lunes, 16 de junio de 2008

Hacia la Primera Guerra Mundial Cris de la Economìa Mundial


El soporte indispensable de este crecimiento concentrado entre finales del siglo xix y la 1 Guerra Mundial fue la interde­pendencia creada entre industria y banca. Los mayores orga­nismos de crédito concedían generosamente préstamos a medio y a largo plazo a las sociedades productoras, propor­cionaban a menudo los capitales de ejercicio y garantizaban la emisión de las obligaciones, asegurándose en contraparti­da un derecho de injerencia y control en los consejos de admi­nistración de numerosisimas empresas industriales y comer­ciales. Como resultado de este proceso, la estructura tradicional de la sociedad alemana sufrió una violenta trans­formación. Mientras un acelerado incremento demográfico hacía pasar los súbditos del imperio de 53 millones en 1900 a67 en 1914, la aparición de las grandes empresas exigía que la población se aglomerara en vastos conjuntos urbanos: así, mientras en 1890 el 47 % de los alemanes vivían en las ciu­dades, en 1900 el índice alcanzaba el 54,3 % y en 1910 el 60 %. Al igual que en el resto del continente, nacía en Ale­mania, favorecida en parte por los largos decenios de crisis agrícola extendida en toda Europa, una nueva civilización
Sa.a de generadores en a fábrica construida en 1911 en Barmbek, Hamourgo, por la A lgemeine Elektric táts
Gesellschaft (AEG), una de las mayores compañias alemanas existentes a principios del siglo xx.
urbana, caracterizada por un crecimiento constante de la pobla­ción, concentrada en áreas metropolitanas cada vez más nume­rosas y extensas, con problemas distintos de los que había cono­cido la sociedad del siglo XIX.

El ritmo de desarrollo de la economía tenía repercusiones de orden cuantitativo (mayor número de bienes en el mercado, productos más perfeccionados, elevación del nivel de vida), pero señalaba el fin de un cierto tipo de relaciones, funda­das en el sueño ilustrado de un libre desarrollo de las ener­gías individuales en todos los sectores de la actividad, desde el político al económico, cultural y científico. Comenzaba a afirmarse el mundo de las grandes masas, con sus exigencias administrativas, asistenciales, organizativas. Fruto de las trans­formaciones de la actividad económica, estos nuevos facto­res afectaron con su carga destructora el ambiente de la pro­ducción y de las relaciones de trabajo, alcanzando después a todo el viejo sistema de las relaciones humanas y a las for­mas tradicionales de conducta política.

El aumento demográfico, rápido y constante en todos los paí­ses del continente a excepción de Francia, constituyó un ele­mento impulsor indispensable para el aparato de produccién, que podía encontrar así un extenso mercado deseoso de satis­facer sus exigencias. La población europea creció a pesar del flujo emigratorio, que se produjo particularmente desde los Estados meridionales y centroorientales, relativamente menos avanzados, hacia otros continentes, sobre todo Amé­rica del Norte. Esta corriente migratoria, al combinarse con la continua búsqueda de inversiones en ultramar por parte de los países más avanzados y ricos en capitales (Gran Bre­taña, Francia y, en segundo lugar, Alemania, Bélgica, Holan­da y Suiza), valorizaba los recursos de territorios hasta enton­ces no utilizados desde el punto de vista productivo, contribuyendo así decididamente a la ulterior expansión del Sistema económico europeo. Europa contaba, en consecuencia, con fuerza para comprometer y plegar a sus necesidades indus­triales y financieras todo el globo terrestre. Zonas cada vez más lejanas y periféricas del mundo se destinaban para pro­ducir los alimentos de las grandes urbes y el suministro de las materias primas indispensables para la creciente voraci­dad de los ritmos de expansión de la industria continental. El sistema económico europeo asumía una dimensión mun­dial, y la interdependencia de la máquina productiva del Vie­jo Continente. con los flujos de suministros de bienes y ser­vicios ofrecidos por los países en formación, se hacía indispensable.

La tasa de crecimiento del comercio internacional, con las mayores potencias europeas a la cabeza, proporciona la medi­da global de la unión existente entre los diversos sectores de la economía mundial. Gran Bretaña aumentó el valor total de sus intercambios con el exterior de 17.000 millones de libras esterlinas en 1880 a más de 30.000 en 1913. Francia,
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que había permanecido estática en los últimos veinte años del siglo, llegó en 1913 a doblar casi el volumen de su comer­cio internacional. Aún más prodigioso es el progreso del comercio alemán: 7.500 millones en 1880, 13.500 en 1900 y 26.500 trece años después.

El indispensable soporte de esta multilateralidad de inter­cambios era la existencia de un sistema de pagos y transfe­rencias de capitales sustraído totalmente a vínculos y limi­taciones sectoriales o nacionales. Gran Bretaña, fiel todavía a los principios librecambistas, fue el gozne de este cuadro económico-financiero de dimensiones mundiales. La libra esterlina era el medio de pago más común; los bancos de la City e1 barrio financiero de Londres, tenían agencias y repre­sentantes en todos los países y estaban siempre dispuestos a invertir, a corto plazo. ingentes sumas de capital en iniciati­vas económicas de cualquier parte del mundo. La suma de inversiones en el exterior era cada año casi equivalente al total de los intereses y dividendos que procedían de los capitales colocados fuera de los límites de Gran Bretaña. La mayor par­te del flujo de bienes, servicios y divisas que se desplazaban de un país a otro pasaba directa o indirectamente por los cana­les administrativos de Londres, que realizaban un papel indis­cutible de reguladores supremos del mecanismo económico internacional, asegurando de este modo su estabilidad y con­tinuidad.

En los primeros quince años del siglo hubo deficiencias, movi­mientos en falso de un engranaje que basaba toda su solidez en la ilimitada posibilidad británica de mantener un eleva­do flujo de remesas del exterior, hasta el punto de equilibrar su balanza comercial y cubrir al mismo tiempo la necesidad de capitales de los territorios en valorización, evitando así que disminuyera la rentabilidad de las sumas invertidas, motor primario de todo el sistema económico mundial. No falta­ban factores inquietantes para el futuro, como el papel que iban asumiendo en la realidad internacional algunos países «nuevos«, como Estados Unidos y Japón, la lenta disminu­ción de la importancia relativa de Gran Bretaña en el con­junto del comercio mundial, la crisis agrícola, la dificultad del aparato industrial en hacer suyas las nuevas tecnologías, respecto a sistemas productivos que habían llegado enton­ces a la revolución y al despegue industrial.

