sábado, 26 de marzo de 2011

EL IMPACTO DE LA GLOBALIZACIÓN
Comienzo por un hecho obvio pero que conviene recordar: vivimos una época inusitada en la
historia de la humanidad, en términos de la magnitud y velocidad de los cambios de todo orden que
están ocurriendo. Cincuenta, veinte y hasta diez años atrás nadie pudo predecir, o siquiera imaginar,
esos cambios y mucho menos su impacto combinado. A ellos solemos ponerle un nombre, globalización,
que abarca muchas cosas diferentes pero que sin embargo tienen algunos aspectos en común. Uno de
ellos es que en buena parte operan por medio de mercados--de bienes, de servicios y de ideas-casi
siempre imperfectos pero mercados al fin. Otros aspectos comunes implican un movimiento
contrapuesto. Por un lado observamos, objetivamente, el rápido achicamiento del mundo, evidenciado
por la enorme velocidad y amplitud de los bienes materiales e inmateriales que se mueven, cada vez con
menos obstáculos, en el planeta. Por el otro lado, ese achicamiento se contrapone, y en realidad se
complementa, por un aspecto subjetivo: el del ensanchamiento geográfico y temporal con que la
conciencia moderna se piensa a sí misma y a su circunstancia. Cada vez más, mucho de lo que nos
ocurre es originado, o determinado, en ámbitos más amplios y más transnacionales que los de hace
pocos años.
El movimiento combinado del achicamiento objetivo del mundo y del ensanchamiento de
nuestras conciencias produce, sin duda, muchas cosas buenas, algunas de las cuales registraré abajo.
Pero, junto con otros factores que no es del caso analizar aquí, porque no pertenecen directamente a
la problemática de la globalizacion, ella también produce fenómenos que se traducen en la manifiesta
angustia y desorientación contemporáneas. Simplificando puede decirse que estos fenómenos son dos
y están cercanamente relacionados: la sensación que el destino individual, el de muchos de nuestros
emprendimientos y hasta el de los países enteros, está mas influido que nunca por fuerzas y actores que
operan más allá de nuestra capacidad de controlarlas.
El otro fenómeno es la erosión de todo tipo de fronteras, tanto de la vida individual (que antes
podrá concebirse circunscripta a la comunidad o país donde uno vivía) como, y esto es lo que me
importa enfatizar aquí, de los Estados nacionales. Hoy capitales, transacciones, ideas y personas se
mueven por el mundo con lo que hasta hace poco hubiera parecido una inusitada y, en varios sentidos,
inconveniente libertad.

Estos procesos coexisten paradójicamente con otros, también a escala mundial, los de
democratización. Digo que paradójicamente porque, salvo utopías de una ciudadanía mundial que está
muy lejana y de todas maneras no me parece recomendable, la democracia presupone un Estado fuerte
y bien delimitado. No hay democracia sin ciudadanía, y no hay ciudadanía sin la base territorial que
provee el Estado--salvo casos excepcionales, todos somos ciudadanos en tanto somos miembros de
un cierto Estado. Esta ciudadanía no incluye solo él--por cierto muy importante--derecho del libre voto.
También incluye, en la vida cotidiana de la sociedad, derechos y obligaciones que el Estado establece
y garantiza mediante su sistema legal. Además, cuando la ciudadanía se expresa como pueblo o nación,
ella constituye un sistema de solidaridades, un sentido de pertenencia a un "nosotros" que tiene como
central referencia al Estado, a la población y al territorio que aquel delimita.
La erosión de todo tipo de fronteras a la que tiende la globalización se contrapone con lo que
parece ser la tendencia humana a generar y mantener sistemas de solidaridad territorialmente acotados,
incluso la clara delimitación territorial presupuesta por la democracia y la ciudadanía. Esto plantea por
lo menos tres preguntas. La primera, como no luchar autodestructivamente contra los vientos de la
globalización sino más bien, si se me permite la imagen, digerir sus principales consecuencias negativas.
La segunda pregunta es cómo lograr que el Estado sea un techo acogedor para su población, sobre
todo para aquellos que sufren muchos de los perjuicios pero gozan de pocas de las ventajas de la
globalización. Y, tercera, como ir construyendo y expandiendo regímenes democráticos basados en una
ciudadanía que nutre una sociedad civil activa, creativa y autociente de sus derechos y obligaciones.
Estos son desafíos colosales, mucho mayores que los que en su momento debieron enfrentar las viejas
democracias del Norte--aunque ellas también deban hoy preguntarse como encarar estos mismos
problemas. Volveré sobre estos temas, pero antes me permitiré una disgresión.
