LA CRISIS DEL MUNDO MEDIEVAL
Taller artesano; miniatura del siglo xiv, Florencia, Biblioteca Riccardiana. A partir del siglo xi la situación social permitió la consolidación
de una economía basada en el intercambio comercial; la producción artesanal fue asimismo impulsada considerablemente.
bizantino; se organizaron compañías monopolistas a escala europea, como la Hansa; y se crearon poderosos bancos con numerosas filiales.
Entre las ciudades italianas más activas económicamente se hallaban: Milán, especialmente favorecida por su situación; Florencia, que fue la primera en acuñar moneda de oro de gran prestigio internacional, el florín (1252); así como Génova y Venecia. Las ciudades mercantiles italianas mantenían intensas relaciones con las flamencas, por medio de la arteria fluvial renana, cuyo mayor centro comercial era Colonia, y con las numerosas ferias de la Champagne, entre las cuales la más importante se celebraba en Troyes. Además, Italia estaba unida por vía marítima con todos los puertos del Mediterráneo, donde iban a parar los caminos procedentes de las regiones del interior; en cuanto a Flandes, comunlcaba directamente con las áreas mercantiles del mar del Norte y Báltico. El circuito se cerraba al Este con las líneas fluviales que, a través de Rusia, permitían las relaciones entre el Báltico y el mar Negro. En el último cuarto del siglo XLII, los genoveses inauguraron una ruta desde su ciudad hasta Brujas, a través del estrecho de Gibraltar y del canal de la Mancha; durante la misma época se aprovecharon todos los pasos alpinos, y se abrió por vez primera el de San Gotardo, que abreviaba notablemente el recorrido desde Lombardía hasta Alemania y los países nórdicos.
Transformaciones sociales y políticas
Los orígenes de la burguesía y del capitalismo se remontan a la época del predominio absoluto de una economía rural y de subsistencia, propia del inicio del feudalismo, cuando el comercio de una cierta importancia era una aventura no menos arriesgada que la milicia e infinitamente menos apreciada y prometedora que ésta. La procedencia de los primeros representantes de esta clase fue sumamente variada: pequeños mercaderes ciudadanos, nobles insatisfechos, gente de mar emprendedora y habitantes de los burgos situados a orillas de los grandes ríos o junto a las vías principales de comunicación. Considerando las enormes dificultades que debieron superarse, como el pésimo estado de los caminos, la inadecuación de los medios de transporte, la escasa seguridad en todos los sectores y las deficiencias del sistema monetario entre otros factores, sorprende la magnitud de los progresos efectuados.
Se explotó cualquier circunstancia que favoreciese el aumento de los intercambios; se volvió al uso del oro como medio de transacción; se realizaron nuevos tipos de crédito; se constituyeron grandes asociaciones; se aprovechó la participación en las cruzadas y la colonización del Oriente musulmán y
Como había sucedido en la sociedad nobiliaria y eclesiástica, dentro de la burguesía europea, a medida que avanzaba su desarrollo, se fue constituyendo una jerarquía, según los diferentes niveles de poder económico, grado de libertad y peso político. En el vértice se encontraban los grandes banqueros y hombres de negocios. Se trataba de un patriciado rico y flexible en sus iniciativas, que acumulaba capitales en sus negocios e invertía los beneficios en casas y en tierras, situándose así al lado de la antigua aristocracia terrateniente y asumiendo derechos y hábitos feudales. Esta clase social tendía a encerrarse en organizaciones corporativas, que se diferenciaban según sus actividades específicas y su potencial economico.
En los niveles inferiores se hallaban los que ejercían actividades productivas menos rentables y subordinadas en su desarrollo a la estrategia económica de los grandes negociantes, de quienes dependía el volumen de las transacciones, variable según las exigencias y las fluctuaciones de los mercados; la libertad de producción, por consiguiente, quedaba limitada por las posibilidades de absorción. Existían corporaciones y asociaciones a todos los niveles, pero en bene
ficio casi exclusivo de los empresarios de la producción y del comercio, con márgenes muy reducidos para los trabajadores asalariados; sobre éstos recaían tanto el peso de un trabajo retribuido al mínimo como el riesgo de las oscilaciones del mercado, que incidían en última instancia sobre los salarios y el volumen de empleo. Sin embargo, hay que tener presente que entre el sector mercantil y agrícola subsistía un cierto equilibrio, y que por tanto este último lograba algunas veces atenuar las repercusiones más graves que las frecuentes crisis económicas ejercían sobre la mano de obra asalariada. Este hecho y la indomable iniciativa y agudeza de los grandes negociantes contribuyeron —por lo menos hasta finales del siglo xiii— a que se alcanzasen unos niveles de vida material como no se habían logrado nunca y permitieron la construcción de catedrales, palacios y escuelas.
La dimensión política de la mentalidad capitalista y burguesa queda expresada significativamente en el lema «Dios y mi beneficio<>, con el cual se encabeza algún libro de cuentas del nuevo patriciado, que refleja el más resuelto individualismo y una disposición, aunque inconsciente, al rechace global de ordenamientos consagrados por tradiciones seculares, es decir, hacia todo lo que representa el sistema político y religioso de la Edad Media.