Las fuerzas que, por el contrario, sacudirían profundamen­te este ~
Al restringirse los espacios libres para la dominación del Vie­jo Continente, aumentaban las ocasiones de roce entre los sistemas imperialistas opuestos, hasta el punto de que la moti­vación económica para la conquista de territorios de ultra­mar se presentaba siempre unida inextricablemente a razo­nes de orden estratégico-político y de orgullo nacional. La
interdependencia económica del mundo acabó así pore potencialmente en contradicción con las condiciones deo sarrollo extraordinario que aquélla favorecía. Esto no ~ mente potel riesgo de enfrentamientos coloniales, fácilmen relacionables con las habituales tensiones existentes entri potencias continentales, sino por la progresiva aparición... los problemas específicos de estos mundos nuevos en lai ma Europa. Llamados por ésta a contribuir a las fuerzas ~I pulsoras de la creciente industrialización, los territorios ultramar, utilizando las técnicas importadas y valiénd un peso demográfico en impresionante aumento, comenza­ban a situarse en la escena internacional como centros autó­nomos de producción y de poder, con problemas e intere ses que influían en la balanza de los equilibrios internacional~ en mayor medida respecto a los esquemas habituales de la tradicional confrontación diplomatica. Son significativas a este propósito las primeras voces de dis­conformidad que comenzaron a levantarse ene1 interior del propio Imperio británico, donde a través del sistema de los dominions (Estados autónomos subordinados a la Corona bri­tánica) se pensaba realizar mejor la integración y la subdivi­sión de tareas entre la metrópoli y los territorios de ultramar. Sin embargo, era inevitable que estos territorios, incluso los ,,blancos«, como Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Su­dáfrica, empeñados de forma cada vez más amplia y com­pleja en el desarrollo económico, se mostraran impacientes frente a cualquier condicionamiento de la metrópoli. Una vez más, las necesidades impuestas por una expansión pro­ductiva capaz de comprometer todos los recursos y las ener­gías existentes en el mundo acabaron por volverse sobre sí mismas, modificando sus presupuestos y haciendo inalcan­zables los objetivos. Esta insalvable contradicción, empujando a las fuerzas alimentadas por el industrialismo a minar los fundamentos mismos del sistema que las había generado, pro­dujo sus efectos en el interior de todos los sistemas políticos y sociales de los países económicamente más avanzados. El proceso de concentración de las grandes empresas constitu­yó la base de la unión y reforzamiento de las masas proleta­rias, reunidas en partidos rígidos y poderosos, preparados para oponerse resueltamente a la burguesía en el poder. Frente a las exigencias de estos grupos humanos, el Estado debió inter­venir en la vida pública para proporcionar, a través del per­feccionamiento de la legislación social, un mínimo de segu­ridad y de garantías a las masas de trabajadores sometidas a los ritmos extenuantes de las fábricas y enfrentados a los pro­blemas creados por una urbanización agobiante. El sufragio universal, difundido ya por todas partes, y la con­siguiente afirmación de los partidos de masas incrementa­ron la presión de las clases más numerosas sobre los órganos del Estado, haciendo inevitable una intervención, que la diná­mica del desarrollo industrial reclamaba con insistencia. Las necesidades financieras de las grandes concentraciones, el impulso hacia la apertura de nuevas salidas y nuevos merca­dos de ultramar, el interés del Estado en no olvidar iniciati­vas económicas que afectaban a decenas de millares de ciu­dadanos, y la dificultad para los órganos de gobierno en resistir a las demandas de protección de aparatos industriales y finan­cieros tan poderosos facilitaron una especie de coparticipa­ción de la autoridad pública en las iniciativas económicas pri­vadas. El acelerado desarrollo de la industria alemana, estrechamente vinculada a los programas de expansión de­eados por la clase política, constituyó el ejemplo más evi­dente y significativo. El Estado liberal y burgués, fundado

el desarrollo autónomo de las energías individuales y en el desinterés de las autoridades públicas por la realidad eco­omico-social subyacente, estaba declinando a causa de la ujanza de la naciente civilización.



Hacia una «política mundial»:
China y las grandes potencias

Las características de interdependencia propias de las rela­ciones económicas entre los diversos países, ligadas a la difu­sión de un rápido y eficaz sistema de comunicaciones, amplia­ron el restringido horizonte de la tradicional diplomacia europea. Al comienzo del nuevo siglo resultó cada vez más difícil seguir tratando los problemas de ultramar exclusiva­mente como apéndices y proyecciones de las alianzas y ten­siones desarrolladas en el contexto de los equilibrios euro­peos. El esfuerzo colonizador de las viejas potencias había dado vida a una realidad nueva, capaz a la larga de impo­nerse sobre los tradicionales esquemas de la diplomacia mundial. La expansión del Viejo Continente acabó por suscitar las energías de dos nuevos colosos extraeuropeos, Estados Unidos y Japón, ambos en condiciones de desplazar decisi­vamente el centro de gravedad del poder internacional. En la crisis que había estallado durante aquellos años en Extre­mo Oriente se evidenció la diversidad del nuevo cuadro de relaciones interestatales, derivado de la multiplicidad de cen­Eros de poder y de interés: Europa ya no podía considerar-se el pilar del mundo ni pretender subordinar todas sus ini­ciativas diplomáticas a los problemas del equilibrio continental. Se veía obligada a tener en cuenta la consoli­dación de una realidad de fuerzas y energías fuera de sus lími­tes territoriales, susceptibles ya de restringir su margen de acción política y economica.

Sin embargo, precisamente a principios del siglo xx, Euro­pa dio una clamorosa demostración de su superioridad en Extremo Oriente: la lección a los rebeldes chinos, hostiles a la penetración blanca en su país y acusados del asesinato del representante diplomático alemán. En realidad, aquella empresa fue un intento de cubrir con la falsa unanimidad de una acción militar conjunta las suspicacias mutuas, mas que la composición coherente de las discordias existentes entre
los mayores países colonialistas. Estas divisiones habían de provocar en el futuro la participación, en provecho de una parte y otra, de las fuerzas extraeuropeas que gravitaban direc­tamente en el área del Pacífico, desde Japón a Estados Uni­dos, que en el curso de unos pocos años lograron desplazar de sus posiciones de privilegio a los Estados del Viejo Con­tinente.

Frente a la súbita difusión por toda China, entre finales de 1899 y los primeros meses de 1900, de acciones criminales contra bienes y residentes extranjeros, perpetradas potel movi­miento xenófobo de los boxers, apoyado cada vez más abier­tamente en la corte de Pekín, las potencias europeas decidieron enviar un cuerpo expedicionario común bajo el mando del general alemán Von Waldersee, al que Guillermo II confié la misión de comportarse, en nombre de la salvaguarda de la civilización occidental, del mismo modo que hizo famo­sos a los hunos de Atila. Las bandas rebeldes y las fuerzas impe­riales que se habían alineado con los insurgentes fueron arro­lladas en pocas semanas y las legaciones de Pekín pudieron ser liberadas del asedio (agosto de 1900).

Pero la escasa coordinación operativa con las formaciones rusas, frente a la solidaridad de las restantes tropas invasoras, rea­vivó los resentimientos y las disputas. Resultó evidente que el Gobierno ruso intentaba proseguir una política expan­sionista autónoma en Extremo Oriente, opinión refrendada por la construcción del ferrocarril en Manchuria. Los ambi­ciosos programas del ministro de finanzas 5. J. Witte, enca­minados a una continua ampliación del poderío ruso en Asia mediante vastas iniciativas económicas, sostenidas por una paciente preparación diplomática, obtuvieron un nuevo impul­so tras el éxito de las operaciones militares. Éstas conferían nuevo espacio a los más resueltos y aventurados planes de los jefes militares, convencidos de poder realizar inmediatamente por medio de las armas lo que White estaba persiguiendo mediante la diplomacia, fundamentada en el compromiso internacional y en la negociación.

El comportamiento independiente del Gobierno zarista ofen­dió a Guillermo II y alarmó a Gran Bretaña, cuyos intereses en Oriente se veían amenazados por la tendencia rusa a impo­ner su influencia exclusiva sobre el continente asiático tan­to en China como en Persia. Añádase el reciente reforzamiento, en el mismo 1900, de las cláusulas de ayuda militar recíproca previsto por la Duplice entre París y Petersburgo que se diri­gían explícitamente contra una Gran Bretaña empeñada a fondo en la guerra aún activa de Sudáfrica. Londres y Ber­lín reanudaron con mayor vigor las negociaciones para con­certar una alianza, fracasadas en los últimos años del siglo xix. En octubre de 1900 se llegó a la firma de la convención del Yang-tsé Kiang, que venía a corroborar el principio de la «puer­a en China al comercio de todas las naciones y de dad de conservar la integridad territorial del Celeslo.id, el acuerdo, más que el punto de partida para ~in unánime y coordinada de las dos potencias, seña­:aso definitivo de todos los sueños encaminados a sr un lazo «naturaL entre anglosajones y alemanes, con apasionado y obstinado vigor, entre otros, por ro de las colonias Joseph Chamberlain. Ante la prue­cebos, resultó evidente el fondo de contradicciones dades en que se había intentado insertar el acuer­Bretaña quería jugar la carta alemana en función ~a defender sus intereses concretos en Extremo• y Alemania, por su parte, no podía ciertame •se a una confrontación en su frontera oriental sin una contrapartida específica. Su plan era

vasto y sólo contemplaba marginalmente el área En efecto, Berlín partía de la consideración de que miento anglo-ruso era inevitable, e intentaba man­sición intermedia, casi arbitral, entre los dos con­presionando según las circunstancias sobre uno a debilitar la unión entre Petersburgo y París y ~er del Gobierno británico el indispensable asen­ara un rol a escala mundial de Alemania. El pro-construcciones navales, iniciado en 1898 por ini-ministro de Marina, almirante Von Tirpitz, no podido llevar a cabo con una decidida oposición :taña. Era un plan ambicioso fundado en el cons­
tante aumento del potencial militar alemán para dar soli­dez a la posición mundial de Alemania, en la certeza de que la confrontación anglo-rusa fuera de Europa obligaría a Lon­dres a aceptar las condiciones puestas por Berlín.

