Rusia frente a la terrorífica inva­sión de los tártaros. Pero una vez llegado al alto Volga, en vez de atacar Moscú —donde Basilio lo aguardaba con un fuerte ejército—, Tamerlán, de improviso, volvió hacia el Sur (1395), arrasó Tana (Azov), muy frecuentada por los vene­cianos y genoveses, y Sarái, asestando así un golpe mortal al comercio entre Europa y Asia central. A pesar del debilita­miento de la Horda de Oro y el cambio de trayectoria de Tamerián, Basilio no logró la paz, a causa sobre todo del prín­cipe lituano Vytautas, contrario a la unión de Lituania con Polonia bajo Ladislao 11(1386), y adopté una política per­sonal para la independencia y ha expansión en territorio ruso. Basilio y Vytautas se disputaron durante mucho tiempo las regiones del alto Dnieper y del Dviná occidental, mientras que ha Horda de Oro apoyaba alternativamente a ambos riva­les. Después de una serie de avatares tortuosos y sangrien­tos, se pusieron al fin de acuerdo (1408), reconociendo como límite el Ugra (un afluente del Oka). Pero Basilio no tardó en hallarse de nuevo bajo la presión de la Horda de Oro, recu­perada de su derrota ante Tamerlán, y por los lituanos, vic­toriosos en unión de los polacos sobre su común y más temi­ble enemigo, los Caballeros Teutónicos (1410). Ello obligó al soberano a un largo período de gobierno moderado, duran-
te eh cual, sin embargo, se inició la expansión de Mosc hacia eh Dviná septentrional, esto es, hacia las inmensas zo colonizadas por Névgorod, o aún vírgenes. Basilio 11(1425-1462), heredero de su padre a los diez af tuvo un reinado inestable y accidentado, bajo ha rígida ti la de Vyautas hasta 1430, y luego con el apoyo de la Ho de Oro, en continua disputa con los miembros de su pro familia, que aspiraban a suplantarlo en el gobierno del g principado. En estas guerras, que alcanzaron una ferocu excepcional, Basilio II fue cegado por sus enemigos y e~ yo a punto de morir; pero finalmente, en 1453, ya sea ha disgregación del frente enemigo, o bien por el crecie consenso del clero, de los boyardos y del pueblo, logré im nerse como único e indiscutido gran príncipe, haciéndose r~ nocer también como señor de las repúblicas de Nóvgor Pskov y Viatka, así como por los príncipes de Tvier y de E zán. A este inesperado éxito —que lo colocó al frente de territorio de unos 750.000 km2—, contribuyó de modo d~ sivo un factor espiritual: su firmeza en sostener la indep dencia de la Iglesia nacional rusa, oponiéndose a los proye de unión de la Iglesia bizantina —de la que había nacid~ rusa— con la romana. Así, cuando en 1453 cayó Const tinopla en poder de los turcos otomanos, Moscú pudo o siderarse legítima heredera de la Iglesia ortodoxa. La reN dicación religiosa no tardé en adquirir una precisa dimens política: la perspectiva de un Imperio ruso, sucesor y coi nuador del Imperio de Oriente.



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Fin de la edad Media

FIN DE LA EDAD MEDIA


La concepción del Estado laico se hallaba aún muy lejos: religión y moral cristianas continuaban siendo las premisas de las doctrinas políticas para legitimar la exis­tencia de reinos, principados o repúblicas independientes y soberanas. La tutela de losvalores religiosos era reivindi­cada por las autoridades civiles, más o menos obsequiosas con la Iglesia, pero, en todo caso, preocupadas por ejercer dicha tutoría en interés de sus propios Estados. En la dimen­sión cristiana universalmente reconocida, los inevitables con­flictos entre los soberanos y el papado ya no estuvieron, en lo sucesivo, planteados sobre un principio tácito de supre­macía o subordinación, sino que se circunscribieron a mate­rias específicas, y se resolvieron en compromisos y concor­datos. En el mundo de las letras, este fenómeno se manifestó en una serie de escritos que proponían modelos de soberanos y de


Estados inspirados en principios de sabi­duría, justicia y solicitud para con el pueblo.
religión. A la multitud de escritores orientados en este sen­tido pertenecen, entre otros, Petrarca, Nicolás de Oresme, Jean Gerson, Antonio Beccadelli, llamado el Panormita, y Bartolomé Sacchi, llamado el Platina. Prescindiendo de la originalidad de sus respectivas posturas, todos ellos revelan un optimismo político y ético-religioso en desacuerdo con las costumbres y la realidad de su tiempo, como señaló en los primeros años del siglo xvi Nicolás Maquiavelo, el más agudo intérprete del mundo político surgido en el ocaso de la Edad Media.

La dimensión cristiana del mundo medieval influyó aún por largo tiempo, durante la edad moderna, la actividad po­lítica, económica e intelectual de la sociedad, pero en los siglos xiv y xv, a diferencia de lo sucedido en las centurias anteriores, los ideales cristianos sufrieron un acentuado de­clinar a raíz de la formación de una mentalidad que apre­ciaba y perseguía, de manera predominante, valores y fi­nalidades mundanos. A ello contribuyeron el particularismo nacionalista, el desarrollo de la mentalidad burguesa, do­minada por la aspiración a la riqueza, y una profunda cri­sis del papado y de la Iglesia, debida al exilio aviñonés (1309-1377) yal consiguiente desencadenamiento del Gran Cisma de Occidente (1378-14 17).


Crisis del papado y de la Iglesia

A partir del siglo XIV, la curia pontificia, aun conservando intactos el magisterio y el supremo poder religioso, desem­peñó la función de un enorme centro de poder político y económico que se extendía a toda Europa, interfiriéndose en los asuntos locales mediante intervenciones de diversos tipos, que se reflejaban de manera negativa sobre la conciencia religiosa.

Muertos Bonifacio VIII (1303) y, poco después, su mode­rado y sabio sucesor Benedicto XI (1304), se reunió el con­clave en Perusa y, tras muchas incertidumbres, fue elegido Bertrand de Got, arzobispo de Burdeos (Clemente Y 1305-13 14). El recién designado se negó a trasladarse a Ita­lia, y en cambio ordenó a la curia que viajara a Lyon para consagrarlo. Muy pronto la permanencia en Francia se con­virtió en definitiva, si bien disimulada por alguna excusa. Avi­ñón no estaba sujeta al rey de Francia, sino a los angevinos, que dependían feudalmente de la Santa Sede a través del rei­no de Sicilia. Todos los cargos de la curia cayeron así en manos de los cahorsinos, los gascones y otros provinciales, formando una intrincadísima red de intereses familiares en detrimen­to de la integridad y la independencia eclesiásticas. Nunca cesó la presión para el retorno a Roma del papado y de su corte (recordemos los deseos de Petrarca, de Santa Catalina
Elección del papa Martin y, en 1417, durante el concilio de Constanza, que puso fin al Gran Cisma de Occidente. Durante su pontificado,de Siena y de Santa Brígida de Suecia), si bien no obtuvie­ron resultados durante los setenta años que duraron los pon­tificados de los siete papas franceses. Transcurrido este perío­do, y tras algunas tentativas fallidas, acabó por llevarse a cabo el traslado, pero resurgió la oposición francesa inmediatamente. Desaparecido Gregorio XI (1378), estallaron tumultos con motivo de la elección de sucesor, Urbano VI (1378-1389), y pocos meses después celebraron su elección los cardenales franceses, que culminó con la designación de un antipapa, Clemente VII (1378-1394), y la constitución de dos obe­diencias: Roma y Aviñón. A la primera se adhirieron Ingla­terra, los Estados escandinavos, Polonia, casi toda Alemania y los Estados italianos (salvo el reino de Nápoles y los domi­nios de los Saboya). Por la obediencia aviñonesa se inclina­ron Francia, Escocia y la península Ibérica.