II. LA MAGNITUD DE LOS CAMBIOS
Dije que vivimos una época signada por cambios de enorme magnitud y rapidez. Estos son
cambios a nivel mundial, que impactan cada rincón del planeta. Aunque retrospectivamente los cambios
ocurridos parecen menores, hubo otra época, aproximadamente entre 1850 y la primera guerra mundial,
cuando también se sintió que una época moría y otra nacía confusa y amenazadoramente. Se trata
entonces de la veloz expansión de la industria, de la urbanización y de la participación política de los
sectores populares en los países centrales y, junto con ella, de la expansión del capitalismo y del
colonialismo a escala propiamente mundial. La consecuente sensación de vértigo llevó a algunas grandes
cabezas a formular sus grandes, clásicas síntesis: Weber, Durkheim, Marx, Darwin, Freud y otros
intentaron encontrar sentido y dirección a la historia que vivían. Aun nos alimentamos de las ideas de
estos genios. Pero estamos condenados a sentirnos lejanos de ellos, no solo por todo lo que ha pasado
y cambiado desde entonces sino también, y sobre todo, porque hoy ya no podemos tener la gran ilusión
que los movía: tener conocimiento suficiente, empírico y teórico, para desentrañar el sentido de la
historia e indicar las líneas generales, pesimistas u optimistas, en las cuales la historia se seguiría
desplegando en el futuro. Hoy sabemos que no podemos saber tanto.
La inmensa complejidad de las sociedades nacionales y de la sociedad mundial en su conjunto
y la magnitud de los cambios que experimentan, prohíben (o hacen fútiles, si no grotescos) intentar
repetir los intentos totalizadores de nuestros geniales predecesores. Sólo conocemos partes, pedazos,
de una sociedad cada vez mas globalizada, y porque globalizada también
también más compleja ymultidimensional. Sabemos, asimismo, que las características de esas partes y, sobre todo, sus posibles
direcciones de cambio dependen no solo de ellas mismas sino también de un complejo y cambiante
conjunto de factores transnacionales e internacionales. Sobre este conjunto, como acabo de decir, no
tenemos, ni creo que lleguemos a tener, la teoría general que nuestros más osados predecesores
creyeron poder formular.
La consecuencia es que líderes políticos y sociales, intelectuales y, lo sepan o no, todos los
habitantes de este mundo de hoy navegamos este huracán de cambios de la globalización casi sin
brújula, con limitados y, demasiadas veces, desactualizados mapas. Tantos cambios y tan pocos mapas
son una de las fuentes principales del malestar de la incertidumbre y desasosiego que tanto se manifiesta
en el mundo actual. Esto es especialmente cierto desde que, no hace mucho, caducó la última gran
ilusión de nuestra época y, con ella, los argumentos, reconozcamos que un poco grotescos, que
finalmente la historia había encontrado su feliz culminación. Me refiero a lo que hace poco, pero parece
que hace tanto, fue la creencia que el colapso del comunismo permitiría que los países convergieran en
un mundo de salidas democracias y prósperas economías.
La resultante angustia ante tormentas que no sabemos como domesticar ni donde nos conducen
tiende a provocar reacciones entendibles pero lamentables. Una de ellas refuerza una tendencia que, por
razones que no voy a examinar aquí, viene de antes: parcelar el conocimiento, hacerse experto de
algo--que muchas veces es importante e interesante--sin querer ni saber preguntarse como ese "algo"
se relaciona con otros temas y problemas. Dicho de otro modo, el conocimiento estrechamente técnico
es indispensable para la reproducción cotidiana de la sociedad, pero es tan incapaz de orientar su
dirección de cambio como de examinar críticamente (es decir, en el largo plazo, constructivamente) esos
cambios. La segunda reacción converge con la primera. Ella consiste en negarse a reconocer la magnitud
de los cambios ocurridos y, sobre esa base, cometer gruesas simplificaciones que no son sino la renuncia
a hacerse cargo de la complejidad del mundo en que vivimos. Tanto el conocimiento estrechamente
tecnificado como las heroicas simplificaciones alimentan serios errores, comenzando por la manera en
que plantean sus propias preguntas.
III. ESTADO Y GLOBALIZACIÓN
Un ejemplo de lo que acabo de decir y sobre el cual me voy a detener en este documento, es
la forma en que, frente a la evidencia de una multiforme y poderosa globalización, frecuentemente se
plantea la cuestión de que es eso que es hoy el Estado, especialmente el Estado de los países mas o
menos periféricos. Hay dos respuestas básicas, igualmente simplistas. Una ignora la globalización y
otros fenómenos conexos; sigue pensando el Estado como una entidad que circunscribe efectivamente
toda la vida política, económica y cultural de una nación. Esto, que nunca fue rigurosamente cierto,
menos aún en nuestros países, es menos cierto que nunca. La otra respuesta se desplaza hacia el polo
opuesto y afirma que el Estado ya no es mas que una ficción que en su lenta agonía entorpece el libre--y
últimamente benéfico-- juego de los bienes, servicios e ideas que la magia del mercado global desata.