La convención de octubre no desmentía esta línea diplo­mática, ya que Alemania, a diferencia del otro signatario, la interpretaba como limitada a las regiones de China de interés no directo para la expansión rusa: el mismo canci­ller Von Bülow admitió explícitamente en el Reichstag, en marzo de 1901, el desinterés de Alemania por la suerte de Manchuria. Fue totalmente inútil, por tanto, la reanuda­ción del diálogo entre Londres y Berlín. Alemania, en la cer­teza de que el tiempo jugaría totalmente a favor de los obje­tivos alemanes, pretendió aumentar el precio de una eventual colaboración con Gran Bretaña: Londres debería entrar formalmente en la Triple Alianza, aceptando todas las cargas y condiciones.



Japón, Rusia y Gran Bretaña

La imprevista aparición de un factor extraño a los habitua­les esquemas internacionales hizo saltar entonces los presu­puestos del programa diplomático alemán. En efecto, ante la tentativa rusa de conservar el control militar sobre Man-churia, adquirido en los meses de la intervención contra los boxers, Japón pretendió vislumbrar una amenaza potencial para sus intereses en Corea. Se delineó así una convergen­cia de intereses en función antirrusa entre Gran Bretaña y Japón; tras una última tentativa de compromiso entre Tokio y Petersburgo, frustrada por la intransigencia rusa, se llegó a la firma de una alianza entre los dos países (30 de enero de 1902). Comprometiéndose a la neutralidad en caso de guerra para la defensa de las respectivas posiciones en Chi­na entre uno de los dos países firmantes y otras potencias enemigas, Gran Bretaña y Japón intentaban aislar a Rusia en aquel sector, haciendo extremadamente peligrosa para Francia una eventual ayuda a la aliada de la Duplice. El minis­tro de Asuntos Exteriores inglés H. C. Lansdowne podía augurar una consolidación de los intereses de su Gobierno en Extremo Oriente y alegrarse por haber conjurado defi­nitivamente el peligro de una unión ruso-japonesa, que habría excluido la influencia de cualquier otra potencia. En reali­dad, la alianza era el signo más evidente del cambio en el
equilibrio diplomático mundial. Londres, al unirse aTokio, daba fe de la existencia de un nuevo interlocutor diplomá­rico y mostraba en la práctica la imposibilidad para las poten­cias tradicionales de seguir rigiendo la suerte y los destinos del mundo, frente a las energías nuevas de otros países, suma­dos en los decenios precedentes, al torbellino de la civiliza­ción industrial. Japón, por su parte, alcanzaba así un sólido apoyo diplomático a su política de expansión, que le permitía tratar con Rusia desde posiciones de fuerza, si bien el aumento de la tensión entre los dos países era debido a la iniciativa de Petersbur­go. En el verano de 1903 predominaba en la corte Yarista el partido favorable a una expansión militar en Extremo Orien­te. El ministro de Finanzas Witte hubo de dimitir y la reti­rada de las tropas rusas de Manchuria, prevista en una con­vención con China, fue suspendida y subordinada a condiciones difícilmente aceptables. El Gobierno japonés intentó aún la difícil vía de las negociaciones, pero ningu­na de las dos partes estaba ya dispuesta a llegar a un acuer­do sobre la base del reconocimiento de la pertenencia de Manchuria a la esfera de influencia rusa y de Corea a la del Japón. Al darse cuenta del callejón sin salida en que habían entra­do las negociaciones, los japoneses rompieron las relaciones diplomáticas con Petersburgo, yel 8 de febrero de 1904, anti­cipándose a la declaración formal de guerra, atacaron a la flota rusa fondeada en Port Arthur.

Demostrando el nivel de preparación técnica alcanzado y apro­vechándose de indudables ventajas logísticas, los japoneses derrotaron a los rusos por tierra (Mukden, febrero-marzo de 1905) y por mar (Tsushima, 27 de mayo), pero aceptaron, en previsión de probables dificultades económicas en caso de continuar la guerra, la mediación de Estados Unidos por la paz. Mientras tanto, la posición de Tokio en el plano diplo­mático se había reforzado notablemente, ya que se amplia­ron los vínculos de alianza con Londres, sobre todo en los sectores garantizados recíprocamente y en el mecanismo de
intervención mutua. A Rusia, militarmente agotada y sacu­dida en su estructura autocrática por el estallido revolucio­nario de enero de 1905, que había acercado por un momen­to a la burguesía progresista a las aspiraciones sociales expresadas en los primeros soviets surgidos en todo el país, no le quedaba más remedio que adherirse a las propuestas de negociaciones de paz, concluidas el 5 de septiembre de 1905 con la firma del tratado de Portsmouth (Estados Uni­dos). Rusia reconocía la influencia exclusiva japonesa en Corea, cedía a Tokio la zona arrendada en Liao-tung, incluido Port Arthur, y la mitad meridional de la isla de Sajalin, así como el ferrocarril y las concesiones en Manchuria, de la que se comprometía a retirar sus tropas. El papel de Japón como gran potencia, con una amplia esfera de influencia y de inte­reses en el área del Pacífico, era definitiva y públicamente reco­nocido, mientras que Rusia se veía obligada a replegarse a Europa y el mismo papel británico se veía disminuido por el ascenso de su aliado, que demostraba estar en condicio­nes de actuar en primera persona sin subordinar sus opcio­nes a la protección exterior. reconocimiento chino de las cláusulas del tratado de outh, el problema de Corea se encaminó hacia su inevs­inclusión al extenderse el control japonés sobre el rei­ano tanto en la política externa como la interna, has-en 1910 Corea fue definitivamente anexionada al nipón. La penetración en Manchuria se consolidó ontribución de la propia Rusia, que en 1907 definió ciones en la región con su antiguo enemigo sobre la un reparto que reconocía el predominio de los mee­~os en el norte y de los japoneses en el sur. El expan­io de Tokio ya no tenía nada que temer de una Rusia solamente de conservar sus posiciones.

EO adversario potencial, interesado también en una n creciente en las regiones del Pacífico, estaba repre­or el agresivo poder industrial y financiero de Esta-recurriera a esta potencia como árbitro en la gue­respondía, en efecto, a la exigencia objetiva en la sistematización de China a la otra fuerza que en la política mundial, capaz junto con Japón, de su ley en el área extremo-oriental. Ya durante los nientos relacionados con la sublevación de los boxe de Washington se había preocupado de reafir­ite a la intervención de las potencias en China, lo a presagiar una partición territorial, el interés de idos por el mantenimiento de la integridad del rio como garantía de la igualdad de posibilida­tercio para todos los países. El rechazo de los méto­tradicionalmente usados por los Estados del tinente era completo, ya que resultaba lesivo para económicos constantemente dirigidos hacia nue­los, y era contrario al espíritu democrático e igua­libre América, nacida de la guerra de la inde­No por ello Estados Unidos, privado ya de espacios ira colonizar, rechazaba una política de expansión .s fronteras, indispensable para su colosal aparato en continuo desarrollo.