El Gran Cisma de Occidente se prolongó, entre polé­micas, complicaciones de todas clases y acciones de guerra propiamente dichas, con los sucesores de Urbano VI (Boni­facio IX, Inocencio VII y Gregorio XII) y de Clemente VII (Benedicto XIII), descomponiendo las estructuras eclesiás­ticas y perturbando profundamente la conciencia de los fie­les. Un concilio reunido en Pisa por iniciativa de algunos prela­dos de ambas partes (1409) intentó la reunificación deponiendo tanto a Gregorio XII como a Benedicto XIII, y eligiendo aAlejandro V y, a la muerte de éste, aJuan XXIII (1410). Pero ni Gregorio ni Benedicto aceptaron las decisiones del con­cilio, con lo que hubo tres papas a la vez. Intervino enton­ces Segismundo de Luxemburgo, quien, tras haber sido desig­nado emperador, decidió convocar un concilio en Constanza (1414~l4I, Dicho concilio derrocó, no sin dramáticas vicisitudes, a los tres pontífices, y eligió papa al cardenal romano Odón Colon­na, que tomó el nombre de Martín V (1417-1431). Así se restableció la unidad de la Iglesia. Con objeto de legitimar las decisiones del concilio, desarrollado sin la presidencia de un papa, se recurrió a la doctrina, ya sostenida en el pasa­do por algunos canonistas, según la cual el concilio, pues­to que representa a la Iglesia universal, tiene poderes ilimi­tados y, por tanto, es superior al papa mismo. La llamada teoría conciliar tendía a limitar la autoridad del papa en bene­ficio de la aristocracia prelaticia reunida en concilio, y a tra­vés de ella se proponía abrir el gobierno de la Iglesia a las injerencias políticas de los Estados de origen de los miem­bros de la asamblea.

Superado el Gran Cisma, quedaba planteada otra grave cues­tión religiosa y política: si el poder del papa era soberano y pleno, o bien estaba sujeto a las limitaciones del conci­lio. El problema presentaba analogías con el conflicto que se desarrollaba en aquel momento en muchos Estados entre la corona y la aristocracia, en cuanto a la delimitación de poderes. Esta duda fue tratada en el concilio de Basilea, con­vocado por Martín V, pero inaugurado por su sucesor, Eu­genio IV (1431-1447), en 1431. El papa, frente a la pre­ponderante intransigencia de los partidarios de la teoría conciliar, que exigían drásticas restricciones de su poder, abandonó la asamblea y regresó a Roma. Entonces el con­cilio se atribuyó auténticas funciones de gobierno de la Iglesia y, en consecuencia, se produjo un cisma entre Basi­lea y Roma, o sea, entre las obediencias conciliar y papal. Eugenio IV, sin embargo, logró prevalecer. En efecto, tras­ladó el concilio de Basilea a Ferrara (1438-1439) y luego a Florencia (1439-1442), donde obtuvo dos resonantes éxitos: la proclamación dogmática del primado del pontí­fice romano sobre toda la cristiandad, como sucesor de Pe­dro y vicario de Cristo, y la reunión de las Iglesias de Orien­te y de Roma (1439), que se Aabi’an separado casi cuatro siglos antes.

Dicha reunificación fue solicitada por el emperador bi­zantino Juan V, que se hallaba bajo la amenaza de los tur­cos, y pronto fue revocada por los griegos (1472). En cual­quier caso, el éxito conseguido por el papa logró reducir a un número cada vez más exiguo a los conciliaristas a ul­tranza, que permanecían en Basilea, y fue desautorizando gradualmente al antipapa elegido por aquéllos en 1439, Amadeo VIII duque de Saboya (Félix V, 1439-1449). La conversión de los más autorizados partidarios de la teo­ría conciliar a la de la supremacía del papa, como el filóso­fo Nicolás de Cusa y el humanista Eneas Silvio Piccolo mini (futuro papa Pío II), y la abdicación del antipapa (1449) cancelaron de manera favorable para los intereses de la Santa Sede el cisma y las disputas conciliares. Pero un siglo y medio de crisis había causado profundas heridas a la Iglesia.

En la segunda mitad del siglo xv, se plantearon cada vez con mayor dramatismo las incompatibilidades entre el vicario de Cristo y el poder temporal, reunidos en la misma per­sona del papa. Ningún pontífice logró conservar la supre­ma dirección espiritual de Europa, donde los Estados nacio­nales iban organizándose en torno a unos soberanos poco dispuestos a tolerar limitaciones a sus poderes, claramente antitéticos respecto de la concepción de la unidad del mun­do cristiano, constante directriz política y religiosa del medie­vo. Ningún papa supo resistir la fascinación pagana de cier­tos aspectos de la cultura del Renacimiento, como los mito de la perfección de la antigüedad grecorromana, del mdi viduo como artífice de la historia, del poder y la gloria com antagonistas de la muerte, y de la sabiduría y la prudenci mundanas consideradas compatibles con los fines ultrate­rrenales, rompiendo de este modo con dogmas has entonces intocables.

Nicolás V (1447-145 5) es mucho más conocido por la fun­dación de la Biblioteca Vaticana y por su patrocinio de ¡a causa de la paz y del equilibrio entre los Estados italianos (del que dependía la integridad del mismo Estado pontifi. cio), que por los méritos espirituales adquiridos al aceptar la sumisión del antipapa Félix V y de los últimos cismáti­cos de Basilea (1449), yal promover una reforma monásti­ca. Calixto III Borgia (1455-1458), español, ensombreció su celo por resucitar la cruzada contra los turcos con su nepo­tismo, gracias al cual penetraron en la administración pon­tificia y en el colegio cardenalicio individuos que poseían como único mérito un vínculo de parentesco con el pontí­fice (entre ellos figuraba Rodrigo Borja o Borgia, futuro Ale­jandro VI). Idéntico fervor por una cruzada, con resultados


Grandes mecenas, artífices ambos de la resurrección de una Roma monumental cada vez más espléndida, se preocupa. ron mucho menos de los intereses religiosos del mundo cris-tizno y de los que afectaban los propios dominios y bie­nes de la Iglesia, que en gran medida pusieron en manos de sus familiares (los Della Royere y los Riario con Six­to IV, y los Cibo con Inocencio VIII). Llevaron su ambi­ción nepotista hasta las intrigas, las conjuras y las guerras, con el fin de asegurar señoríos a sus respectivas familias, a expensas de los Estados de la Iglesia y de los lindantes con ellos. Sixto IV atacó la Florencia medicea (1478) y la Fe­rrara de los Este (1482), e Inocencio VIII la Aquilea per­teneciente hasta aquel momento al reino de Nápoles (1485). Sus tentativas no habrían de cosechar éxito alguno, pero ter­minaron con la originaria justificación del nepotismo, moti­vado principalmente por la conveniencia de rodearse de cola­boradores de absoluta confianza. En cambio, crearon los precedentes de la sanguinaria política de carácter nepotis. ta que habría de llevar a cabo Alejandro VI Borgia entre los años 1492 y 1503, que perjudicó de manera irremediable al papado en su cometido de guía espiritual de todo el mun­do cristiano.