Esta mentalidad acompaña una profunda transformación política de toda Europa, condicionándola y al mismo tiempo siendo condicionada por ella. Se verifica el progresivo predominio del sector güelfo, favorecido por la lucha más que secular
entre los papas y los emperadores suabios, desde Alemania septentrional hasta Inglaterra y desde Francia hasta Italia. Naturalmente, ello se produjo a expensas del sector gibelino. Con la ruina de la casa de Suabia, última heredera del imperialismo germánico, este sector quedó reducido a núcleos sueltos, animados por nostalgias, rencores y pretensiones reivindicativas, pero carentes de programas válidoç y posihilidade~ efectivas. La promoción de la burguesía coincidió con el declinar de la política encaminada a la instauración de un imperio cristiano universal; sólo continuó siendo universal la Iglesia romana, que con su implacable lucha contra la casa de Suabia había contribuido decisivamente a aquel ocaso; con ello favoreció —aunque no fuera su propósito deliberado— el desarrollo de múltiples comunidades independientes. Esta inversión de la historia europea, desde la perspectiva de un logro unitario de cuño romano-cristiano hasta una pluralidad de unidades menores en libre competencia, señala en cierto aspecto lo que ha sido denominado «otoño de la Edad Media«; una crisis que, a pesar de todos los avances registrados, no puede considerarse todavía superada, ya que algunos de los presupuestos fundamentales, tanto desde el punto de vista económico como desde el ético, de la sociedad medieval no habían perdido, en el siglo xiii, su razón de ser, su vitalidad ni su influencia.
Alemania en el naufragio del imperio
La desaparición de Federico II, el «Gran Interregno» que siguió, el creciente peso político de Francia e Inglaterra, el establecimiento de los Anjou y luego de la Corona de Aragón en el sur de Italia, las nuevas responsabilidades del papado, una profunda metamorfosis en las fronteras del mundo cristiano y la evolución económico-social determinaron en Alemania unos trastornos particularmente graves. A partir de la segunda mitad del siglo xiii, incidieron tres órdenes de problemas fundamentales y al mismo tiempo insolubles: los constitucionales, los fronterizos y los derivados de la antigua conexión entre el reino de Alemania y el imperio. Éstos, además se complicaron por la situación interna: en primer lugar, por el creciente fraccionamiento feudal, así como por presiones e intervenciones exteriores de carácter diplomático, financiero y militar.
En el campo constitucional chocaron los defensores de la monarquía hereditaria —expresión de la unidad— que ya se habían afianzado con las dinastías de Sajonia, Franconia y Suabia, y los defensores de la monarquía electiva —expresión del pluralismo—. Estos habían ido ganando fuerza por el constante apoyo del papado desde el tiempo de la lucha de las investiduras y del conflicto con la casa de Suabia, por las amplias concesiones efectuadas por dichos soberanos, especialmente Federico 11, a los señores feudales, y, finalmente,
por el «Gran Interregno», que marcó su triunfo. La electividad permitió a los príncipes electores conceder la corona real, mediante acuerdos o chantajes, al soberano que permitiera acrecentar el poder de los príncipes. Con este espíritu fueron elegidos Rodolfo ¡ de Habsburgo (1273-129 1), Adolfo de Nassau (1292-1298) y Alberto 1 de Habsburgo (1298-1308); sin embargo, estos emperadores decepcionaron las esperanzas de sus electores y de sus defensores exteti ores, que habían sido sucesivamente el papado, Francia e Inglaterra, interesados por diferentes motivos en los sucesos e Alemania.
Con el ocaso de la monarquía se verificaron profundas modificaciones en las fronteras, que desplazaron el eje de la nación desde el Rin hasta el Elba. La colonización al Este del Elba, iniciada en el siglo xi por el aumento de la población y la necesidad de nuevas tierras, continuó on mayor intensidad en los dos siglos siguientes y llegó a
comprender una amplísima área eslava que abarcaba desde costas bálticas del sur de Jutlandia hasta el golfo de Finlandia y una extensa zona de territorio interior: Holstein, Meklemburgo, Pomerania, Prusia y otras, hasta Livonia, así como Brandemburgo, Kulmerland, Silesia y, aunque parcialmente, Bohemia y Moravia. Hungría fue afectada asi
mismo por aquella marcha hacia Oriente. Las consecuencias étnicas, culturales, económico-sociales y políticas de este fenómeno histórico revistieron una importancia fundamental para el futuro de Europa.
La colonización fue precedida de acciones militares, mal disimuladas por el ideal religioso, algunas de ellas efectuadas con inaudita ferocidad, como la llamada cruzada contra los vendos de Enrique el León, para la conquista de Meklemburgo y Pomerania (1147), así como las carnicerías y la reducción a la servidumbre de los pueblos de Livonia y Prusia, efectuadas por la Orden Teutónica en el siglo xiii. Pese a ello, la posterior inmigración masiva de campesinos, artesanos y mercaderes alemanes, con sus propias autoridades político-militares y eclesiásticas, se produjo pacíficamente, mereciendo el aprecio y la colaboración de los pobladores locales, cuyas condiciones de vida mejoraron con rapidez. El historiador inglés G. Barraclough escribió sobre este particular: «Fueron hechas productivas unas comarcas escasamente pobladas y de un valor económico ínfimo. En Silesia y Brandemburgo, en Pomerania y Meklemburgo, así como en Prusia, la suerte de la numerosa población eslava que había quedado en sus tierras fue mejorando, a medida que las leyes y las costumbres germánicas penetraban en el país. Por primera vez, la vida ciudadana se convirtió en factor importante y los burgueses procedentes de Alemania dieron impulso al comercio y a los productos manufacturados, así como a la industria extractiva... Pero lo más importante fue el establecimiento de una técnica agrícola nueva, a cargo de una clase campesina libre, vigorosa y económicamente sólida. De esta mejora derivó el debilitamiento de las antiguas estructuras sociales, que fueron sustituidas por otras, en muchos aspectos más ventajosas que las imperantes en Alemania occidental. Nació una sociedad animada por el impulso del progreso, no entorpecida por antiguas tradiciones ni intereses consolidados, compuesta de gente habituada a la independencia y a la responsabilidad, al trabajo duro y previsor». En aquel ambiente precursor, el antagonismo nacional entre el elemento eslavo y el germánico no comenzó a manifestarse hasta finales del siglo xiv y en el xv, tras la instauración de las monarquías eslavas de Polonia y Bohemia.