Unidos, potencia mundial

España en 1898 significó la revelación del expan­nericano, que sustituyó poco después a Gran Bre­ntrol de América Central. El tratado Hay-Paun­noviembre de 1901) sancionó, en efecto, el fin iiriio» de las dos potencias en el Caribe, en vis­vechamiento paritario del proyectado canal inte­este sector, el papel mundial de Gran Breta­se había remoldeado: las dificultades encontradas en la guerra contra los bóers, vencida a costa de grandes sacrificios y sólo concluida en 1902 con la paz de Pretoria, impusieron al Gobierno de Londres la necesidad de elegir objetivos prioritarios entre sus intereses intercon­tinentales, indefendibles simultáneamente. Esta elección, impensable hacía sólo unos años, tenía lugar en un clima inter­nacional en el que sobre la opinión pública europea (inclui­da la británica) pesaban las repercusiones de la impopulari­dad de una guerra contra una población blanca que defendía valerosamente su independencia. Los mismos fundamentos de la política imperial eran objeto de acusación y pareció por un momento que los otros Estados europeos querían apro­vechar las dificultades británicas para aliarse contra la poten­cia del otro lado del canal de la Mancha. El mito de una hipar­tición completa de la línea diplomática británica entre los grandes programas de conquista al otro lado de los mares, por una parte, y un limitado compromiso de administración regular en el continente, por otra, declinaba para siempre ante esta peligrosa interferencia de ambos sectores de acción en un momento particularmente difícil.

El significado de la retirada de la »flota del Caribe» fue com prendido en toda su importancia cuando, en 1903, Alemai pretendió imponer a Venezuela sus razones de país acm dor. La reacción de Estados Unidos fue inmediata: se pus la flota en estado de alarma para proteger las costas vej zolanas de un eventual desembarco alemán que el Kaisc: n estas condiciones, se abstuvo de ordenar. Este reveló la nueva conciencia de la propia fuerza y de la -pia identidad nacional que inspiraba la política estadouni. dense. Desde 1901, por otra parte, Estados Unidos habf~ encontrado un presidente capaz de asumir todas las con­tradicciones de una sociedad despiadadamente individua­lista y arrogante, pero también sincera y profundamente liga­da a los principios de libertad y al método democrático, orientada al beneficio económico y a la acumulación de rique­za, pero con el sentido profundo de un deber moral a rea­lizar. Theodore Roosevelt fue el enérgico y hábil campeón de esta América multiforme en continua transformación, Pro­pugnador tenaz del derecho estadounidense a la expansión en el mundo y decidido a imponer por la fuerza, como suce­dió en la República Dominicana (1905), la defensa de los intereses y de las inversiones exteriores de los capitalistas, supo también emprender una victoriosa batalla contra el des­mesurado poder de los grandes trusts monopolistas; defen­:recsmsento industrial del país, denunció, sin con violencia las sórdidas condiciones de vida de de las fábricas de Chicago. En política exterior, estaba firmemente convencido de la necesidad de un papel en los acontecimientos internacionales isus dimensiones materiales y a su grandeza moral. e al Senado de diciembre de 1904 renovó pro­te la »doctrina Monroe>’; a partir de entonces ya mnsiderada sólo como defensa del continente ame­~nte a intromisiones europeas, sino como derecho idense de interferencia en la política interna de los

soamericanos para garantizar el respeto de cier­iones de democratización de las que Estados Uní­tvertía en árbitro supremo. Washington reclama­D, un auténtico derecho de «policía internacional,,, conferencias panamericanas proporcionaban una iota democrática y de aparente igualdad entre los Continente.

en 1903 el problema del canal entre el Atlántico ~ que debía construirse a través del istmo de Pana­un tratado que preveía la concesión, por parre de lica panameña, del derecho de construcción y ges-vía de agua, Estados Unidos procuró influir cada vez más sobre los acontecimientos de las regiones que gra­vitaban alrededor del océano Pacífico. Si en un primer momento Gobierno y opinión pública estuvieron comple­tamente de parte de Japón, apreciado como freno para el colonialismo ruso, cuando la victoria de las armas «amari­llas» adquirió dimensiones inesperadas, hasta el punto de sus­tituir la influencia del imperialismo tradicional europeo por el japonés, la actitud de Washington cambió radicalmente e intentó, sin éxito, concertar con las otras potencias inte­resadas una reafirmación del principio de la «puerta abier­ta». Los ambientes militaristas y nacionalistas de Tokio inter­pretaron la misma mediación de l~ortsmouth como una tentativa de limitar el alcance de la victoria conquistada en los campos de batalla. Los nuevos protagonistas de la lucha por la influencia sobre el Pacífico estaban ya abiertamente enfrentados y las potencias europeas sólo podían alinearse con uno u otro en posición pasiva, de resistencia a las ini­ciativas expansionistas de los otros, para conservar el statu quo más que para extender las propias zonas de control.

En aquellos años el juego de alianzas, condicionado por los problemas del equilibrio europeo y estimulado por los ensa­yos
desplazar la influencia del capital europeo mediante un con­tinuo flujo de inversiones en las regiones chinas, favoreció sin duda a Japón, reconciliado ya con Rusia, próximo a Fran­cia a través de aquélla, y vinculado a Gran Bretaña por la alianza renovada por tercera y última vez en 1911.

Solamente Alemania intentaba tímidas aproximaciones a la diplomacia estadounidense, más para salir del aislamiento en que se encontraba en Extremo Oriente que para llevar a cabo una organizada línea de estrategia internacional. Tras un efimero afán de compromiso por lograr un reconocimiento recíproco de las zonas de influencia conquistadas, creció la tensión entre Japón y Estados Unidos, favorecida en parte por la desconfiada legislación americana que limitaba la inmi­gración «amarilla» a las costas del Pacífico. A las iniciativas japonesas en Manchuria, la nueva administración estadou­nidense dirigida por el presidente William H. Taft (1909-1913) respondió apoyando una fuerte penetración financiera en el interior del Imperio chino; pero ésta no obtu­vo apenas resultados prácticos, ya que fue acogida con extre­
ma desconfianza por los capitalistas anglo-franceses, hosti­les hacia su nuevo y poderoso competidor, y consolidé, en cambio, los lazos entre los Gobiernos de Tokio y Petersburgo. Un tratado posterior firmado en 1912 confirmaba, en efec­to, la atribución de Mongolia Exterior a la zona de influen­cia rusa, y establecía el reparto de Mongolia Interior en sec­rotes de dominio compartido entre los dos países.

Además, el impulso conjunto del gran capital internacional, unido en consorcios financieros para proporcionar a ladinas-tía manchú los medios necesarios para llevar a cabo vastos programas de modernización, particularmente en lo con­cerniente al sector ferroviario, hizo explotar las contradic­ciones del régimen chino, modificando ci cuadro político del que hasta entonces se habían beneficiado las grandes potencias.



La crisis de China

Tras la revuelta de los boxers, el Gobierno de Pekín había intentado la vía de las reformas para consolidar su precaria autoridad. La ineficaz burocracia imperial fue reorganiza­da, se mejoró el sistema escolar, se modernizó ci ejército, se construyeron 10.000 kilómetros de ferrocarriles, se estimulé)llo de las industrias e incluso el ordenamiento ms­sufrió algunas tímidas transformaciones, en vis-ura formación de una auténtica monarquía cons­u. Pero estas iniciativas no eran suficientes para las neraciones revolucionarias e incluso los reformistas, en contacto con la civilización occidental, choca­los ambientes nacionalistas y los intereses y privi­ales.tiento de oposición a la dinastía encontró en Sun ~66-1925) al jefe capaz de darle una organización a T’ung-meng-hui (<~Liga general»), fundada en 1905 igrama de expulsar al emperador manchú y devol­ís a los chinos, instituyendo un régimen republi­:realizara una redistribución de la tierra. La revuel­en Wu-chang (1911), tomando como pretexto el nstruccuones ferroviarias, financiado por el con-as bancas extranjeras. La dinastía confió su suer­acidad militar de Yüan Shih-k’ai, quien trató con rebeldes, que habían proclamado la república bajo ncia de Sun Yat-sen. Aprovechando el respaldo de armadas controladas por él, Yüan convenció al r de que debía abdicar e indujo a los rebeldes a presidencia de la República (1912). El final de manchú no sobrevenía, por tanto, bajo el signo :ion triunfante, sino que sufría los condiciona­los ambientes conservadores, amenazados por los proyectos reformistas de la dinastía. No tardaron en esta­llar desacuerdos entre las fuerzas que habían abatido al impe­rio: Yüan disolvió la Asamblea parlamentaria y persiguió a los miembros del partido de la mayoría, el Kuo-min-tang, orientado hacia la formación de un régimen parlamentario efectivo fundado sobre un ejecutivo responsable ante la Asam­blea electiva. Los problemas de la ordenación política y social de la China postimperial quedaban sin solución, mientras que las potencias se apresuraban a sostener al nuevo régi­men, recreando, por tanto, esta vez en desventaja suya, las condiciones que habían contribuido algunos años antes a su éxito entre la población china.