EL FIN DE LA EDAD MEDIA

El espíritu religioso, perturbado por la decadencia del papa­do y de numerosas instituciones eclesiásticas, así como por los escandalosos ejemplos de malas costumbres públicas y pri­vadas, denunciados por una amplia literatura sacra y profa­na, reaccionaba espontáneamente dando vida a una rica y difuminada variedad de iniciativas particulares. Tenían, sin embargo, un elemento común: una impronta general mís­tica e individualista, expresada en la confianza y en la capa­cidad de cada creyente para vivir con plenitud los valores de su fe con la devoción y la acción. Derivaba de ello una pecu­liar sensibilidad hacia los aspectos más dolorosos de la con­dición humana, y la solicitud para aliviarlos con el socorro
espiritual y material. Así pues, iba acentuándose la dimen­sión social en la teoría y en la práctica religiosas. En esta amplia serte de movimientos político-religiosos se distinguían, no siempre con claridad, corrientes ortodoxas que esperaban la reforma espiritual e institucional de la Iglesia, a partir de la regeneración de la sociedad cristiana. La Iglesia, por su par­te, se liberaría de los compromisos mundanos y de las corrien­tes heréticas que la consideraban irrecuperable.
Fugenío IV, papa desde 1431 hasta 1447, que obtuvo, en el concilio de Florencia, la proclamación de la primacía del pontífice romano sobre toda la cristiandad.

En el ámbito ortodoxo, el movimiento más importante, por su originalidad y por su incidencia en el sector social, fue la llamada «devoción moderna», surgida hacia finales del siglo xlv en Flandes y difundida por el norte de Francia, Alema­nia y otros países. Este movimiento lo animaron grandes mís­ticos, como Juan de Ruysbroeck (1293-1381), Geert Grote (1340-1384) yTomás de Kempis (1380-1471), y proponía a sus seguidores, reunidos en hermandades en las que esta­ba abolida cualquier diferencia social, el modelo de la vida de Cristo. Precisamente se titula Imitación de Cristo su tex­to más célebre y difundido, que se atribuye a Tomás de Kem­pis y apareció en las primeras décadas del siglo xv. El senci­llo, humano y, al mismo tiempo, riguroso modo de creer y obrar de los «devotos modernos» ejerció gran influencia en la vida espiritual y social entre los siglos xiv y xvii.

En Alemania, donde al particularismo político se unía el reli­gioso, animado más que en cualquier otro lugar por las con­tinuas luchas entre imperio y papado, la nueva corriente se unió con una tradición mística ya viva, promovida por el gran teólogo dominico Meister Eckhart (1260-1327), y desarro­llada por sus discípulos directos, Johannes Tauler (1300-1361) y Heinrich Seuse (o Suso, 1295-1366). Los dos últimos, abier­tos a una generosa comprensión de la debilidad humana, sobre todo de las almas sencillas, defendieron una religiosidad inte­rior encaminada a reformar y elevar a la persona hacia el supre­mo modelo del Cristo de la Pasión. Una huella religiosa, a menudo trágica, caracteriza toda la literatura alemana de la época, en la que ocupa un puesto preeminente el drama sacro, de inmediata eficacia sobre el pueblo. Además, fueron escri­
Miniatura del siglo XIV que representa una escena de juicio.
Londres, Victoria and Albert Museum.
tas por autores alemanes las dos obras que más influyeron en la vida religiosa de los siglos siguientes: la ya citada Imi­tación de Cristo y E/pequeño libro de la vida perfecta, obra anónima de la segunda mitad del siglo xv. Lutero conside­ró el último de estos textos como precursor de su doctrina, y ¿1 mismo lo bautizó con el título de Teología alemana.

En los países latinos, de más antigua tradición católica y roma­na, los movimientos de este estilo no conocieron el mismo desarrollo. En Francia, la casi secular residencia de papas o antipapas en Aviñón, los estrechos vínculos entre aquéllos y una monarquía de profundas y robustas raíces políticas y reli­giosas, consagradas, además, por las victorias de Juana de Arco, la autoridad intelectual de la universidad de París y otros varios motivos marginaron la oposición a una Iglesia que, sobre todo en sus organismos rectores, estaba rígidamente politizada y acusaba tendencias nacionalistas. Los reyes, desde Felipe IV el Hermoso hasta Luis IX, prefirieron prelados dóciles a pas­tores virtuosos. No obstante, en la época de las guerras de los Cien Años y de Borgoña, del Gran Cisma y de los con­cilios, los teólogos Pierre d’Ailly (1350-1420) yJean Gerson (1363-1429) profesaron audaces ideas reformadoras, y se difundieron los principios de la «devoción moderna». Las cla­ses populares, sin embargo, permanecieron inmersas en un elemental sentimiento religioso y fueron poco estimuladas en su progreso por un bajo clero, espiritual y materialmen- 1 te casi al nivel de los propios fieles. En España, el mayor pre­dicador de la ¿poca, con amplias resonancias populares, fue ci dominico Vicente Ferrer (1350-1419). En Italia, por últi­mo, en el delicado período del injerto de la nueva cultura humanística sobre la escolástica, el ardor místico de Catali­na de Siena (1347-1380) y la popular predicación de Ber­nardino de Siena (1380-1444) estuvieron acompañados por una inteligente y positiva actividad ética, religiosa y social. Los citados, con otros muchos, se esforzaron por expresar y comunicar la convicción de que era posible reparar desde aba­jo, mediante la penitencia, la oración y la acción caritativa, la trama religiosa, desgarrada en lo alto. Vieron así surgir y desarrollarse asociaciones piadosas, de beneficenda y asistencia, y hermandades que abolían, en su seno, las diferencias y dis­crepancias sociales.

Entre los movimientos heréticos, el que tuvo más implica­ciones sociales y políticas fue el suscitado en Inglaterra por John W~iclif(1320-1384), teólogo de la universidad de Oxford. De la denuncia de la decadencia del papado y la degenera­ción del clero, Wyclif pasó a sostener la necesidad de una Igle­sia pobre y de los pobres, inspirada únicamente en la Sagra­da Escritura (para divulgarla patrocinó una magistral traducción inglesa de la Biblia), y que recuperase la pura sim­plicidad evangélica. Apoyado al principio por el soberano.