No obstante, a la expansión hacia el Este correspondió un retroceso de las fronteras occidentales, por erosiones progresivas, resultado de la política expansionista de Francia, que, apoyada por una revitalización de los mitos galorromanos y carolingios, reivindicaba como límites orientales los Alpes y el Rin. El avance francés se inició en tiempo de Luis IX, cuando Carlos de Anjou, hermano del rey, se convirtió en conde de Provenza sin reconocerse vasallo del emperador Federico II, a quien correspondía Provenza en cuanto rey
LA CRISIS DEL MUNDO MEDIEVAL U 13
de Borgoña. Por otra parte, en 1266, con la conquista del reino suabio de Sicilia, Carlos de Anjou eliminó para siempre la presencia germánica en el sur de Italia; entre tanto, varios vasallos imperiales del reino de Borgoña y del ducado de Lorena reconocían la soberanía de hecho del rey de Francia. Desde el Gran Interregno hasta mediados del siglo xiv, aproximadamente, los sucesores de Luis IX, y con especial decisión Felipe IV el Hermoso (1285-1314), aprovecharon las dificiles circunstancias de la Alemania feudal para continuar la penetración francesa, llegando hasta Flandes occidental, Lorena (obispados de Toul, Metz y Verdún), el Franco Condado (o condado de Borgoña) y, más al Sur, el Lionesado, el valle del Ródano yel Delfinado (1449), últi
ma gran anexión francesa a expensas del imperio. Aquel impulso hacia el Este, el Rin y los Alpes, acompañaba la suprema aspiración del rey de Francia: alcanzar la dignidad imperial.
Tras la caída de la casa de Suabia, la idea del imperio (ya no de un Imperio Romano universal, sino romanocristiano, comprendiendo los reinos de Alemania, Italia y Borgoña) fue sometida nuevamente a discusión. Durante el interregno, el papa Urbano IV (1261-1264) formuló la propuesta de desmembrar el imperio en diversos reinos,
Éstos sostenían la absoluta supremacía del rey de Francia, libre, dentro de su reino, de cualquier clase de dependencia respecto al emperador o al papa A la muerte de Alberto ¡ de Habsburgo (1308), el hermano de Felipe IV, Carlos de Valois, presentó su candidatura al imperio.
No obstante, quien alcanzó la dignidad imperial fue Enrique VIII de Luxemburgo (1308-1313), un príncipe de mentalidad, cultura y lengua francesas, que se apresuró a instalar a su familia en el reino de Bohemia, mediante el matrimonio de su hijo Juan con la última descendiente de la dinastía nacional de los Premyslidos (1310). Pero aquel éxito familiar hubo de ser compensado con amplias concesiones a los príncipes alemanes, ante todo a los Habsburgo de Austria, y, por parte de su hijo, a los señores de Bohemia. Por lo demás, Enrique VII prefirió renunciar a cualquier intento de revitalizar la monarquía germánica. No obstante, al recordar las empresas de la casa de Suabia, pensó hallar en Italia un terreno favorable para sus intereses y ambiciones. El emperador estaba convencido de que allí obtendría un valioso apoyo de las poderosas familias y las numerosas ciudades que se proclamaban gibelinas. En el mes de octubre de 1310, Enrique VII de Luxemburgo comenzó su expedición a Italia.
La crisis del papado
En Italia, el papado, con los dos pontífices franceses, Urbano IV (1261-1264) y Clemente IV (1265-1268), había derrotado al imperialismo suabio, entronizando a Carlos de Anjou como vasallo de la Iglesia enel reino de Sicilia (1266). Sin embargo, no había recuperado la preeminencia política de los tiempos de Inocencio III o de Gregorio IX; antes bien, se había encontrado en una situación análoga a la que tan tenazmente había procurado vencer. En efecto, Carlos de Anjou, poderoso por sus dominios personales en Provenza, por el apoyo de la monarquía francesa —a la que estaba ligado por estrechos vínculos de parentesco—, por el amplio crédito que le concedían las altas finanzas toscanas y por su influencia en la misma Roma, una vez se hubo consolidado en el reino de Sicilia, emprendió la misma política imperialista de los suabios: expansión en Italia y en el Mediterráneo oriental, con lo cual replanteaba al papado la necesidad de frenar dicha expansión, con el fin de salvaguardar la libertad y la integridad de sus propios territorios.
La guerra entre ~ Anjou y los catalanoaragoneses —durante la cual murió Carlos 1— lograron mejorar la suerte del papado. En efecto, a la menor influencia de los Anjou correspondió una creciente presión francesa, si bien formalmente protectora, mientras se planteaban nuevos problemas por la irrupción en Italia de la casa de Aragón, que consideraba la conquista de Sicilia como una reivindicación de derechos hereditarios de la casa de Suabia, cuya última descendiente, Constanza, hija de Manfredo, había casado con el rey Pedro III.
Tras los dos irrelevantes pontificados de Honorio IV (1285-1287) yde Nicolás IV (1288-1292) yal cabo de veintisiete meses de sede vacante, fue elegido papa un anciano ermitaño, Pedro de Isernia, que adoptó el nombre de Celestino V (1294). Su elección representó el breve triunfo del movimiento de pobreza. Pero el pontífice, al cabo de unos meses
de su elección —hecho único en la historia— abdicó y volvió a la vida ascética.
. A Celestino V lo sucedió el que era su antítesis viviente, el cardenal Caetani, perteneciente a una gran familia romana, que recibió el nombre de Bonifacio VIII Figura de soberbia y trágica grandeza, Bonifacio VIII fue la última encarnación de la teocracia medieval. En el campo religioso, la proclamación del primer jubileo secular (1300), que atrajo a Roma a millares de peregrinos ansiosos de la absolución de sus pecados, sació la expectativa popular .