La Entente entre las dos orillas
del canal de la Mancha
Las continuas tensiones que se sucedían en los territorios de ultramar provocaron en Europa, y sobre todo en Gran Bre­taña, directamente involucrada en estos acontecimientos, una sensación de inseguridad que aconsejó la liquidación de todas las cuestiones pendientes, la prudente consolidación del alcanzado y el fin de la afanosa carrera de la expan­sión por el mundo, prolongada en los últimos decenios de una manera que hacía precario el control de las conquistas efectuadas. A esta necesidad de «poner fronteras» al imperio se añadió la exigencia de considerar con mayor atención los desequilibrios europeos, sometidos a la presión del agresivo encumbramiento de la potencia militar y económica del impe­rio alemán. El mantenimiento de una «misión mundial» supe­rior, en el que los problemas europeos figuraran como ele­mento de un cuadro más vasto de estrategia general, era ya imposible. La reducción de los márgenes de acción más allá de los mares y el deterioro potencial de las relaciones de fuer­za en Europa obligaban a la diplomacia de las grandes poten­cias a ponerse a la defensiva, intentando reforzarse en el Vie­jo Continente.Dentro de esta perspectiva se explica el deseo de las dos mayo­res naciones imperialistas, Francia y Gran Bretaña, de llegar a un replanteamiento de los problemas aún existentes entre ambas, que habían alimentado un largo estado de tensión entre las dos riberas del canal de la Mancha. El punto de par­tida de las negociaciones fue la voluntad de Francia de lle­var a término su aspiración de dar continuidad territorial a sus posesiones norteafricanas, poniendo bajo su control nitivo Marruecos, aún confiado a la autoridad del sultán. llegar a ello, París estaba dispuesto a abandonar sus rei dicaciones sobre Egipto y a abrir negociaciones sobre las cuestiones pendientes.

Las negociaciones, comenzadas en agosto de 1902 y favo ctdas por el clima de distensión propiciado por lavisitaaP del nuevo rey Eduardo VII (1901-1910), seguida al cabo poco tiempo por la del presidente francés Émile Loubeta

dres, se prolongaron durante meses concluyendo con un do global el 8 de abril de 1904. El estallido de la guie ruso-japonesa y el temor de encontrarse en frentes opues a causa del juego de las alianzas puso término a las últi vacilaciones en los dos Gobiernos. La cuestión más impo tante fue la relativa a las áreas de dominación de Egipto Marruecos.
Francia consintió en que Egipto se convirtiera, a discreció en un protectorado británico; recíprocamente, Londres per mitió que Francia impusiese a Marruecos su protectora cuando lo considerase oportuno. No obstante, la Entente cor dial de 1904 no equivalía a una alianza: G tan Bretaña se reser­vaba, en caso de una eventual crisis europea, la libertad d decisión.

Pronto las repercusiones del conflicto entre Rusia y Japón~ pusieron a prueba a la Entenre. En octubre de 1904, la flo­ta rusa del Báltico, en ruta hacia Extremo Oriente, mientras atravesaba el mar del Norte, cerca de Dogger Bank y frente a Hull, confundió algunos pesqueros ingleses con navíos de guerra y abrió fuego. La intervención moderadora de la diplo­macia francesa, convenciendo a Rusia de que ofreciera inme­diatas excusas y reparaciones a Gran Bretaña, resolvió el inci­dente. Quedó así bloqueado el intento de Alemania de aprovechar la fricción entre Londres y Petersburgo, ofreciendo su apoyo a Rusia contra Gran Bretaña: su éxito habría arras­trado a Francia a una liga continental ruso-alemana, rom­piendo la Entente, o, en caso de negativa de París, habría des. hecho la Dúplice franco-rusa. Alemania, al resolverse las tradicionales controversias coloniales entre Francia y Gran Bretaña, vio cómo tomaba cuerpo el peligro de verse cerca­da; era, por tanto, fundamental para Berlín poner a prueba el alcance y la solidez de la Entente de 1904. Para ello, fra­casada la aproximación a Rusia, provocó una crisis en las tela. cuones europeas.



La crisis marroquí

La penetración francesa en Marruecos pareció al canciller Vot Bülow la ocasión propicia, mientras Rusia se veía dramáti camente absorbida en Extremo Oriente, para oponerse ala as de París y constatar así hasta qué punto Gran Bre­taba dispuesta a arriesgarse en un conflicto con Ale­Dara evitar una humillación al país con el que se aca­reconciliar. Apelando a la convención de Madrid del io de 1880, que declaraba Marruecos abierto a la ja de todas las potencias, Alemania impugnó el acuer­:o-británico de 1904 y decidió apoyar al sultán de ;os en su resistencia a la penetración francesa: en mar-05, Guillermo II realizó una visita a Tánger para manu­solidaridad y su apoyo al sultán.

se declaró dispuesta a discutir el problema de even­)mpensaciones alemanas en una negociación bilate­tsbio del reconocimiento de sus intereses en Marrue­la lógica prosecución de la línea diplomática seguida ;tro de Asuntos Exteriores francés T. Delcassé de er una red de acuerdos bilaterales, además del firmado tdres, para garantizar los derechos de París en la región. :tubre de 1904 Francia reconocía a España una doble nfluencia en Marruecos, al Norte —un tanto dis­respecto de la propuesta de 1902, que España no ptar, y que incluía entonces Tánger y Fez— y al sur iada atlántica —Río de Oro—. También con Italia tun acuerdo, el 10 de julio de 1902, pote1 que, a 1 reconocimiento francés de la facultad de asegu­bosesión de Tripolitania y Cirenaica, Italia recono­ereses franceses en Marruecos; este acuerdo san­e1 progresivo acercamiento entre ambos países, a la Triple Alianza su pronunciado carácter ano­spondió con la propuesta de reunir una conferen­.cional, poniendo a Francia frente a una dificil alter­aceptaba, renunciaría implícitamente a las venta-acuerdos de 1904 le aseguraban en exclusiva en s, dejando en cambio a Gran Bretaña libre de por­n Egipto; si rechazaba la propuesta alemana, ello a un desafío. El forcejeo entre Berlín y París fina-amente a principios de junio, cuando el presiden­nsejo francés, M. Rouvier, decidió ceder a las pre­nanas, desmintiendo la línea de firmeza mantenida tssé, que confiaba, sin pruebas, en el apoyo britá­uso de crisis con Alemania. Delcassé se vio obliga­sitar la dimisión, y la diplomacia berlinesa se apre­:ner los frutos de esta dura humillación infligida on su política del «puño de hierro>,.meses siguientes, la presión sobre París tuvo una Una iniciativa personal del Kaiser, que se había en julio de 1905 en Bjórkó (Finlandia) con el II, condujo a la firma de un tratado defensivo is países, según el cual, si una de las partes era ata-
cada por una potencia europea, la otra debería apoyarla. Se volvía a plantear así el antiguo esquema, repetidamente fra­casado, de una liga continental antibritánica, a la que, según los planes de Guillermo II, una Rusia derrotada en Extremo Oriente por el aliado de Londres y una Francia humillada por las imposiciones alemanas, se habrían adherido. Pero no podía haberse escogido momento peor para hacer aceptar a la opinión pública francesa una combinación diplomática semejante. El ministro de Asuntos Exteriores ruso, W L. Lams­dorf, apenas tuvo conocimiento de la alianza de Bjórkó, advir­tió la necesidad de informar a París de esta iniciativa, pues de otro modo se correría el riesgo de perder la 1)oble Alian­za a cambio de hipotéticos apoyos alemanes, y se vio obli­gado a desautorizar el proceder de su zar. El tratado firma­do en Bjórkó no fue nunca formalmente abolido, pero resultó letra muerta.