El defensor del poder político frente a las injerencias eclesiásticas, pudo extender entre el pueblo a pre­dicadores ambulantes (los lollardos) que, acentuando los tér­minos más radicales implícitos en su enseñanza, contribu­yeron a exasperar un estado ya extendido de agitación con trasfondo económico y social, y a hacerlo estallar en una terri­ble insurrección (138 1) «contra el gobierno, los burgueses y todos los ricos y poderosos». Campos y ciudades, incluida Londres, se vieron afectados por el levantamiento, pero el resul­tado inmediato fue una sangrienta represión ordenada por Ricardo II y por el arzobispo de Canterbury. Wyclif y sus dis­cípulos fueron expulsados de Oxford, y su doctrina quedó condenada. El teólogo murió poco después sin sufrir graves persecuciones, pero si las padecieron sus seguidores, que con­tinuaron la predicación asumiendo posiciones religiosas cada vez más alejadas de la ortodoxia, como el rechazo de la euca­ristía, la confesión y el culto de los santos, y adoptando pun­tos de vista ético-sociales paulatinamente más audaces, como la radical condena de la riqueza y de la guerra. Extenuado por las persecuciones de Enrique IV y Enrique V, política-mente interesados en la alianza con el clero, el movimiento sobrevivió en la clandestinidad entre las clases más humildes.­


En la segunda mitad del siglo xiv, una serie de graves crisis económicas y agitaciones sociales crea­ban las condiciones adecuadas para la actividad de predica­dores populares, que clamaban por el despertar de la con­ciencia cristiana, ofendida por los abusos del alto clero y por la decadencia del papado. Semejante propaganda resultaba tanto más eficaz cuanto que sus promotores, rompiendo la tradición, hablaban o escribían en lengua nacional checa y no en alemán o en latín, despertando en las masas, junto con el fervor religioso, el sentimiento nacionalista.

En este clima penetró, a fines de siglo, la doctrina de Wyclif a través de su alumno Jerónimo de Praga. Fue adoptada por Jan Hus (1369-1415), teólogo universitario de gran fama, y considerada con atención por el rey Wenceslao IV .

El arzobispo de la capital, quien ya profesaba y predicaba ide­as reformistas avanzadas. La nueva doctrina enseñada por Hus radicalizó a los elementos antipapales y, en el terreno estric­tamente religioso, a los antidogmáticos y antitradicionales, acentuando el fondo nacionalista del movimiento espiritual, político y social en curso, y provocando una violenta polé­mica con la clase dirigente alemana y católica. De esta dis­puta Hus salió vencido y excomulgado (1412). Convocado por el concilio de Constanza, donde debía justificar sus doc­trinas, fue condenado por herejía y enviado a la hoguera (1415). Hus se convirtió para los bohemios en un mártir de la fe y del amor a la patria, y en su nombre estallaron revo­luciones y guerras durante casi todo el siglo xv. A la muer­te de Wenceslao, los husitas constituían un poderoso grupo anticatólico y antialemán que se negaba a reconocer como rey al hermano del difunto, el emperador Segismundo, e improvisaba un gobierno popular.
Los husitas se dividieron en dos facciones: los calistinosyl taboristas. Los primeros, cuyo nombre deriva de su símb lo, el cáliz, propugnaban la libertad de predicación, la y dez de la comunión administrada bajo las dos especies (el yel vino), la confiscación de los bienes del clero y el casti del pecado mortal como delito. Los taboristas (así llamad por ci nombre de su fortaleza, Tábor), propugnaban la com nidad de bienes en espera del inminente juicio final. Amb tendencias se unieron para una prolongada serie de accion~ defensivas (1421-1427) y ofensivas (1427-1433) contra~ «cruzada» que propugnaba el papado para eliminarlos. Bici organizados en formaciones militares y guiados por jefes ~ gran capacidad y valor (Jan Zizka y luego Procopio el Gran de), los husitas llevaron la guerra desde Bohemia ha.sta el ia~ rior de Alemania y las orillas del Báltico. Más tarde, la un dad se rompió porque los calistinos, apoyados por los noblí y los burgueses, se mostraron dispuestos a un compromis con los católicos, auspiciado por Segismundo y la Santa Se4 mientras que los taboristas, sostenidos casi exclusivameni por las masas rurales, se mantuvieron en sus posiciones intransigencia. Acabaron siendo vencidos en la batalla Lipany (1434). Tras laboriosas negociaciones, Segismund terminó por proclamarse rey (1436), y pudo restaurare1 cu to católico junto al husita moderado. El mismo papado, pi vez primera en la historia, aceptó el compromiso, admitiend en Bohemia la coexistencia de la Iglesia universal romana la Iglesia nacional checa.

El movimiento husita dio lugar a un vigoroso e inextingií ble sentimiento nacional, pero dejó el país conmocionado. D los bienes confiscados al clero obtuvieron provecho, sobre todc las grandes familias nobles, que durante dos siglos conserva ron su papel de clase dominante, poniendo en dificultades la monarquía y oprimiendo a los campesinos y a los demí componentes más débiles de la sociedad. Entre estos oprimido acabaron formándose otras corrientes religiosas que fueroi duramente perseguidas a lo largo de los siglos xv y xvi. Tra los breves reinados de Segismundo (1436-1437) yAlbertodi Habsburgo (1437-1439), con el hijo de este último, Ladis bao el Póstumo (1440-1457), la nobleza católica trató de hacer. se con el poder, pero la tentativa fracasó por la reacción husi. ta protagonizada por Jorge Podebrad, que se alzó corot campeón del orden, profundamente perturbado, y de la mdc. pendencia nacional checa. Elegido rey (1458-1471), se enfren. tó con la «cruzada» que patrocinara el rey de Hungría, Ma. tías Corvino. Murió durante esta lucha, y aseguró la sucesión a Ladislao VII Jagellón III, hijo del rey Casimiro de Polonia, quien reinó en Bohemia (1471-1516) y, a partir de 1490, tam­bién en Hungría. Después de Jorge Podebrad, llamado «el rey husita», Bohemia ya no tuvo más reyes nacionales. la autoridad



Al margen de los grandes movimientos ortodoxos o heréti­cos que, por diversos caminos, aspiraban a la reforma de la sociedad cristiana, se multiplicaban por toda Europa sep­tentrional grupos y conventículos de personas que no tole­raban verse integradas en las estructuras sociales y religiosas tradicionales. Numerosísimos y profundamente distintos, den­trode su diversidad y dispersión presentaban acaso dos carac­teres comunes: la exaltación de la pobreza y el culto a la liber­tad individual. No se tienen muchas noticias relativas a la vida y prácticas de estos «espíritus libres», por lo general impla­cablemente perseguidos. En cualquier caso, se sabe de exal­taciones estáticas y de flagelaciones, de cánticos, danzas ritua­les y orgías. En el polo opuesto de estos fanatismos irracionales, difundidos, la mayoría de las veces, entre las capas sociales más pobres, se situaba la «docta piedad» de huma­nistas como el alemán Nicolás de Cusa, el italiano Eneas Sil­vio Piccolomini, el francés Lef’evre d’Étaples y el holandés Erasmo de Rotterdam. Estos consideraban que del estudio en profundidad y de la recuperación de los valores de la
civilización clásica era posible extraer enseñanzas para una vida cristiana más consciente, libre, justa y serena.