La hábil dirección de Juan de Procida —que había sido anteriormente fiel colaborador de Manfredo y se hallaba entonces exiliado en la corte aragonesa— a todos los enemigos de Carlos de Anjou y del imperialismo francés: Pedro III de Aragón, con aspiraciones a una política mediterránea, el emperador Rodolfo de Habsburgo, los gibelinos de Italia y finalmente Bizancio. Cuando la insurrección se hubo extendido desde Palermo a toda la isla, Pedro III de Aragón, que había aguardado los acontecimientos en Túnez, dispuesto a intervenir, desembarcó en Sicilia, fue coronado rey en Palermo y llevó a término la liberación del país de las fuerzas de Anjou. Pero el papa Martín IV, francés, excomulgó al monarca aragonés como usurpador de un dominio eclesiástico legítimamente dado en feudo a Carlos de Anjou, proclamó una cruzada contra él e indujo al rey de Francia, Felipe III, a intervenir contra Pedro III. De la insurrección derivó una guerra entre los Anjou y la casa de Aragón, que interesó más o menos directamente a toda Europa. En cuanto concierne a Italia, el conflicto —que tuvo su período más duro entre 1282 y 1302— tuvo como protagonistas, por una parte a Carlos de Anjou y, después de su muerte, a su hijo, Carlos II (1285-1309), y por la otra a Pedro III de Aragón y luego a sus hijos, Alfonso III, rey de Aragón (1285-1291), Jaime II,
rey de Sicilia (1285-1296) y de Aragón (1291-1327), y por último a Federico 11(1296-1337), rey de Sicilia y en guerra con su hermano Jaime, que había sido inducido por el papa Bonifacio VIII a abandonar Sicilia a cambio de Cerdeña y Córcega: islas pertenecientes a Génova y Pisa, sobre las cuales la Santa Sede reivindicaba su alta soberanía. Al final, Carlos II reconoció a Federico de Aragón el dominio de Sicilia a título personal y vitalicio (paz de Caltabellotta, 1302); pero la isla no volvió a poder de los Anjou y constituyó un reino independiente bajo la dinastía aragonesa hasta 1412, en que el nuevo rey, Fernando de Antequera, unió definitivamente las coronas de Aragón y Sicilia.
A pesar de la separación de Sicilia, los Anjou se mantenían como soberanos del mayor de los Estados italianos: el reino de Sicilia (luego reino de Nápoles). Sus recursos económicos consistían solamente en una agricultura generalmente pobre y una débil actividad industrial y comercial, concentrada en Nápoles y alguna otra importante ciudad costera. Las estructuras sociales eran rígidas: una clase de barones, laicos y eclesiásticos, en posesión de la mayor parte de la tierra; una masa proletaria rural y ciudadana; y una burguesía con escasa capacidad emprendedora. La administración estaba entorpecida por los numerosísimos privilegios feudales y eclesiásticos; las finanzas, a pesar de la dura fiscalización, eran crónicamente deficitarias y permanecían vinculadas a las exigencias de los acreedores, los grandes banqueros florentinos, que las sostenían, permitiendo de este modo al gobierno afrontar los cuantiosos gastos públicos necesarios para el mantenimiento del ejército y de la marina, así como la magnificencia de la corte. No obstante, el reino gozaba de prestigio político; desvanecida la autoridad imperial, trasladado a Francia el papado y dividido el resto de la península en una multitud de centros de poder independientes y antagonistas, el Estado napolitano constituía por el momento la realidad política más homogénea y sólida de Italia. Sobre todo, disfrutaba de una posición internacional preeminente debida a sus estrechos lazos con el papado y con Francia, a su presencia en el Oriente bizantino y a la entronización de una rama de la dinastía reinante en Hungría. Por ello, Roberto de Anjou (1309-1343), hijo y sucesor de Carlos II, coronado por Clemente V en Aviñón y promovido por él a tutor de los Estados y de los intereses pontificios en Italia, jefe de los güelfos italianos, poderoso en Roma y en Florencia casi en la misma medida que lo era en el territorio de Nápoles, culto y protector de la cultura, llegó a gozar de una autoridad y una estimación excepcionales.
Llevaba poco tiempo en el trono cuando se presentó en Italia Enrique VII de Luxemburgo, con la ilusión de restablecer la tradición imperial a lo sumo, estaban dispuestos a reconocerla para convertirla en instrumento de sus intereses propios, con respecto al papado transplantado a Francia. De esta manera, la apasionada defensa de la necesidad religiosa, moral y política del imperio, como resulta de las páginas de la Monarquía —el tratado escrito por Dante Alighieri precisamente con motivo de la empresa de Enrique VII—, quedaba destinada a ser el colofón de un pasado brillante.
El nuevo equilibrio peninsular
Va decadencia de~ poder almohade en la península Ibérica va a originar, a lo largo del siglo xiii, una expansión territorial sin precedentes de los tres grandes reinos peninsulares: Castilla, Aragón y Portu~al, A 1a~x~ se ittici~rn~itwtarea de repoblación que, por su diversidad, explica los
caracteres diferenciales que de siempre han distinguido entre sí a las distintas áreas hispánicas. Otros dos reinos menoresNavarra, cada vez más relacionada con Francia, y Granada, como último reducto de la España musulmana— conservarán su independencia hasta comienzos del siglo xvi.
Las querellas sucesorias a la muerte del quinto califa almohade, Abu Yaqub Yusuf (1224), marcan el comienzo de la conquista de Extremadura por Alfonso IX de León (1188-1230), a la vez que su hijo Fernando III, rey de Castilla, se apodera de la cuenca alta del Guadalquivir; unidos ya en su persona ambos reinos (1230), se redondea la ocupación de esa última zona. Paralelamente los portugueses conquistan el Alentejo, quedando así ocupada por ambos reinos peninsulares —Portugal, y Castilla-León ya definitivamente unidos— la cuenca media del Guadiana. El reino oriental, la Corona de Aragón, había experimentado una expansión semejante. Consolidada la unión personal del reino de Aragón y del Principado de Cataluña con Alfonso II (1162-1196), el ideal político de este monarca había sido la formación de un Estado occitano en las dos vertientes de los Pirineos. A los condados ultrapirenaicos de la antigua Marca Hispánica y a Provenza —en manos de segundones de la casa de Aragón—, se sumaron otra serie de territorios, con distintos grados de vinculación según los complicados vínculos feudales y las presiones contrapuestas, sobre esas tierras meridionales, de Francia, Inglaterra y los condes de Tolosa: Bearn, Bigorre, Cominges y Foix y las ciudades 4e Carcasona y Narbona, más el dominio directo de Niza. La consolidación de este imperio occitano se vio siempre comprometida por el enfrentamiento con los condes de Tolosa y por la dificultad de las comunicaciones, dado que no se podía contar con los pasos pirenai.