Al fallar esta revisión del equilibrio europeo deseada por Gui­llermo II, Berlín volvió a la línea intransigente sobre la cues­tión marroquí y el Gobierno de París tuvo que plegarse a la ideado una conferencia entre potencias impuesta porol can­ciller Von Bülow. Iniciada el 16 de enero de 1906 en Alge­ciras, en el clima de intimidación creado por Alemania fren­te a Francia, la conferencia puso en evidencia el temor y la desconfianza de todas las potencias hacia las iniciativas ale­manas, que, incluso yendo más allá de sus intenciones, pare­cían elementos de un programa más vasto de modificación de los equilibrios continentales. Solamente Austria-Hungría apoyó a su tradicional aliada en el problema más delicado, relativo a la organización del servicio de policía en los puer­tos marroquíes, que fue confiado, según los deseos de París, a funcionarios franceses y españoles. A Alemania, práctica­mente aislada en el plano diplomático, sólo le quedó el con-
II
suelo formal de haber reforzado el carácter internacional de la cuestión marroquí.

La Entonte cordial, por tanto, no se había roto bajo los gol­pes de la crisis provocada por la diplomacia berlinesa. Inclu­so el tradicional temor de Gran Bretaña al establecimiento del predominio de una potencia en el continente, sobre todo en el momento en que se debilitaba con la derrota rusa uno de los pilares del equilibrio, indujo al ministro de Asuntos Exteriores Grey a autorizar, la víspera de Algeciras, al Esta­do Mayor británico a estudiar con sus colegas franceses «las bases de una acción militar común». El carácter de la Enten­te cordial iba modificándose bajo los martillazos alemanes, pero en dirección opuesta a la prevista por Berlín.

La noticia del acuerdo de Bjórkó, filtrada casualmente en los ambientes diplomáticos británicos, había sido acogida con gran preocupación. Por otra parte, el definir también con el zar las controversias extraeuropeas entraba en la línea de con­solidación defensiva del imperio, que Londres iba persiguiendo tras la traumática experiencia de la guerra bóer y ci choque con las nuevas realidades y energías que se desencadenaban en el mundo. Por otra parle, el drástico replanteamiento de las ambiciones coloniales rusas, tras la desafortunada con­frontación con Japón, hacía inactual la prosecución de una desavenencia con Gran Bretaña en sectores que Rusia con­sideraba ya ajenos a su radio operativo. Resultaba evidente que, tras la crisis marroquí, una consolidación más estrecha de los vínculos con Francia implicaba un acercamiento a Gran Bretaña. A ello contribuían, por otra parte, las enormes nece­sidades financieras del imperio zarista, que requerían una amplia y benévola disponibilidad del mercado financiero de Londres. Con tal acuerdo, firmado el 30 de agosto de 1907, caía otro de los presupuestos de los programas diplomáticos alemanes: Gran Bretaña y Rusia resolvían sus controversias en las zonas conflictivas entre las recíprocas líneas de expan­sión colonial, admitiendo el predominio británico en Afga­nistán, la conservación del Tibet como >,Estado-almohadón<, bajo la soberanía de China y el reparto de esferas de influen­cia en Persia.


La crisis bosnia

Precisamente en los meses en que Rusia disminuía su pre­sión hacia Extremo Oriente y volvía a concentrarse en los problemas europeos, Austria-Hungría atizaba de nuevo el fuego del »problema balcánico», rompiendo la tregua, fun­dada en el principio de la conservación del statu que y de la intervención común y coordinada en el sector. En aquel mis­mo año un cambio decisivo había tenido lugar en el com­plejo mecanismo de los equilibrios balcánicos: un sangriento Estado había puesto fin a la dinastía de los Obre­4os tradicionalmente a los Habsburgo, y había pues­:rono a Pedro 1 Karageorgevic (1903-1921), que con­xción del Gobierno al radical N. Pasic. Laión de los nuevos dirigentes provocó un cambio brus­situación: Serbia, con el apoyo financiero de Fran­alítico de Rusia, se convirtió en el centro de una nda nacionalista panserbia, que constituía objetiva-peligroso polo de atracción para las nunca ro-dormidas inquietudes de las poblaciones eslavas,la Doble alianza, respecto a su estado de subor­Frente a las dominantes nacionalidades alemanas y
to un peligroso foco de irredentismo nació en Bos­govina, las provincias del Imperio otomano some­~ las cláusulas del tratado de Berlín, a la admi­i austríaca y cuya población era en gran mayoría simultáneo nombramiento de L. Aehrenthal de la diplomacia vienesa y de Conrad como jefe Mayor, hombres enérgicos, autoritarios y resuel­rmar el papel de «gran potencia» de su país, el pro­¡o quedó planteado en términos de fuerza. Para renacidas esperanzas de una eventual separación-Herzegovina de la «doble monarquía», se elabo­el proyecto de una definitiva y completa ano-provincias; se intentaba mientras tanto intimi­a con fuertes presiones económicas y con el nrincipios de 1908, de la voluntad austríaca de ferrocarril hacia Oriente a través del sancaja­Pazar, que dividía Serbia de Montenegro. Esto alarmar a Rusia, que respondió con el proyecto ferroviaria de este a oeste, desde el Danubio al ación se volvió a plantear pocos meses después mucho más graves, como consecuencia de la iodificación de la realidad política otomana. La superior civilización occidental sobre la decré­social e institucional del Imperio turco de-8julio de 1908, en una insurrección victoriosa el movimiento de los Jóvenes turcos. Se revigo­.tución, concedida ya en 1876, y el viejo Esta­docarse en la vía del progreso civil y político. iificaba también el reforzamiento de las insti­nadas por el espíritu nacionalista, herencia asi­eidente, que alentaba en los nuevos dirigentes temiendo que la soberanía formal del Impe­sobre Bosnia-Herzegovina pudiese ser reivin­dió el 5 de octubre a la anexión de las provin­un acto unilateral y en clara violación de los acuerdos internacionales estipulados en Berlín. Como com­pensación parcial decidió retirar las tropas que desde 1878 dominaban el sanjacato de Novi Pazar.

Si la inmediata reacción de Francia y Gran Bretaña fue de fir­me e indignada condena por la violación de ¡os pactos inter­nacionales, la impresión suscitada en Rusia llegó a hacer creer necesaria una respuesta violenta que llegó hasta las medidas de movilización decididas en diciembre. Por otra parte, pocas semanas antes el ministro de Asuntos Exteriores ruso se había entrevistado secretamente con Aehrenrhai para acordar, a cambio del asentimiento a la adquisición austríaca, eventuales modificaciones del statu que correspondiente a los Estrechos. La actitud de Alemania fue decisiva para la solución de la crisis. El canciller Von Bülow, aunque irritado por la iniciativa de su aliado, tomada sin previa consulta y capaz de perju­dicar la penetración alemana en Turquía, se decidió por un apoyo incondicional a Viena. Los motivos de su actitud repe­tían el esquema diplomático ya desarrollado frente a Fran­cia durante la crisis marroquí: hacer sufrir una dura humi­llación a Rusia, revelando así la inutilidad de la alianza con las potencias occidentales, y ofreciendo después al zar pro­puestas de acuerdo pata romper la Doble alianza y desba­ratar el supuesto «cerco». Mientras Austria se preparaba para imponer por la fuerza a Serbia la aceptación del hecho con­sumado, Alemania enviaba a la ciudad de Petersburgo una nota amenazante, en la que se transparentaba un claro asen­timiento a la anexión, pues, en otro caso, Berlín «dejaría que los acontecimientos siguiesen su curso». A Rusia, sin el apo­yo de sus aliados, y a Serbia no les quedó más remedio que plegarse a la imposición.