Crisis económica y signos de renovaclon

El siglo xiv y parte del xv fueron ricmpos de decad onda eco.-nómica y de crisis sociales provocadas por carestías, epide­mias y guerras. Durante la primera mitad dcl siglo xiv se aba­tieron sobre Europa dos terribles escaseces. La primera afectó duramente a los países del Norte, y la segunda a los del Sur. Hacia mediados de la misma centuria se declaró la peste negra, que tuvo su momento cumbre en 1348 y aniquiló tal vez a un tercio de la población, devolviéndola, según cálculos con­jeturales, al nivel del año 1000 (es decir, unos 50.000.000 de personas). La epidemia reapareció a intervalos de diez-quince años a lo largo de todo este siglo e incluso en el siguiente, y tuvo incalculables consecuencias económicas, sociales y asimismo de carácter psicológico y moral, pues ini­ciativas, mentalidad y costumbres estuvieron condicionadas por la conciencia de hallarse a merced de un mal intermi­tente e invencible. En el mismo período de tiempo, la gue­rra de los Cien Años devastaba Francia y postraba a Ingla­terra. Alemania se hallaba en una situación de anarquía crónica. Italia, hasta después de mediado el siglo xv se vio afectada por guerras entre los diversos Estados en que estaba dividi­da. Europa oriental, por su parte, atacada y convulsionada por los turcos, sufría graves perjuicios en las fecundas rela­ciones establecidas con Occidente.

El abandono de extensas áreas agrícolas, sino que deter­minó un excepcional encarecimiento del trabajo, en perjui­cio de los terratenientes. En Inglaterra, muchas tierras cul­tivadas se convirtieron en pasto, lo que dio lugar al desarrollo, como contrapartida, de la producción lanera. Natu­ralmente, los beneficios no fueron inmediatos, cuando sí era inmediata la necesidad y ya resultaban irrefrenables las agi­taciones de los más humildes para obtener salarios suficien­tes, en el caso de los siervos, la emancipación. Francia, dci gastada por el secular conflicto con Inglaterra, aparte de la calamidades naturales sufrió las devastaciones y saqueos d las bandas de soldados y las revueltas de campesinos. Fue país donde más se dio el abandono de centros urbanos yd campos, hasta el punto de que el bosque volvió a invadir tic rras fatigosamente roturadas. Muchos propietarios se arrui naron. También en Alemania, bosques y prados ganaron terre no, por lo que se recurrió a una intensificación de la ganaderi y a la introducción, donde era posible, de cultivos particu larmente rentables, como lino, vid y frutales, en los reduci dos espacios aprovechables. En Italia, la crisis agraria, parsi cularmente acentuada en el Sur, tuvo una incidencia meno grave que en otras partes en el conjunto de la vida econó mica, gracias a la existencia de numerosas y florecientes ciu dades, que lograron absorber en sus actividades a muchos can pesinos alejados de sus tierras. El este de Alemania y Poloni sufrieron aún menos la crisis agraria, pues disponían de gran des extensiones cultivables. Del general trastorno sufrido po la agricultura derivaron situaciones económicas completa mente nuevas. Así, los países escandinavos se convirtieron ci poderosos exportadores de ganado y productos lácteos, lo Países Bajos consiguieron un gran desarrollo de la ganade ría, y es muy probable que por entonces iniciara Portugal su tempranas exploraciones atlánticas dirigidas a las Azores y; Madera, en busca de cereales.

En el sector artesano, de dimensiones mucho más reducida que el agrícola, y dominado por las manufacturas textiles, es correlación con la crisis del campo y con la decadencia dems­gráfica que la condicionaba, se manifestaron profundas alte­raciones y desequilibrios, caracterizados por el hecho dequ~
la producción, concentrada hasta comienzos del siglo xtv 4 las ciudades, sufrió un progresivo retroceso, en tanto se ful desarrollando un artesanado rural que no se limitaba ya ala satisfacción de las modestas necesidades locales, sino que sc extendía con fines comerciales, de integración o, sin más, dc sustitución a la escasa rentabilidad de los campos. Este fenó­meno revistió notable importancia no sólo económica, sino también social y política, pues favorecía nuevas relaciones entte los estratos sociales campesinos y urbanos, rompiendo, de rechazo, cauces tradicionales.

En El sector comercial se produjo, inevitablemente, un des­censo general de los intercambios internacionales. En efec. ro, por un lado decayó la demanda, y por otro se alzó una barrera entre Oriente y Occidente a raíz del avance turco. Estos factores negativos se equilibraron sólo en parte gracias a transacciones más intensas entre los puertos mediterráneos y, a través del estrecho de Gibraltar, los del Atlántico y de los mares del Norte y Báltico. Junto con el gran comercio, entren crisis el sistema de crédito en el que se sustentaba. En la primera mitad del siglo XIV, se produjeron las ruinosas quiebras de los banqueros más importantes de Europa —los toscanos Frescobaldi, Bonsignori, Scali, Peruzzi, Acciaiuoli y Bardi—, que arrastraron consigo a gran número de finan­cieros e inversionistas.

En Esta situación económica, el fin de la Edad Media fue una etapa de violentas insurrecciones sociales: en el agro, los campesinos se levantaron contra los señores feudales, y en las ciudades, artesanos y obreros se rebelaron contra el patriciado burgués. Entre las insurrecciones campesinas, en Francia revistió gran importancia lajacquerie (1358), que siguió a la violenta rebelión de París vinculada al nombre de Étienne Marcel. No menos grave fue la ya mencionada revuelta de los campesinos ingleses guiados por Wat Tyler, conectada con la propaganda religiosa y social de los lollar­dos, que estalló en 1381 y afectó Londres. El levantamien­to bohemio de Hus, como ya se ha dicho, estuvo amplia­mente influido por tales movimientos. En las ciudades y campos de Flandes se encendieron violentas rebeliones entre 1323 y 1328, que continuaron durante todo el siglo, mien­tras se identificaban con el patriotismo flamenco los nom­bres de Jacob y Filips van Artevelde. También Renania, el Languedoc, Cataluña e Italia vivieron momentos de grave tensión. Una serie de factores económicos y sociales ali­mentaron el levantamiento romano de Cola di Rienzo (1347), que, entroncado con el mito de un retorno a los fabulosos fastos de la antigüedad clásica, contenía el germen de una auténtica revolución popular. En Florencia, el motín de los Ciompi (1378) constituyó un precoz ejemplo de clases, en la que el proletariado de los trabajado­res laneros se enfrentó con las capas altas no sólo para obte­ner importantes mejoras económicas, sino, sobre todo, para conquistar el poder.

Los resultados de los innumerables levantamientos fueron negativos, pues las aspiraciones de una sociedad nueva cons­tituida por hombres libres e iguales se vieron sofocadas por completo. En el mundo rural, sin embargo, la gran crisis eco­nómica y social debilitó el poder de los señores feudales sobre los campesinos, cuyo trabajo se confsguró cada vez menos como un servicio impuesto por quien tenía derechos sobre sus personas, y cada vez más como una prestación libre y retri­buida. Ello permitió a algunos una mejora social y econo­mica, pero no cambió sustancialmente el peso y la escasa remu­neración del trabajo, formalmente libre, de las masas. En el ámbito industrial y mercantil resultó vencedora la rica bur­guesía, que apenas compartió sus éxitos económicos y polí­ticos con quienes aportaron su trabajo. Parapetada en cor­poraciones, las más de las veces rígidamente cerradas, constituyó en las ciudades oligarquías monopolizadoras de la producción y de los intercambios, y llegó a convertirse en árbitro del poder político. La colaboración de las clases medias y la episódica de las más humildes en la constitución de sus fortunas, no halló adecuadas compensaciones económicas o políticas.