Pedro II murió en la batalla de Muret (1213) y lo sucedió, aún menor de edad, su hijo Jaime 1 el Conquistador que, en su largo reinado (hasta 1276), sera quien dé el impulso definitivo a la reconquista del Levante peninsular, delimitada con Castilla en el tratado de Cazorla (1179). El primer paso fue la conquista de Mallorca, dirigida personalmente por el joven rey (1231), a la que seguirán las demás islas Baleares. La re~oblación se hace a base de gentes procedentes de la Cataluny vella, y pronto se establecen amplias relaciones comerciales con Montpellier
El máximo avance territorial no se produce, sin embargo, sino a partir de 1236. Castilla se llevará la parte del león: de 235.000 km2 pasará a dominar, a fines de siglo, 355.000. La primera etapa fue la conquista del Guadalquivir medio: Córdoba, en 1236, y todas las inmediaciones en los años sucesivos, a la vez que Portugal llegaba a la margen izquierda del bajo Guadiana. El hecho más decisivo fue el asomarse de Castilla al Mediterráneo, al ocupar el infante Don Alfonso —el futuro Rey Sabio— Murcia en 1243, con la consiguiente conquista de las zonas intermedias (Jaén, 1246). El paso siguiente fue la toma de Sevilla (1248), precedida por la conquista de una serie de plazas Guadalquivir abajo, a la vez que una flota castellana remontaba el río hasta Triana. Siendo ya rey Alfonso X (1252), se completé el dominio de las márgenes del bajo Guadalquivir, pronto comprometido por una sublevación general de la población musulmana (1263) que, una vez dominada, aceleré el proceso de repoblación de Andalucía con gentes procedentes del norte de Castilla. Quizás este hecho contribuyó al paso desde una agricultura intensiva a la extensiva, a la vez que se concedían amplios repartimientos señoriales en las zonas fronterizas con el reino de Granada. La ganadería, que ya desde el siglo xii era la principal riqueza en las llanuras semiáridas de La Mancha y Extremadura, se vio ahora enormemente acrecida tanto por la definitiva seguridad de estas tierras como por la introducción de la oveja merina, procedente de África, cuya lana era de gran calidad. La transhumancia del ganado, desde Castilla la Vieja hacia las tierras más cálidas del Sur, la organizó en adelante el Honrado Concejo de la Mesta, creado por Alfonso Xen el año 1273.
Mientras tanto, los otros dos grandes reinos peninsulares habían dado ya también término a sus respectivas reconquistas y se hizo preciso proceder a algunos reajustes de límites. Portugal y Castilla establecieron su frontera en el bajo Guadiana en 1253, haciéndose efectiva diez años después la devolución de plazas. Los 55.000 km2 de Portugal se habían convertido en 90.000. Por lo que hace a la Corona de Aragón, su gran conquista fue Valencia (1238) que, lejos de convertirse en «la Andalucía de Aragón» —como escribió el profesor Regla—, vino a configurarse como un reino nuevo, dentro de la organización confederada de la Corona. La ciudad de Valencia, repoblada por completo, se transformó muy pronto en un centro comercial portuario, en medio de un país agrícola donde siguió predominando la antigua población musulmana. Las fricciones por la ocupación castellana de Murcia y el entrecruzamiento de las plazas conquistadas se resolvió por el tratado de Almizra (1244), quedando Alicante para Castilla. Sin embargo, tras la ayuda prestada por Jaime 1 en la sublevación general de Murcia (1264), se produjo una fuerte repoblación catalana en los territorios limítrofes. Por fin, por el convenio de Agreda (1304), pasaron a la Corona de Aragón, Alicante, Elche y Orihuela; los territorios peninsulares de la Corona llegaban así a los 112.000 km2, desde los 85.000 a principios del siglo xiii.
Aparte del acrecimiento territorial, la conquista de las costas de Andalucía —salvo la zona de Málaga y Almería, que seguirán en manos del reino musulmán de Granada— suponía para Castilla el dominio del estrecho de Gibraltar, cuya libre circulación era vital para relacionar entre sí las dos grandes áreas comerciales de la Europa del siglo XIII: Italia y los Países Bajos. Con todo, este proceso fue más largo, ya que vinieron a interferirse las querellas sucesorias en el reino de Castilla, a la vejez de Alfonso X, y el resurgimiento del poderío musulmán en el norte de África por obra de los benimerines. En 1275 tiene lugar el primer desembarco de los benimerines en Tarifa, con la connivencia de los granadinos; el peligro pudo conjurarse, pero en la lucha murió el heredero de Castilla, lo que dio origen al pleito posterior entre sus hijos, los infantes de la Cerda, yel futuro Sancho IV (1284-1295), enfrentado en adelante con su padre, Alfonso X. Durante su reinado se conquistó definitivamente Tarifa (1292) que, por su estratégica situación, aseguró en adelante la navegación del Estrecho.