Sin embargo, mientras que esta humillación avivaba en Bel­grado el fuego de un nacionalismo antialemán imposible ya de reprimir, dando la vuelta a uno de los objetivos que abri­gaba Aehrenthal, Rusia no se veía inducida a aislatse de sus aliados, contrariamente a las esperanzas getmanas. Por el con­trario, se sentaban las bases para vínculos más sólidos y para la formación eoncreta alrededor de Alemania de aquel temi­do «anillo» de alianzas hasta entonces sólo esbozado. Von
Biilow, con su diplomacia de los «actos de fuerza» seguida también en relación con Rusia, puso en evidencia una vez más la contradicción de fondo en que se movía la política internacional de su país. Deseosa, en efecto, dc ascender a potencia mundial, pata lo que eta presupuesto y garantía indispensable el reforzamiento de su posición en Europa, Alemania temía la constitución de un cerco de alianzas hos­tiles que, replanteando constantemente el problema de la conservación de los equilibrios continentales, se enfrenta­sen a su fuerza expansiva. Se veía, por tanto, obligada a inser­tar cuñas rompedoras en la sutil red de lazos existentes entre las otras potencias, empujándolas, precisamente por la tor­peza de su intervención diplomática, hacia reacciones de­safiantes y hostiles, que encontraban una justificación en el rechazo del papel central y ptepodetante que Alemania se consideraba con derecho de pretender en Europa. Este com­portamiento lo facilitaba también el hecho de que Alema­nia se veía obligada a avanzar en el dificil terreno dolos asun­tos balcánicos, poniéndose a temolque de las iniciativas e intereses austríacos.

El juego era abiertamente demasiado contradictorio para dar frutos positivos; sólo sirvió pata reforzar los lazos militares entre las dos potencias germanas, dando a la alianza un caríe-ter totalmente nuevo respecto al espíritu originario. No era ya un medio para consolidar los equilibrios existentes fre­nando a Austria en su camino de una aventurada expansión hacia el este, sino una subordinación de Alemania a tales ini­ciativas; ello abría una sima inevitable entre Petersburgo y Berlín. Las aproximaciones intentadas en diciembre de 1910 en Potsdam con ocasión de un encuentro entre el kaiser y el zar no dieron ningún resultado concreto. A las deman­das alemanas por un cambio completo de su posición inter­nacional, Rusia respondió con propuestas limitadas de acuer­dos sobre problemas específicos de importancia secundaria, como el ferrocarril de Bagdad, con cuya construcción Ale­mania penetraba hasta el corazón del Imperio otomano y hasta Persia. Las alarmas suscitadas entre los aliados por estos coloquios y el temor de un nuevo vuelco de la diplomacia zarista aconsejaron incluso a París y Londres el dar una con­figuración más concteta a los vínculos existentes con Petersburgo.

La crisis bosnia había inducido también a Italia a buscar fue­ra de la Triple Alianza, como había hecho en 1900 y 1902, las garantías pata su posición internacional que los aliados parecían desconocer. El avance de Austria en la península Balcánica lesionaba uno de los artículos del tratado, que pre­veía consultas y compensaciones recíprocas ante cada modificación del statu que en la región. La visita del zar a Italia, en octubre de 1909, btindó la ocasión para lograr un Lo secreto con la diplomacia rusa, sobre la base de un romiso recíproco para conservar la situación existen-península Balcánica.

crisis marroquí

as la crisis en los Balcanes parecía sacudir los equili­el continente, Alemania se preocupó de disminuir ri en el sector marroquí, mostrándose favorable a un con Francia con un reconocimiento recíproco de los ‘os intereses en la región. La clarificación momen­:ogida con suma satisfacción por el gabinete liberal no tuvo, sin embargo, efectos duraderos. Mien­:e económica del acuerdo, concluido en 1909, resul­difícil aplicación, la expedición de tropas francesas n reprimir unos desórdenes provocó por parte ale­ta reacción clamorosa, que se concretó con el envío,
El nuevo presidente del Consejo francés, Joseph Caillaux, dispuesto personalmente a un rcplanteamiento general dc las cuestiones pendientes con Berlín, aceptó rápidamente la apertura de negociaciones con la otra parte. Una vez más, la diplomacia germana agitaba pesadamente el arma de la amenaza militar en la confrontación internacional: el pro­blema de la superioridad del ejército alemán en el continente, que los dirigentes berlineses parecían dispuestos a manejar para la mejor de sus posiciones en el plano de una reorde­nación general de las relaciones internacionales, se conver­tía cada vez más en el problema dominante en la diploma­cia de las grandes potencias. Gran Bretaña se vio obligada a manifestar su apoyo diplomático a Francia. Tras cuatro meses de negociaciones dramáticas, el 4 de noviembre de 1911 la
disputa quedó resuelta sobre la base del consentimiento ale­mán a un protectorado francés efectivo sobre Marruecos a cambio de parte del Congo frances. Sobre este amenazante activismo alemán, alimentado por una carrera frenética de armamentos que contagiaba a todos los países, se insertó el programa del ordenamiento balcánico, esencial para la supervivencia de la Monarquía Dual y ele­mento indispensable del replanteamiento general del con­tinente bajo hegemonía alemana. El choque entre las Íuer­zas que defendían las tradicionales relaciones de poder y Alemania se hizo inevitable. Requeridas por las cuestiones europeas ante la imposibilidad de sostener la expansión de los decenios precedentes y por la simultánea ascensión del Imperio alemán, las potencias se habían visto arrastradas a una confrontación en los problemas tradicionales del orde­namiento continental, sin que las conquistas imperiales pudie­sen hacer de cámara de compensación de las tensiones euro­peas. Antes bien, los últimos episodios del colonialismo habían repercutido gravemente en la propia Europa, ante la imposibilidad de mantener separados los dos planos ope­rativos, según aquella aspiración de la que el «espléndido ais­lamiento» británico había sido la manifestación más logra­da. Esto acontecía en el interior de unas sociedades en las que comenzaban a manifestarse las primeras consecuencias de una civilización industrial masificada, cargada de tensiones entre los restringidos grupos dueños de las riquezas y las gran­des masas obreras de las ciudades.
El nacionalismo imperialista, del que se había alimentado el último tercio del siglo xix para proporcionar un apoyo teórico al esfuerzo colonial, comenzó a convertlrse en ins­trumento de consolidación de unidad y estabilidad socia­les puestas en peligro por la organización de sólidos y cons­cientes movimientos de partidos y de sindicatos portavoces de las exigencias de las masas. Sensibilizar a la opinión públi­ca sobre las disputas con las naciones enemigas se convir­tió en un expediente útil para desviar la atención de los pro­blemas sociales internos y un medio para minar la credibilidad de los partidos obreros hostiles a tales con­frontaciones, a las que denunciaban por su instrumentali­zación con fines políticos. Sin embargo, favoreció al mis­mo tiempo la difusión de una peligrosa sensación de inseguridad y desconfianza recíproca entre los pueblos de los diversos países; y los Gobiernos, en un momento en que la misma ascensión de las masas y de sus partidos junto con la difusión de los principios de la democracia parlamenta­ria habían impuesto el sufragio universal, no podían evitar sus reperctisiones. Es significativo que precisamente en 1911 el Gobierno liberal británico lograse, tras un duro enfren­tamiento con las fuerzas conservadoras, reducir el papel legis­lativo de la Cámara de los Lores en beneficio de la de los Comunes, de elección popular.