Como en Florencia o Venecia, lo desempeñó indirec­tamente, vinculando de manera muy estrecha sus propios inte­reses a los de los soberanos, príncipes o grandes señores.No obstante, debe reconocerse que esta nueva aristocracia logró imponerse también porque supo obtener provecho de la dura lección de la crisis que afectó a sus predecesores. Una sensi­bilidad más refinada en el cálculo del riesgo, una visión más amplia de los negocios, una valoración más atenta de los fac­tores políticos, sociales y culturales, y una técnica organiza­dora más eficaz distinguieron la actividad mercantil y ban­caria de los Médicis en Florencia, de los Soranzo en Venecia, de los administradores del banco de San Giorgio en Géno­va, de Jacques Coeur en Francia y de tantos otros que fue­ron los precursores de la moderna y cada vez más estrecha interacción entre el mundo económico y el político. En un sentido más amplio, condicionaron la orientación y desarrollo de los distintos Estados.

En el transcurso del laborioso y a menudo despiadado acce­so al poder de estos nuevos buscadores de riqueza, poderío y gloria, después de tantas derrotas en la lucha del hombre por dominar la naturaleza, se rompió la barrera tradicional existente entre técnica y ciencia. Esta última comenzó a cul­tivarse en función de la primera con fines prácticos: la astro­nomía en beneficio de la navegación, la hidráulica para la agri­cultura y la industria, la mecánica para potenciar el trabajo del hombre. Paralelamente, podían hallar los medios para des­arrollar su multiforme actividad los artistas: arquitectos, escul­tores, pintores y literatos. Para estos últimos significó una ven­taja incomparable, en la segunda mitad del siglo xv, la invención de la imprenta de tipos móviles.



Italia: momentos de hegemoníade Nápoles y Milán

En la segunda mitad del siglo xiii, la Iglesia, conduciendo implacablemente su cruzada hasta que se consiguiera la vic­toria definitiva contra los últimos miembros de la casa de Sua­bia y sus seguidores gibelinos, instauró en Italia una espe de predominio güelfo que tenía por eje Roma y estabas tenido por el reino de Sicilia y por Florencia. También a yaba la causa güelfa Milán, otra potencia económica y po rica que, hacia 1240, cayó en poder de los Torriani, seño de extracción güelfa y popular, aspirantes a una expansió cada vez más amplia en Lombardía. Numerosos munscipi menores, de régimen republicano o señorial, constituían ot tantos centros de poder que se resistían a cualquier integra ción. Por último, estaban las grandes repúblicas maritim Génova, Pisa y Venecia. La primera, en 1284, con la bat de la Meloria, asestó el golpe de gracia a la ya decadente Pu Ésta y Venecia habían constituido auténticos imperios en agonizante mundo bizantino, y su participación en los acon tecimientos que se desarrollaban en Italia era marginal y est ba subordinada a sus respectivos y, en general, contrapu tos intereses en los territorios de ultramar.
Entre finales del siglo xiii y comienzos del xiv, el proyect de una Italia pontificia no prosperó. Un primer y grave gol­pe le fue inferido por la rebelión y la guerra de las Víspe Sicilianas (1282-1302), que fragmentó el reino de Sicilia en dos Estados. La isla, conquistada por Pedro III, entró en ámbito político, económico y cultural de la confederación catalanoaragonesa. Las regiones continentales y el Mediodía continuaron bajo la casa de Anjou y se convirtieron en un reino napolitano incluido en la órbita papal y de Francia, patria de los angevinos, que abrigaban ambiciones sobre toda u península Italiana y el Oriente bizantino. Pero el verdadero hundimiento vino determinado por el abandono de Roma por los papas que favoreció la formación de otros polos de atraccion.


El güelftsmo italiano, ejerció una autoridad que se dejó sentir en toda Italia, aunque más como fascinación personal que como fruto de un efectivo poder, que en realidad le fal­taba. Contribuyeron en amplia medida a aumentar su pres­tigio y su fama las vanas tentativas de Enrique VII de Luxem­burgo y Luis IV de Baviera de resucitar en Italia los derechos del imperio.

Con la nieta de Roberto, Juana 1(1343-1381), la posición del reino se vio sacudida violentamente por una crisis dinás­tica, que agravó aún más la crítica situación de un país eco­nómicamente débil y socialmente descompuesto por una cla­se señorial arrogante y todopoderosa, que carecía de un adecuado contrapeso burgués.

A Juana 1 de Anjou, sospechosa de haber mandado asesinar a su primo y primer marido Andrés le arrebató por breve tiem­po el trono el hermano del asesinado, Luis 1, rey de Hun­gría (1348-1349). Sin embargo, Juana recuperó el poder con ayuda de su segundo marido, Luis de Tarento, también pri­mo suyo. Dado que sus uniones con Andrés, Luis y otros dos príncipes resultaron infecundas, entre los diversos parientes y aspirantes a la sucesión, Juana descartó a su sobrino Car­los de Durazzo y designó a Luis de Anjou, hermano del rey de Francia, Carlos V. (Carlos III, 1381-1386) apresó y mandó matar a Juana 1. Pero el reino continuó sacudido por la guerra entre la facción durazzesca, que sostenía al rey Carlos y luego a sus dos hijos de corta edad, Ladislao y Juana, y la facción ange­vina de Francia, que apoyó a Luis y luego a un hijo suyo del mismo nombre. Por último hacia 1400, prevalecieron los durazzescos. Ladislao (1386-1414), dotado de indudables cua­lidades políticas y militares, consiguió restaurar el predomi­nio napolitano sobre la península, que atravesaba un perío­do crítico. Pero sólo era una breve ilusión, pues su muerte prematura y el acceso al trono de su hermana Juana II (1414-1435), pusieron al descubierto la trágica debilidad en que había caído el reino después de tres cuartos de siglo de guerras y anarquía señorial.
A la vez que el desarrollo angevino de la primera mitad del siglo xiv, y compitiendo con él, progresó, en un marco polí­tico, económico y social muy diferente, la señoría de los Vis­conti de Milán, en la llanura del Po, donde más ampliamente se habían desarrollado las autonomías locales. Esta señoría se inició con el arzobispo Otón tras el desplazamiento de los Torriani (1277). El Estado de los Visconti lo consolidaron Mateo y Galeazzo 1, que aprovecharon hábilmente y sin escrú­pulos la difícil situación lombarda y las aventuras en Italia de Enrique VII de Luxemburgo, Juan de Bohemia y Luis IV de Baviera. Hacia mediados del siglo xiv, en tiempo del arzo­bispo y señor Juan Visconti, Milán se habla convertido en el centro de una vasta red de prósperas ciudades lombardas, con sus avanzadillas en Génova y Bolonia. En este impara­ble proceso de expansión, los Visconti recibieron el inesti­mable apoyo de los ejércitos de Venecia, que colaboraron con ellos para contener y reducir el poder de los Scaligeri de Vero­na e inclinar el equilibrio de la zona a su favor.