. La colaboración de los dos reinos llevó a Fernando IV de Castilla (1295-1312) y a Jaime II de Aragón (1291-1327) a establecer un plan conjunto contra Granada, que dio como resultado la primera conquista de Gibraltar (1309), que volvió a perderse en 1333, para no recuperarse hasta después de más de un siglo (1457). El peligro de una nueva invasión de los benimerines quedó definitivamente alejado tras una amplia operación a la que concurrieron todos los reinos peninsulares cristianos: el resultado fue la liberación de Tarifa, de nuevo cercada por los benimerines, que sufrieron una definitiva derrota en la batalla del río Salado (1340), y la conquista de Algeciras (1344). Salvada la navegación por el Estrecho, los reinos peninsulares centraron su atención en empresas ajenas al Norte de Africa: de este modo, mientras que Portugal y Castilla se dirigieron preferentemente hacia el Atlántico, la Corona de Aragón se dedicó a su floreciente expansión por las tierras de la cuenca del Mediterráneo.
Interrumpida la expansión catalanoaragonesa por el Mediodía de Francia y realizada ya la reconquista hasta los límites pactados con Castilla, no quedaba otro camino que el emprendido con la conquista de Mallorca: la expansión mediterránea, dentro del complejo juego de potencias a que ya se ha aludido. Legalizada la conquista de Sicilia por la paz de Caltabellotta (1302), e instalada en su trono una rama segundona de la casa de Aragón, el interés se dirige hacia Cerdeña, por cuya posesión se mantendrá una guerra intermitente con Génova; con todo, estuvieron siempre asegurados los puertos del oeste y sur de la isla, que eran escala obligada de las rutas mercantiles que la Corona establece por todo el Mediterráneo. Este imperio mercantil va por delante y será siempre más amplio que las conquistas territoriales que se lleven a cabo en el futuro. El eje principal de ese comercio llegaba hasta Alejandría, donde hay noticias de mercaderes catalanes desde 1219. Desde esta arteria central se extendían las rutas hacia todos los países cristianos ribereños, y también hacia el norte de África, interviniendo aquí no sólo en el comercio costero, sino en las caravanas que relacionaban esos puertos con el Sudán, principal proveedor de oro. El comercio de especias y de esclavos, desde Egipto y el norte de África respectivamente, nutrían esas rutas, en las que la principal exportación catalana fueron los paños ligeros y aun la ropa confeccionada. Las sociedades mercantiles que llevaban a cabo tales operaciones emplearon pronto una fórmula jurídica nueva, la de la compañía, o asociación múltiple por un tiempo determinado con liquidación periódica de las ganancias a todos los asociados. Los Consulados del Mar —corporaciones de navegantes y tribunales especiales— se establecieron en algu
nas ciudades costeras del Mediterráneo, como Valencia y Barcelona, mientras que las Atarazanas de la Ciudad Condal habrían de dar un decisivo impulso a la marina catalana durante el siglo xiv. La cartografia alcanzó su máximo desarrollo en Mallorca con la confección de los célebres portulanos~ colección de planos de puertos, en la cual intervinieron numerosos estudiosos y artesanos de raza judía.
La Corona de Aragón vino a configurarse como una confederación de reinos con personalidad propia e institucional-mente separados —cada uno tuvo sus propias Cortes—, si bien, desde 1319, se consideraron inseparables Aragón, Cataluña y Valencia, al margen de los avatares por los que pasaron los territorios extrapeninsulares de la Corona. El binomio Aragón-Cataluña (la importancia de Valencia corresponde a una etapa posterior) dio lugar a equilibrios diferentes según lis etapas; Aragón se inclinó de continuo hacia la política continentalista, mientras que Cataluña optaba por la orientación marítimo-mercantil. La relación entre el rey y los súbditos fue objeto de una progresiva regulación jurídica, hasta llegar a constituir un pactismo perfectamente definido. El límite constitucional del poder regio se logró en Aragón, primero con la figura del Justicia como juez entre los nobles y el rey (1283), y luego con el Privilegio General de 1283, que estableció las Cortes como un órgano político estable, aunque nunca se lograse la prevista reunión anual. El Privilegio de la Unión (1288) limitaba al extremo el poder real, hasta que Pedro IV (1336-1387) consiguió su abolición. Las libertades catalanas se centraron en afirmar el poder colegislativo de las Cortes (1283) y en el progresivo predominio del patriciado urbano en el gobierno de las ciudades, singularmente de Barcelona (Consejo de Ciento). Ene1 largo reinado de Pedro IV se configuraron los órganos regios de gobierno sobre la confederación, ahora acrecida con Mallorca y, pasajeramente, con Sicilia y los condados de Atenas y Neopatria: la Cancillería y el Consejo reales, y las figuras de los Capitanes generales, el Gobernador general del reino —cargo reservado al heredero de la Corona— y los Virreyes —lugartenientes del rey en determinadas ocasiones o territorios—. Toda esta tradición de gobierno de la Corona de Aragón habría de ejercer en un período posterior una profunda influencia sobre la organización de la monarquía hispánica, circunstancia que quedaría demostrada a partir de la época de los Reyes Católicos.
Francia, primera potencia de Europa
Sólo gracias a su personalidad excepcional, Luis IX había podido conjugar en su reinado el absolutismo y el escrupuloso respeto al derecho, la salvaguardia de la independencia de la corona y la veneración a la Iglesia, los intereses de Francia
. Durante el reinado de su hijo, Felipe III el Atrevido (1270-1285), los dominios de la dinastía Capero se ampliaron mediante la adquisición pacífica de importantes feudos en Francia (Poitiers, Toulouse, Champagne) y del reino de Navarra, que se extendía a ambas vertientes del Pirineo.
Su hijo y sucesor, Felipe IV el Hermoso (1285-1314), tuvo un temple muy distinto. Se desentendió de los asuntos ibéricos y sicilianos en que se vio involucrado su padre y se preocupó ante todo de los problemas inmediatos de Francia, representados por la molesta presencia de los ingleses en Aquitania, feudo de Eduardo 1 de Inglaterra; también se liberó de los vínculos de índole política y económica que ligaban con la monarquía inglesa las florecientes ciudades de Flandes, como Brujas, Gante, Ypres, etc., grandes centros de actividad industrial, comercial y bancaria.