El caso de la Italia de Giolitti, en la que durante un dece­nio se había verificado de hecho una provechosa alianza entre burguesía y masas trabajadoras organizadas, es un ejemplo que demuestra la capacidad de una crisis internacional, como la expedición libia de 1911-1912, para provocar un des­plazamiento decisivo de los equilibrios político-sociales. La clase dirigente hubo de orientarse hacia la temática milita­rista de la defensa y la potentación del prestigio nacional, optando así por alejar a los partidos obreros de los centros de poder, pero también por desarrollar en el país un clima psicológico idóneo para la aceptación de la aventura bélica. Pero Giolitti, cuando en septiembre de 1911 decidió el de­sembarco de tropas en Tripolitania y Cirenaica, estaba lejos de estas motivaciones nacionalistas. Su decisión se relacio­naba directamente con la solución de la crisis marroquí, que dejaba entrever una definitiva imposición del control fran­cés sobre la región, condición prevista, desde los acuerdos de 1902, para permitir una conquista italiana del territorio libio, sometido todavía al Imperio turco. Mientras los acon­tecimientos de la guerra se prolongaban más de lo previsto por la encarnizada resistencia de las fuerzas otomanas de todo tipo, las potencias, que en los años precedentes habían asen­tido a la acción italiana, observaban con desconfianza la ini­ciativa, conscientes ya de la imposibilidad de evitar las reper­cusiones en Europa de las últimas empresas coloniales. En efecto, las insatisfacciones nacionalistas acumuladas desde siempre en los Balcanes, aprovechando la desorientación de las tropas otomanas provocada por la guerra en Libia, vol­vieron a estallar violentamente.
Desde la primavera de 1912, Serbia y Bulgaria habían fir­mado un tratado de alianza que preveía las líneas generales del futuro reparto de los territorios sustraídos a Turquía. Para las cuestiones de difícil solución, como la subdivisión de Macedonia, recurrieron al arbitraje ruso; la diplomacia zaris­ta había sido, en efecto, el centro de las negociaciones que habían llevado al acuerdo. Las iniciativas aventuradas de algu­nos embajadores, el reavivado sentimiento paneslavo, el deseo de vengar la humillación sufrida durante la crisis balcánica de 1908, la voluntad de modificar la situación de los Estre­chos, la inquietud por la creciente penetración del capital alemán en el Imperio otomano, favorecida por la construc­ción del ferrocarril hacia el golfo Pérsico, son otros tantos elementos que explican la súbita reanudación de la inicia­tiva rusa en los Balcanes. Francia mostró preocupación poi

Las guerras balcánicas

El compromiso de su aliada en un sector tan delicado, pero len sustraerse a sus obligaciones, reforzadas en aque­es con la visita a Petersburgo del nuevo presidente sejo, Poincaré, y completadas por un protocolo que y definía todos los compromisos de carácter polí­tilitar de ambas partes. Frente a la difusión de un tto general de inseguridad por las crisis de los años y por la más grave aún que iba dibujándose en aes, todas las potencias compartieron desde aquel preocupación de reforzar los respectivos frentes de definitivo de las conversaciones anglo-alemanas, en 1908 con el fin de acordar una limitación del iaval creado por el almirante Von Tirpitz, provocó :tstvo que hizo disminuir las posibilidades de rom­ntes contrapuestos y ya bien definidos. El jaque co sufrido en Agadir había dado un nuevo impul­ítica de ampliación de la flota, con fines de ame­tción antibritánica. Gran Bretaña, entonces en los problemas de una vasta y costosa legislación particularmente propensa a intentar de nuevo la

omiso, antes de meterse en un programa que reforzamiento alemán. En febrero de 1912, el tánico envió a Berlín a su ministro de la Gue­ldane, para poner freno a la carrera de armamentos telas dos potencias; pero el acuerdo resultó impo­~z mas. El equívoco de fondo que estaba en la base tivos de cada país lo hacía objetivamente irreali­zable. Alemania quería aumentar su flota para obligar a Gran Bretaña a un tratado general que le asegurase la neutralidad de Londres en caso de un conflicto europeo; el Gobierno británico, por su parte, quería ante todo regular el proble­ma de las flotas, considerado en si mismo de importancia fundamental, antes de abandonar las alianzas provocadas pre­cisamente por el reforzamiento naval germano. La com­probación del fracaso de las negociaciones y las iniciativas de Francia, preocupada por un posible entendimiento en la cumbre, indujeron a Gran Bretaña a dar un paso adelante en la vía de una consolidación de los vínculos con París, pre­cisando también su alcance desde los respectivos campos estra­tégicos. Sin embargo, Londres se abstuvo todavía de acep­tar un dispositivo automático de ayuda recíproca, limitándose a un compromiso de «consulta» con Francia en caso de ame­naza de la paz.

También en el frente de la Triple Alianza se advertía la nece­sidad de reforzar los lazos, ya muy estrechos entre Berlín y Viena, pero no tanto con Roma. El propio Gobierno italia­no, en plena crisis balcánica, cuando la posición de Aus­tria-Hungría en los Balcanes era puesta a dura prueba, tomó la iniciativa de proponer una renovación anticipada de la alian­za, que luego se completó con una convención naval (23 de junio de 1913). El riesgo de un inevitable disparo dolos meca-
msmos de las alianzas, frente a una crisis que involucrase a una u otra potencia, eta ya una realidad en marcha.
Ante la guerra, que estalló el 18 dc octubre de 1912 entre Serbia, Bulgaria, Grecia y Montenegro de un lado, y Turquía del otro, las potencias lograron encontrar un margen de manio­bra que conservó la paz. La victoria arrolladora de los Esta­dos balcánicos no se tradujo, de hecho, en una confronta­ción inmediata entre las dos potencias más directamente implicadas, Austria y Rusia. La conferencia de Londres, en cuyo mareo se discutió y firmó la paz entre los contendien­tes (30 de mayo de 1913), dio fe de la voluntad austríaca, amenazadoramente reafirmada en los meses anteriores, de impedir que el éxito de Belgrado se tradujese en la aparición deuna Serbia engrandecida y victoriosa en la orilla oriental del Adriático. Nació así el principado independiente de Alba­nia, con unas dimensiones adecuadas pata conjurar este peli­gro denunciado por el Gobierno de Viena, que se conside­ró satisfecho con la nueva ordenación territorial.

Rusia, bajo cuyos auspicios indirectos se inició la guerra, no pudo obtener las ventajas previstas con un aumento de influen­cia en aquella región. Su mediación, tras el reparto de Mace­donia, no fue aceptada por Sofia, y el Ejército búlgaro ata­có a sus antiguos aliados en junio de 1913. La nueva guerra, que sólo duró seis semanas, terminó con la victoria de Ser­bia y Grecia, a las que se había unido Rumania: un nuevo tratado de paz (Bucarest, lOdo agosto) recottó notablemente las pretensiones búlgaras dc expansión, ya que Sofía fue obli­gada a dejar Macedonia, a ceder el distrito de Silistra a Ruma­nia y Adrianópolis a Turquía, que veía así aumentar la peque­ña franja de territorio europeo en torno a los Estrechos; territorio que había conservado tras la dettota de los meses precedentes.
La capacidad diplomática pata negociar ulteriores temodc­laciones se había reducido aún más. Turquía había cedido casi todas sus posesiones europeas, y a partir de ahora la con­frontación debería tener lugar entre las naciones directamente
interesadas. El peso de la victoria serbia, aunque frenada por la intervención de las grandes potencias, estaba destinado a gravitar sobre las fronteras meridionales de Austria-Hungría, representando así una amenaza inmediata de disgregación. Rusia quedaba al descubierto en su política de apoyo a los eslavos del sur y no podría soportar que les infligieran nue­vas humillaciones; a finales de 1913, cuando se confió a un general alemán la reorganización del ejército otomano, Petets­burgo se vio directamente enfrentada en el mismo sector con la tendencia expansionista germana. Alemania, aunque se había mostrado vacilante en su línea diplomática, contribuyendo en parte a frenar ciertos excesos austríacos, había reforzado su línea, definida desde hacía años, de ponerse inequívocamente al lado de su aliado apenas sus intereses vitales o su misma existencia como entidad multinacional estuvieran en peligro.

En los primeros meses de 1914 tomó en Europa una cierta calma y pareció posible una cauta distensión en el plano diplo­mático a expensas de lo que quedaba del Imperio otomano en Asia. Pero los nacionalismos incontrolables minaban ya el precario equilibrio europeo y mundial.
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