Con la desaparición de Roberto de Anjou y el consiguiente colapso del reino de Nápoles, la hegemonía sobre la penín­sula Italiana pasó a los Visconti. Galeazzo II y Bernabé tra­taron de extender su dominio en perjuicio de la Romaña pon­tificia y de Toscana, aprovechando las delicadas situaciones políticas y sociales en los dominios de la Iglesia y en Floren­cia. Pero fueron detenidos por una coalición en la que toma­ron parte, además de las fuerzas pontificias y florentinas, las de Mantua, Ferrara, marca de Monferrato y del mismo empe­rador Carlos IV de Luxemburgo. Los Visconti perdieron las señorías de Génova (1355) y Bolonia (1360). Sin embargo, la agravación de la crisis en Italia central (ruptura entre Flo­rencia yel papa, Gran Cisma) yel desencadenamiento de un conflicto entre Génova y Venecia (guerra de Chioggia, 1378-1381) favorecieron a los Visconti. Juan Galeazzo (1378-1402) sucedió a su padre, Galeazzo II, tras haber eli­minado a su tío Bernabé (1385). Mediante una serie de deci­sivas acciones confiadas a los más hábiles e inescrupulosos capi­tanes mercenarios de su tiempo, extendió sus dominios en todas direcciones: arrebató a los Scaligeri Verona y Vicenza y a los Carraresi, Padua, apoderándose de Pisa, Siena y Lucca, en Tos­cana, de Perusa, Asís y, por último, Bolonia (1402). Era evi­dente su propósito de oponer al reino de Nápoles un Estado mucho más fuerte, con capital en Milán. En 1395, Wences­lao, rey de los romanos, confirió a Juan Galeazzo el título de duque de Milán, legitimando así, con la elevación a princi­pado del imperio, una señoría que, además de Milán, com­prendía veinticinco ciudades. El duque murió cuando se dis­ponía a atacar Florencia. En su ducado instauró un gobierno y una administración centrales, creando un esbozo de Esta­do unitario encaminado a superar el particularismo de la épo­ca comunal. Pero a su muerte sobrevino la crisis.


Enfrentamiento de Milán y Venecia. Afirmación aragonesa en el sur de Italia


Tras la muerte de Juan Galeazzo ya no se constituyó en Ita­lia un polo de atracción comparable a Nápoles en la prime­ra mitad del siglo xiv, y a Milán en la segunda. Y se oscure­ció la perspectiva de unificación nacional, por lo demás sentida
por cada Estado como una eventualidad eludible y vejato­ria. En el curso de pocos años, el ducado de Milán se vio pri­vado de los territorios anexionados por Juan Galeazzo, y se redujo a Lombardía. Venecia y Florencia, aliadas, se opusie­ron por todos los medios a una nueva expansión hacia la Lagu­na y al otro lado de los Apeninos. Ante todo, Venecia con­quistó la totalidad del Véneto, suprimiendo las resurgidas señorías de los Scaligeri y de los Carraresi (1404-1405). Lue­go avanzó por Lombardía oriental hasta Brescia y Bérgamo (1426-1428), mientras que enel Oeste, Amadeo VIII, duque de Saboya, ocupaba Vercelli (1427).

Mientras tanto, se desarrollaba, aunque interrumpido por frá­giles treguas, el conflicto entre el ducado de Milán y la repú­blica de Venecia. El enérgico Felipe María Visconti (14 12-1447) estaba decidido a devolver a su ciudad el pode­río de la época de Juan Galeazzo, y Venecia, con el apoyo de Florencia, se oponía a sus iniciativas reduciendo las fronte­ras del ducado cada vez más al Oeste. Al mismo tiempo, en el sur de la península se producían hechos de importancia capital para el futuro de Italia. Muerta Juana II sin hijos, su sucesor (tras un discutido juego de designaciones) fue el fran­cés Renato de Anjou (1435-1442), que, apoyado por Feli­pe María Visconti y por Génova, logró imponerse a su rival Alfonso V, rey de Aragón, que fue derrotado por la flota geno­vesay conducido como prisionero a Milán (1435). Pero gra­cias a un imprevisto cambio de la política de Felipe María, éste liberó al monarca aragonés y se alió con él. Ocho años más de lucha, una actividad diplomática y abundantes dis­pendios económicos dieron, al fin, el triunfo a Alfonso Y que se apoderó definitivamente de Nápoles (1442). La fami­lia de los Anjou se veía sustituida de este modo por otra dinas­tía ibérica en pleno apogeo. Aparte de Sicilia y Cerdeña, con
Castillo del siglo xiv perteneciente domínó sobre el Estado de Milán a los Visconti, Pavia; esta familia durante casi dos siglos.La conquista del reino de Nápoles, Alfonso entraba en pose­sión de casi un tercio del territorio italiano. Instalado en Nápo­les, con preferencia a sus reinos peninsulares, la convirtió en avanzada de la expansión catalanoaragonesa en el Medite­rráneo, frente a los intereses de Génova y Venecia.

Poco después del establecimiento aragonés en Nápoles, la muerte de Felipe María (1447), con quien se extinguía la casa ducal de los Visconti, dio lugar a un anacrónico resurgir del republicanismo comunal. En Milán se proclamó la llamada Aurea Repubblica Ambrosiana, mientras que instituciones análogas aparecían en otras ciudades lombardas. Al mismo tiempo se desarrollaba, bajo la presión de un nuevo avance veneciano, una áspera competencia por la sucesión del últi­mo Visconti. Entre los numerosos pretendientes se contaban el condouiero Francisco Sforza, yerno de Felipe María; su cu­ñado, el duque Ludovico de Saboya; el duque Carlos de Or­léans, hijo de Valentina, hermana del último duque de Milán (primo de Carlos VII de Francia); y, por pretendida desig­nación, Alfonso V. Acabó por prevalecer Francisco 1 Sforza, quien repelió a los venecianos como defensor de la Repub­blica Ambrosiana (1448), y luego los venció, imponiéndo­se en Milán como duque (1450-1466). La restauración del ducado milanés bajo la enérgica guía del Sforza impulsó a reanudar la guerra contra Venecia, que la había dado por con­cluida en provecho de su predominio en Lombardía. Fue una guerra que involucró, más o menos directamente, a toda Ita­lia, pero cuyo éxito estuvo condicionado por la nueva acti­tud de Florencia. En esta ciudad, en efecto, se había impues­to sólidamente la señoría de Cosme de Médicis, que retiró el tradicional apoyo a Venecia para concedérselo a Milán. Una dominación veneciana en el norte de Italia hubiera sido para Florencia no menos peligrosa que la hegemonía milanesa de la época de los Visconti. Puesto que las fuerzas opuestas se encontraban en condiciones de igualdad, y resultaba impro­bable el éxito de una parte u otra, Venecia y Milán acabaron por dedicarse a concluir una paz por separado . La paz, patrocinada por el papa Nicolás V, pre­ocupado por la reciente conquista turca de Constantinopla (1453), fue suscrita luego por los demás beligerantes. En 1455, se estipuló entre Milán, Venecia, Florencia, Roma y Nápo­les, y también bajo patrocinio del papa, un pacto de no agre­sión: la Santísima Liga.