Un entendimiento con Eduardo 1 sobre la base del statu quo (1303) y obtuvo el juramento de fidelidad del conde de Flandes, de los nobles y de las ciudades flamencos; consiguió, además, el derecho de ocupar Lille y otra plaza por determinar (1305). En esta época Felipe IV tuvo el memorable enfrentamiento con el papa Bonifacio VIII, culminado con el ultraje de Anagni (1303) yel posterior traslado del papado a Aviñón. En Francia, la política de Bonifacio VIII, afirmada en la bula Unam sanctam, se consideró como un intento de sometimiento. Por ello la posición del rey fue apoyada tanto por los juristas y los estudiosos de la universidad de París como por la opinión pública, expresada por los Estados (el Parlamento).
Laprogresiva apropiación de feudos imperiales en territorio francés y la penetración en los dominios del propio imperio al oeste del Rin. Al mismo período se refiere la prolongada acción del rey contra la orden monástico-militar de los Templarios, que, tras la caída definitiva de las posiciones cristianas en Siria (1291), se había dedicado casi exclusivamente a grandes operaciones financieras. Las razones de la iniciativa real no están claras, ni pueden reducirse sólo a la voluntad del rey de apropiarse de su ingente patrimonio, que en realidad nada más obtuvo en parte; pero aquella acción, efectuada en estrecha colaboración con el papa Clemente V y apoyada por el pueblo, tuvo un epílogo trágico en el proceso por herejía y la condena a la hoguera de los altos dignatarios de la orden, con su Gran Maestre, Jacques de Molay (1314).
Mientras, 1as instituciones se iban consolidando. El rey era el gozne del gobierno, en unión de su consejo real. El poder del rey tenía una sólida base en la amplitud del patrimonio de la corona, pero como estos recursos no bastaban para cubrir los gastos, a menudo se presentó la necesidad de pedir contribuciones a los nobles, al clero (a pesar de su inmunidad) y a ias ciudades. Las peticiones eran discutidas y por lo general aceptadas por unas asambleas (Estados generales yprovincia/es), semejantes a 1as hispánicas y a 1as inglesas. Asimismo, la administración de la justicia estaba de hecho en manos del
rey. Al gobierno de tipo patriarcal de Luis IX sucedía gradualmente un régimen absolutista.
A Felipe IV el Hermoso lo sucedieron, por este orden, sus hijos Luis X (1314-1316), FelipeV (1316-1322) y Carlos IV (1322-1328), figuras de escaso relieve que, sin embargo, no perjudicaron el prestigio de la corona ni la posición preeminente de Francia. Con Carlos IV se extinguió la línea masculina directa de los Capero (1328); la sucesión correspondió a un primo suyo, Felipe VI de Valois (1328-1350), hijo de un hermano de Felipe IV el Hermoso, Carlos de Valois. El nuevo rey fue aceptado sin dificultad en Francia y en Inglaterra, donde reinaba Eduardo III, de dieciséis años, hijo de Eduardo II y de Isabel de Francia, hija de Felipe IV el Hermoso y por consiguiente perteneciente a la línea directa de los Capero. El joven Eduardo III prestó, en efecto, el homenaje de vasallaje a Felipe VI por Aquitania y los demás feudos que poseía en Francia (1329), pese a que hacía tiempo que los reyes franceses procuraban apropiárselos, y desarrollaban una política contraria a Inglaterra, apoyando contra ella a Escocia. Pero las relaciones entre ambos reinos llegaron a la ruptura cuando a la cuestión dinástica, que parecía estabilizada, se sumó la divergencia de intereses económicos. Flandes era muy importante para Inglaterra a causa del comercio lanero; cuando Felipe VI sometió las ciudades flamencas rebeldes al conde Luis de Nevers, su vasallo, y les impuso la administración francesa, Eduardo III vio amenazada no sólo la seguridad de su país, sino también una inagotable fuente de riqueza, y reaccionó estableciendo la prohibición de
exportar la lana (1336). Entonces, la burguesía de aquellas ciudades, afectada por la amenaza de parálisis de la industria lanera, se sublevó bajo el mando de un representante de la burguesía de Gante, Jacob Van Artevelde, contra el conde Luis de Nevers y por tanto contra Felipe VI, a quien se consideraba responsable de la crisis; los sublevados solicitaron la intervención de Eduardo III. Como consecuencia de estos acontecimientos, el monarca inglés reivindicó públicamente nada menos que la corona real de Francia, apoyándose en los derechos hereditarios de su madre (Westminster, 1337) y notificó por medio de un obispo su desafio al rey de Francia. A continuación, desembarcó con un ejército en Flandes (1338), donde fue reconocido rey legítimo de Francia a cambio de la invalidez de la prohibición de exportar lana. Por su parte, Felipe VI reunía sus tropas, mientras su marina efectuaba incursiones sobre las costas británicas.
La monarquía inglesa
Eduardo III (1327-1377) acompañó su reivindicación del trono de Francia con una sugestiva propaganda, en la que se repetía un tema especialmente atractivo para los franceses: se presentaba como el que había de reverdecer la tradición de buen gobierno de la época de Luis IX, cuya persona era objeto de un auténtico culto popular. La evocada la paz de París de 1258-1259 con Enrique III, que ponía término a otra guerra secular entre ambos Estados, iniciada con motivo de la conquista de Aquitania y los demás feudos franceses por Enrique 1 Plantagenet, gracias a su matrimonio con Eleonora, repudiada por Luis VII (1154). Luis IX había querido la paz de París, gravosa para él, porque pretendía definir de una vez para siempre la posición del rey de Inglaterra como vasallo suyo; en cuanto a Enrique III, la había aceptado para poder hacer frente a la rebelión de los barones y los prelados, bajo el mando de Simón de Montfort, que le ocupó hasta 1265. La derrota de Montfort permitió finalmente al rey recuperar el pleno control de su reino, conservando solamente las limitaciones establecidas en la Magna Charta Libertatum.