Desde hace mucho tiempo nuestros países han estado sujetos a los vientos de la economía, la cultura
y la geopolítica mundial, y esto es hoy mas cierto que nunca. Pero esto no autoriza el Anon sequitur@ de
decretar la muerte del Estado nacional.

Me permito creer que la presente discusión, que tal vez pueda parecer muy abstracta, es
relevante para los temas del proyecto del Banco en el que se inscribe. Las reformas institucionales y sus
normativas no pueden ignorar los contextos, nacionales y transnacionales en los que se llevan a cabo
y dentro de los cuales se determina su efectividad. Hablar, por ejemplo, de democracia (y de su
necesario corolario, ciudadanía), de los diversos poderes del sistema constitucional (incluso los partidos
políticos), de esquemas de integración, de los diversos aspectos implicados por la reforma del poder
judicial, de desarrollo local y regional, de la opinión pública y de la vigencia de la ley, todo esto
presupone hablar del Estado. Y "hablar del Estado" presupone hacerlo desde cierta concepción del
mismo, desde cierta visión del lugar que ocupa en la sociedad nacional y en sus relaciones con otros
Estados así como hoy, también, en este mundo agudo y velozmente globalizado.
Aquí solo puedo ofrecer, en mi intento de superar las simplificaciones ya criticadas, algunas
reflexiones bastante genéricas, con particular referencia a América Latina y el Caribe. Comienzo con
una metáfora en la que insistía mi fallecido colega Jorge F. Sabato: el Estado es una bisagra. Es decir,
es un punto de separación y también de intermediación entre un "adentro" y "afuera," entre lo que en casi
toda América Latina (aunque, para desgracia de ellas, no en otras partes del mundo) ha sido una
sociedad nacional, por un lado, y el mundo exterior a esa sociedad nacional, por el otro. El Estado
aspira a constituir, delimitar y representar esa sociedad nacional, no solo por medio de mapas, fronteras
y embajadas, sino también de símbolos, rituales y edificantes historias incansablemente contadas a
generaciones y generaciones. Además, ya señala que cuando el Estado convive con un régimen
democrático le otorga un componente indispensable: la ciudadanía. Ciudadanos y ciudadanas son
sujetos de derechos emanados de un Estado, que conviven dentro de los límites territoriales demarcados
por dicho Estado, y que por eso mismo gozan del derecho a elegir y ser electos como autoridades
temporales de la población de ese Estado.
No hay ciudadanía sin Estado, ni democracia sin ciudadanía, ni Estado y ciudadanía sin un
territorio y una población claramente delimitados. Esto tal vez parezca contradictorio, pero no lo es, con
otro aspecto de la globalización que me uno a otros en celebrar: los atisbos de emergencia de una
sociedad civil transnacional. Por esto quiero decir el crecimiento de redes de diversos tipos de
asociación que luchan por la vigencia universal de derechos básicos inherentes a las personas y a la
naturaleza. La importancia intrínseca de estas asociaciones no puede ser exagerada. Pero es importante
notar que los progresos efectivos y, sobre todo, duraderos, de estos esfuerzos presuponen no solo
estímulos transnacionales sino también, en cada lugar, ciudadanías activas y conscientes de la validez
de los derechos y obligaciones que promueve la sociedad civil transnacional.
Un tema más amplio que el que acabo de tocar, también más complejo y ambiguo, es que todo Estado
proclama ser una autoridad PARA la nación (o para el pueblo, ampliamente definido). Aunque sería
largo fundamentarlo, me parece claro que, desde siempre y como siempre, la existencia de un Estado
(es decir, de un tipo de autoridad territorialmente delimitado que pretende supremacía en el control de
la violencia en ese ámbito) conlleva la idea de un bien que es público, o común, para todos los habitantes
de ese territorio. Por supuesto, esta pretensión ha dado lugar a numerosos horrores e hipocresías.
Además, cual sería el contenido de ese bien común es la materia prima del conflicto político. Pero, por
otro lado, esa misma pretensión a veces se proyecta convincentemente como encarnación, parcial y
discutible pero encarnación al fin, de una real vocación de servicio por ese bien común. Además, la
pretensión que el Estado sea una entidad orientada hacia el bien común de la población de su territorio
es una demanda de los sujetos a esa autoridad, especialmente cuando, en la democracia, ellos son
mediante su voto los libres co-constituidores de la autoridad de los gobiernos--es decir, de aquellos que
ocupan temporariamente las cumbres del aparato estatal.
Me gustaría repetir de manera algo diferente lo que acabo de decir: el Estado basa su pretensión de ser
aceptado como un sistema de dominación y de coordinación social--es decir, basa su legitimidad--en
convencer, habitual y generalizadamente, que sus acciones se orientan al logro del bien común de la
población que alberga en su territorio. Prueba de esto es que todo discurso político, desde las cumbres
del Estado o desde la oposición, y desde el más sincero al más cínico, proclama ser la mejor manera
posible de alcanzar ese bien común. De una manera o de otra, esos sistemas de poder que llamamos
Estados contemporáneos circunscribieron un territorio y una población y llamaron a esta su nación o su
pueblo, implantaron un sistema legal y ayudaron a escribir y rememorar continuamente su propia historia.
Algunos países tuvieron mayor o menor éxito en esta tarea, y en cada país ha habido importantes
fluctuaciones a lo largo del tiempo. Pero en todos los casos mas o menos exitosos de este doble
proceso de constitución de estados-naciones y de su legitimación en tanto tales, hubo una imagen que
sustenta dicho proceso. Esta imagen--que por supuesto no siempre fue cierta, pero que muchas veces
fue efectiva y eficaz--es que el Estado era verosímil, en el sentido que contaba con poder y voluntad
suficientes para proseguir el logro de alguna versión del bien común del conjunto de su población. La
idea consecuente fue que si no se avanzaba hacia ese logro, era cuestión, tanto bajo democracias como
bajo autoritarismos--aunque por supuesto de diferentes maneras--de cambiar el régimen político
existente o los grupos o partidos que lo dominaban. Pero solo en casos tan extremos como
desgraciados--de los que la antigua Yugoslavia y RuandaBurundi dan testimonio contemporáneo--se
ha llegado a poner en cuestión la capacidad del Estado, y por lo tanto de su propia existencia, como
agente capaz de lograr el bien común del conjunto de la población existente en su territorio.
IV. LOS RETOS DEL ESTADO
Aunque en nuestra región estamos lejos de situaciones catastróficas como las recién señaladas,
me parece importante darnos cuenta que una amenazadora posibilidad es insinuada por la globalización:
la pérdida de verosimilitud, no ya de tal o cual grupo o régimen político, sino del propio Estado nacional
como concentración suficiente de poder y voluntad para la gestión efectiva del bien común de su
población. Me apresuro a aclarar que esa verosimilitud siempre fue un poco mítica, sobre todo en
países como los nuestros, situados en la periferia de los grandes poderes mundiales. Aunque no está
de moda hablar de esto--lo cual es una lástima, porque nos hace perder parte importante aunque
seguramente no la preferida de nuestra historia--diversas formas de dependencia siempre aquejaron a
nuestros países. Pero lo de hoy, quepa o no seguir hablando de dependencia, es mucho más universal,
más difuso, más multidimensional y menos controlable, aún por parte de los grandes poderes mundiales.
El achicamiento del mundo por las comunicaciones y el transporte, la porosidad de las fronteras
nacionales a numerosos procesos económicos y culturales, la instantaneidad de los grandes eventos
políticos y de los movimientos de capital, la expansión de los mercados a actividades antes impensables
o que los Estados excluían celosamente, la velocidad de circulación de las ideas, y la emergencia de
identidades que se definen por encima y más allá del Estado nacional--estos son algunos ejemplos de
una ola de cambios que nos deja atónitos y, sin embargo, con mas necesidad que nunca de entender
y de actuar. Si el Estado moderno pero contemporáneo es aquello que nació y función históricamente
poniendo límites alrededor de territorios y poblaciones, qué papel le queda, le debe quedar, a ese
Estado ante esa inmensa ola que es global, precisamente, porque niega y tiende a arrasar todos los
límites?
Como algunos han observado, la globalización no solo erode esos límites "por arriba," en su
tendencia a aplanar el mundo. También los erode "por abajo," cuando conecta a capitales y trabajadores
(así como a diversas actividades técnicas) de algunas regiones directamente con los mercados
mundiales, con escasa mediación del respectivo Estado nacional. Lo mismo ocurre cuando estos y otros
procesos ligados a la tecnología, cultura y las comunicaciones, desarticulan las clases y otras categorías
sociales, dificultando no solo su acción colectiva sino también su representación en el proceso político,
sobre para aquellas que la globalización impacta mas negativamente. Todo ocurre como si, desde
"arriba" y desde "abajo," se esfumaran las posibilidades de constituir y representar el bien común de una
población cada vez mas fragmentada.
Publicado por Alejandro Garmendia en 6:42
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