Intervención francesa yfin de la libertad de Italia

La liga así constituida confería una posición preeminente a los cinco Estados mayores, a los que un prolongado proce­so histórico casi había equiparado en poder, tras una serie de luchas infructuosas por el predominio en la península. Este sistema de equilibrio no derivó, pues, de una voluntad de paz y colaboración, sino de una forzada renuncia a con­tinuar las guerras por la hegemonía. Ello dio a Italia cua­renta años de relativa calma, en cuyo transcurso la aristo­crática civilización renacentista pudo desarrollarse magníficamente, pero no superó las condiciones para una reanudación de las hostilidades por el predominio. Italia, más vulnerable a causa de tales disputas, se convirtió en objeto de competencia y conquista para grandes potencias extran­jeras, como la Corona de Aragón y Francia, que progresi­vamente se habían ido introduciendo en el juego político de varios Estados italianos.

Durante sus cuarenta años de existencia, ci sistema de equi­librio sufrió no menos de cinco atentados a manos de sus propios miembros y garantes. El primero siguió a la muer­te de Alfonso V de Aragón y 1 de Nápoles (1458), cuando el papa español Calixto III Borgia (1455-1458) impugnó ci derecho dc sucesión al trono de Nápoles al hijo natural de Alfonso, Fernando 1 o Ferrante (1458-1494), reivindi­cando el reino como feudo de la Iglesia, con objeto de con­fiarlo a uno de sus sobrinos. Idéntica pretensión manifes­tó entonces Renato de Anjou, sostenido por la poderosa facción de la aristocracia francófila. Dio lugar a agitaciones que desembocaron en una lucha que continuó tras la muer­te de Calixto III. La ofensiva francoangevina fue vencida en 1462 enTroia (Apulia), donde Fernando 1, apoyado por Francesco Sforza y por e1 nuevo papa Pío II, aniquiló a su adversario. Una segunda crisis fue provocada por el asesi­nato del sucesor de Francisco Sforza, Galeazzo María (1466-1476). Este suceso determinó una sorda lucha por el poder, que concluyó con la usurpación del ducado por Ludovico el Moro (1480), hermano de Galeazzo María, quien asumió la regencia de su sobrino, el joven Juan Galeazzo (1476-1494). Las ambiciones de Ludovico el Moro iban mucho más allá de los límites que el régimen de equilibrio
permitía a los distintos Estados. Una tercera y más grave per­turbación derivó del atentado a la vida de Lorenzo de Médi­cis, llamado el Magnífico, y de su hermano Julián, que resul­tó muerto. Fue ésta la conjura de los Pazzi (1478), organizada por la familia de este nombre con la colabora­ción de varios adversarios florentinos de la señoría de los Médicis, establecida en Florencia merced a la energía, pers­picacia y magnificencia de Cosme 1 el Viejo (1434-1464), quien la impuso a una república dominada durante mucho tiempo por una dura y discorde ohigarquía burguesa. La polí­tica de Cosme 1 no fue continuada con acierto por su hijo Pedro (1464-1469). Florencia pasó luego a manos de sus jovencísimos nietos Lorenzo y Julián. Mientras tanto, la ciu­dad sufrió la continua amenaza del papa Sixto IV (1471-1484), que apoyó la conjura de los Pazzi porque aspi­raba a constituir en Toscana un Estado para su sobrino Ria­rio. La conjura fracasó, pues el pueblo de Florencia confir­mó su lealtad a los Médicis sublevándose contra los conjurados, entre los que se hallaba el arzobispo de Pisa, y enfrentándose al ataque conjunto de fuerzas papales y napo­litanas. Lorenzo resolvió la crisis trasladándose personalmente a Nápoles y llegando a un acuerdo con Fernando de Ara­gón, lo que disuadió a Sixto IV de proseguir el conflicto. Una cuarta conmoción la produjo la «guerra de Ferrara» (1482-1484), provocada por una alianza de Sixto IV y Vene­cia para derribar a Hércules 1 de Este, duque de Ferrara, y repartirse sus dominios. Nápoles, Florencia y Milán apo­yaron al duque, y los Estados menores se dividieron entre ambos bandos, de modo que toda Italia se vio involucrada en el conflicto. Cuando el papa se dio cuenta de que la mayor beneficiaria de la empresa sería Venecia, molesta vecina de sus territorios de Romaña, abandonó la lucha. De esta for­ma se salvó el ducado de Ferrara, el cual, sin embargo, tuvo que ceder a Venecia el Polesine (paz de Bagnolo, 1484). Por último, la quinta crisis la causó la «conjura de los barones» (1485), una insurrección de la alta nobleza feudal de Nápo­les contra Fernando 1, sostenida pote1 papa Inocencio VIII (1484-1492), quien logró ocupar por algún tiempo Aqui­la, una de las principales ciudades del reino. Apoyado por Ludovico el Moro y por Lorenzo ci Magnífico, el rey sofo­có la revuelta (1486), a la que siguió una dura persecución de barones, una parte de los cuales logró refugiarse en Fran­cia. Desde allí alimentaron las reivindicaciones francoan­gevinas sobre el reino aragonés de Nápoles, recogidas lue­go por Carlos VIII de Francia (1494).

La fracasada vocación de los italianos por la unidad política y la consiguiente «crisis de la libertad de Italia» al final de la Edad Media han sido objeto de un amplio debate historio-gráfico. Sin embargo, no debe olvidarse que precisamente bajo el signo del particularismo, la nación italiana halló, a partir de finales del siglo xi, su camino para el desarrollo político y cívico más característico y fecundo en resultados: las estruc­turas comunales. En este marco, Italia superó con menores sufrimientos y deterioros la crisis económica y social que afee­tó a casi toda Europa en el siglo xiv, y salió de ella con tal vitalidad, que fue capaz de dar nacimiento al grandioso pro­ceso espiritual del Humanismo y del Renacimiento, en el que el factor individualista sigue siendo determinante y decisi­vo. La insensibilidad ético-política respecto a algunos pro­blemas de alcance europeo, como la unidad, contribuyó, aun-
que relativamente, a la «crisis de la libertad>,, pero el moti­vo decisivo fue la inferioridad de las fuerzas defensivas, que ningún acuerdo entre los distintos Estados pudo superar. Bas­te pensar que Francia tenía una población tal vez doble que la de la península. La desproporción se veía acentuada por la fragmentación política italiana.

A partir del siglo XIV, al fraccionamiento y consiguiente debi­lidad política correspondió en Italia, desde donde irradió a toda Europa, una civilización artística e intelectual de ele­vadísimo nivel, que las numerosas cortes principescas y las clases más ricas fomentaron y protegieron. En este medio ita­liano e internacional de eruditos y creadores fue donde, entre la segunda mitad del siglo xv y las primeras décadas del xvi, con figuras como Nicolás de Cusa, Flavio Biondo y Maquia­velo, se formó, como resultado de la confrontación con el pasado, la conciencia histórica de la Edad Media: media aetas, edad de en medio, milenio comprendido entre la ruina de Roma y el crepúsculo de la civilización clásica y la época rena­centista. Emergían los signos de un futuro, que parecía pro­meter una vida menos ardua e infeliz para hombres más capa­ces de hacer progresar el conocimiento del individuo y de la naturaleza, mediante el ejercicio más audaz del intelecto y con la búsqueda y aplicación de técnicas intelectuales y mate­riales más avanzadas y menos influidas por los prejuicios. Los nombres de Leonardo da Vinci, Maquiavelo y Copérnico son símbolos del tránsito del medievo a la edad moderna.



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