El hijo y sucesor de Enrique III, Eduardo 1(1272-1307), compañero de Luis IX en su última cruzada, dio un gran impulso a la unificación de la isla. Mediante una enérgica acción militar sometió Gales, reprimiendo un vigoroso movimiento secesionista y nacionalista que dirigía el príncipe Llewehin, su vasallo. Gales fue anexionado a la corona inglesa (1283) y el título de príncipe de Gales quedó reservado al heredero de la misma.
nar Escocia, reino vasallo siempre inquieto. A la muerte del rey escocés, Alejandro III (1286), que no dejaba heredero varón, Eduardo 1 preparó el matrimonio de Margarita, hija del difunto, con su propio hijo, Eduardo, el primer príncipe de Gales y futuro rey de Inglaterra: de aquel modo se realizaría la unión de ambos reinos. Pero el matrimonio no se pudo celebrar debido a la muerte de la prometida, con lo que el trono de Escocia fue reclamado por tres colaterales de Alejandro III: Juan Baliol, Roberto 1 Bruce yJuan Hastings, sometiéndose al arbitraje de Eduardo 1. Fue elegido Baliol, que se declaró vasallo del rey inglés (1292), aunque luego no soportó el vínculo de dependencia y se rebeló, obteniendo el apoyo de Francia. Eduardo 1 reprimió la insurrección y asumió personalmente la corona escocesa (1296), pero hubo de afrontar continuas revueltas, hasta su expulsión del reino por Roberto 1 Bruce, que a su vez fue proclamado rey en 1306.
Durante el reinado de Eduardo 1 hubo también complicaciones con Francia. La situación era en realidad singularmente anómala: el rey de Inglaterra —es decir, de una potencia europea capaz de competir con Francia— resultaba ser vasallo de la corona francesa. La tensión se prolongó durante un decenio (1293-1303) y fue superada tras algunos compromisos, a los que se plegó Felipe IV, ya que en aquella época estaba implicado en el conflicto con Bonifacio VIII. También Eduardo 1 se había enfrentado con aquel papa a propósito de la inmunidad del clero (1296), consiguiendo al fin imponerse; de ello resultó el casi total alejamiento clerical del Parlamento, justamente cuando en ias decisiones de éste iba cobrando cada vez mayor peso la voz de la burguesía. En efecto, apoyándose en el principio según el cual lo que interesa a todos debe ser aprobado por todos (quodomnes tangit, ab omnibus approbetur), comenzó a cobrar forma institucional la asamblea independiente de los burgueses. Estos se reunían espontáneamente a discutir sobre sus intereses, para defenderlos luego en el Parlamento. De esta manera se iba configurando la cámara de los Comunes o cámara baja, en contraposición a la cámara de los Señores (lords) o cámara alta, bastión de la aristocracia.
La política de Eduardo 1, en su conjunto, fue constructiva y logró un provechoso equilibrio entre las fuerzas operantes en el reino: la corona, la aristocracia y el pueblo. No puede decirse lo mismo del gobierno de Eduardo 11(1307-1327), esposo de Isabel de Francia, hija de Felipe IV el Hermoso. Los nobles lo obligaron a aceptar unas humillantes limitaciones del poder regio, derivadas de los estatutos de Oxford; le negaron además la ayuda idónea para afrontar una ofensiva de Roberto 1 Bruce, rey de Escocia, condenándole así a la derrota (Bannockburn, 1314), que consagró la independencia de Escocia. La propia reina Isabel, en complicidad con su her
mano Carlos IV de Francia, apoyó una nueva revuelta de los nobles que obligó al rey a abdicar en favor de su hijo, Eduardo III (1327). Poco después de su renuncia fue asesinado en la cárcel.
En semejante ambiente comenzó a reinar, bajo regencia, Eduardo III (1327-1377). Ante una nueva ofensiva de Escocia, se vio obligado a reconocer su independencia (1328); al año siguiente no pudo eludir el juramento de vasallaje a Felipe VI de Francia. Pero en 1330 consiguió eliminar a los asesinos de su padre y poco después, aprovechando los desórdenes provocados en Escocia por la muerte de Roberto Bruce y la minoría de edad de su sucesor, David (1329), Eduardo III apoyó a su propio candidato, Eduardo Baliol, y vengaba la derrota de Bannockburn con la victoria de Halidon Hill (1333). Así se perfilaba la completa ruptura entre ambos reinos y la reivindicación de la corona francesa por el rey de Inglaterra, prólogo de la guerra de los Cien Años.
BIBLIOGRAFÍA
M. Bloch, La France sous les derniers Capétiens (1223-1338),
Colin, París, 1971.
A. Castro, La realia’ad histórica de España, Porrúa, México, 1966.
Ch. E. Dufourcq, L’Espagne cata Zane et leMaghrib auxXJJetXJV
sii’cles, PUF, París, 1966.
R. Fossier, Histoire socia/e de l’Occident médiévale, Colin, París,
1960.
J. Le Goff, Marchands et han quiers ¿u Moyen Age, PUE París,
1956.
La Baja Edad Media, en »Historia Universal siglo )OU>,
tomo 2, Siglo XXJ Editores, Madrid, 1973.
M. A. Ladero, Granada. Historia de un país isl4mico (1232-1571),
Gredos, Madrid, 1969.
A. H. de Oliveira Marques, Eruaios de Historia medieval,
Portugalia, Lisboa, 1965.
LI. Nicolau d’Olwer, L’expansió de Catalunya en la Mediterránia
oriental, Aymá, Barcelona, 1974.
J. Reglá, Jntroducció a la Historia de la Corona dAragó, Moll,
Palma de Mallorca, 1969.
W E von Schoen, Alfonso Xde Castilla, Rialp. Madrid, 1966.
E Soldevila, Síntesis de historia de Cataluña, Destino, Barcelona,
1973.
C. Sánchez-Albornoz, E/drama de la formación de España y los
españoles, EDHASA, Barcelona, 1973.
viernes, 30 de mayo de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario