viernes, 30 de mayo de 2008

La Edad Media

LA CRISIS DEL MUNDO MEDIEVAL

Taller artesano; miniatura del siglo xiv, Florencia, Biblioteca Riccardiana. A partir del siglo xi la situación social permitió la consolidación
de una economía basada en el intercambio comercial; la producción artesanal fue asimismo impulsada considerablemente.
bizantino; se organizaron compañías monopolistas a escala europea, como la Hansa; y se crearon poderosos bancos con numerosas filiales.

Entre las ciudades italianas más activas económicamente se hallaban: Milán, especialmente favorecida por su situación; Florencia, que fue la primera en acuñar moneda de oro de gran prestigio internacional, el florín (1252); así como Géno­va y Venecia. Las ciudades mercantiles italianas mantenían intensas relaciones con las flamencas, por medio de la arte­ria fluvial renana, cuyo mayor centro comercial era Colo­nia, y con las numerosas ferias de la Champagne, entre las cuales la más importante se celebraba en Troyes. Además, Italia estaba unida por vía marítima con todos los puertos del Mediterráneo, donde iban a parar los caminos procedentes de las regiones del interior; en cuanto a Flandes, comunl­caba directamente con las áreas mercantiles del mar del Nor­te y Báltico. El circuito se cerraba al Este con las líneas flu­viales que, a través de Rusia, permitían las relaciones entre el Báltico y el mar Negro. En el último cuarto del siglo XLII, los genoveses inauguraron una ruta desde su ciudad hasta Brujas, a través del estrecho de Gibraltar y del canal de la Mancha; durante la misma época se aprovecharon todos los pasos alpinos, y se abrió por vez primera el de San Gotar­do, que abreviaba notablemente el recorrido desde Lombardía hasta Alemania y los países nórdicos.


Transformaciones sociales y políticas

Los orígenes de la burguesía y del capitalismo se remontan a la época del predominio absoluto de una economía rural y de subsistencia, propia del inicio del feudalismo, cuando el comercio de una cierta importancia era una aventura no menos arriesgada que la milicia e infinitamente menos apre­ciada y prometedora que ésta. La procedencia de los prime­ros representantes de esta clase fue sumamente variada: peque­ños mercaderes ciudadanos, nobles insatisfechos, gente de mar emprendedora y habitantes de los burgos situados a orillas de los grandes ríos o junto a las vías principales de comuni­cación. Considerando las enormes dificultades que debieron superarse, como el pésimo estado de los caminos, la inade­cuación de los medios de transporte, la escasa seguridad en todos los sectores y las deficiencias del sistema monetario entre otros factores, sorprende la magnitud de los progresos efec­tuados.

Se explotó cualquier circunstancia que favoreciese el aumen­to de los intercambios; se volvió al uso del oro como medio de transacción; se realizaron nuevos tipos de crédito; se cons­tituyeron grandes asociaciones; se aprovechó la participación en las cruzadas y la colonización del Oriente musulmán y
Como había sucedido en la sociedad nobiliaria y eclesiásti­ca, dentro de la burguesía europea, a medida que avanzaba su desarrollo, se fue constituyendo una jerarquía, según los diferentes niveles de poder económico, grado de libertad y peso político. En el vértice se encontraban los grandes ban­queros y hombres de negocios. Se trataba de un patriciado rico y flexible en sus iniciativas, que acumulaba capitales en sus negocios e invertía los beneficios en casas y en tierras, situándose así al lado de la antigua aristocracia terratenien­te y asumiendo derechos y hábitos feudales. Esta clase social tendía a encerrarse en organizaciones corporativas, que se dife­renciaban según sus actividades específicas y su potencial eco­nomico.

En los niveles inferiores se hallaban los que ejercían acti­vidades productivas menos rentables y subordinadas en su desarrollo a la estrategia económica de los grandes nego­ciantes, de quienes dependía el volumen de las transacciones, variable según las exigencias y las fluctuaciones de los mer­cados; la libertad de producción, por consiguiente, quedaba limitada por las posibilidades de absorción. Existían cor­poraciones y asociaciones a todos los niveles, pero en bene­



ficio casi exclusivo de los empresarios de la producción y del comercio, con márgenes muy reducidos para los tra­bajadores asalariados; sobre éstos recaían tanto el peso de un trabajo retribuido al mínimo como el riesgo de las osci­laciones del mercado, que incidían en última instancia sobre los salarios y el volumen de empleo. Sin embargo, hay que tener presente que entre el sector mercantil y agrícola sub­sistía un cierto equilibrio, y que por tanto este último logra­ba algunas veces atenuar las repercusiones más graves que las frecuentes crisis económicas ejercían sobre la mano de obra asalariada. Este hecho y la indomable iniciativa y agu­deza de los grandes negociantes contribuyeron —por lo menos hasta finales del siglo xiii— a que se alcanzasen unos niveles de vida material como no se habían logrado nun­ca y permitieron la construcción de catedrales, palacios y escuelas.

La dimensión política de la mentalidad capitalista y burguesa queda expresada significativamente en el lema «Dios y mi bene­ficio<>, con el cual se encabeza algún libro de cuentas del nue­vo patriciado, que refleja el más resuelto individualismo y una disposición, aunque inconsciente, al rechace global de orde­namientos consagrados por tradiciones seculares, es decir, hacia todo lo que representa el sistema político y religioso de la Edad Media.

Esta mentalidad acompaña una profunda transformación polí­tica de toda Europa, condicionándola y al mismo tiempo sien­do condicionada por ella. Se verifica el progresivo predomi­nio del sector güelfo, favorecido por la lucha más que secular
entre los papas y los emperadores suabios, desde Alemania septentrional hasta Inglaterra y desde Francia hasta Italia. Natu­ralmente, ello se produjo a expensas del sector gibelino. Con la ruina de la casa de Suabia, última heredera del imperia­lismo germánico, este sector quedó reducido a núcleos suel­tos, animados por nostalgias, rencores y pretensiones rei­vindicativas, pero carentes de programas válidoç y posihilidade~ efectivas. La promoción de la burguesía coincidió con el decli­nar de la política encaminada a la instauración de un impe­rio cristiano universal; sólo continuó siendo universal la Igle­sia romana, que con su implacable lucha contra la casa de Suabia había contribuido decisivamente a aquel ocaso; con ello favoreció —aunque no fuera su propósito deliberado— el desarrollo de múltiples comunidades independientes. Esta inversión de la historia europea, desde la perspectiva de un logro unitario de cuño romano-cristiano hasta una plurali­dad de unidades menores en libre competencia, señala en cier­to aspecto lo que ha sido denominado «otoño de la Edad Media«; una crisis que, a pesar de todos los avances registrados, no puede considerarse todavía superada, ya que algunos de los presupuestos fundamentales, tanto desde el punto de vis­ta económico como desde el ético, de la sociedad medieval no habían perdido, en el siglo xiii, su razón de ser, su vitali­dad ni su influencia.

Alemania en el naufragio del imperio

La desaparición de Federico II, el «Gran Interregno» que siguió, el creciente peso político de Francia e Inglaterra, el estable­cimiento de los Anjou y luego de la Corona de Aragón en el sur de Italia, las nuevas responsabilidades del papado, una profunda metamorfosis en las fronteras del mundo cristia­no y la evolución económico-social determinaron en Alemania unos trastornos particularmente graves. A partir de la segun­da mitad del siglo xiii, incidieron tres órdenes de problemas fundamentales y al mismo tiempo insolubles: los constitu­cionales, los fronterizos y los derivados de la antigua cone­xión entre el reino de Alemania y el imperio. Éstos, además se complicaron por la situación interna: en primer lugar, por el creciente fraccionamiento feudal, así como por presiones e intervenciones exteriores de carácter diplomático, financiero y militar.

En el campo constitucional chocaron los defensores de la monarquía hereditaria —expresión de la unidad— que ya se habían afianzado con las dinastías de Sajonia, Franconia y Suabia, y los defensores de la monarquía electiva —expre­sión del pluralismo—. Estos habían ido ganando fuerza por el constante apoyo del papado desde el tiempo de la lucha de las investiduras y del conflicto con la casa de Suabia, por las amplias concesiones efectuadas por dichos soberanos, espe­cialmente Federico 11, a los señores feudales, y, finalmente,

por el «Gran Interregno», que marcó su triunfo. La electivi­dad permitió a los príncipes electores conceder la corona real, mediante acuerdos o chantajes, al soberano que permitiera acrecentar el poder de los príncipes. Con este espíritu fue­ron elegidos Rodolfo ¡ de Habsburgo (1273-129 1), Adolfo de Nassau (1292-1298) y Alberto 1 de Habsburgo (1298-1308); sin embargo, estos emperadores decepciona­ron las esperanzas de sus electores y de sus defensores exte­ti ores, que habían sido sucesivamente el papado, Francia e Inglaterra, interesados por diferentes motivos en los sucesos e Alemania.

Con el ocaso de la monarquía se verifica­ron profundas modificaciones en las fronteras, que despla­zaron el eje de la nación desde el Rin hasta el Elba. La colo­nización al Este del Elba, iniciada en el siglo xi por el aumento de la población y la necesidad de nuevas tierras, continuó on mayor intensidad en los dos siglos siguientes y llegó a

comprender una amplísima área eslava que abarcaba desde costas bálticas del sur de Jutlandia hasta el golfo de Fin­landia y una extensa zona de territorio interior: Holstein, Meklemburgo, Pomerania, Prusia y otras, hasta Livonia, así como Brandemburgo, Kulmerland, Silesia y, aunque par­cialmente, Bohemia y Moravia. Hungría fue afectada asi­
mismo por aquella marcha hacia Oriente. Las consecuen­cias étnicas, culturales, económico-sociales y políticas de este fenómeno histórico revistieron una importancia fundamental para el futuro de Europa.

La colonización fue precedida de acciones militares, mal disi­muladas por el ideal religioso, algunas de ellas efectuadas con inaudita ferocidad, como la llamada cruzada contra los vendos de Enrique el León, para la conquista de Meklem­burgo y Pomerania (1147), así como las carnicerías y la reduc­ción a la servidumbre de los pueblos de Livonia y Prusia, efectuadas por la Orden Teutónica en el siglo xiii. Pese a ello, la posterior inmigración masiva de campesinos, arte­sanos y mercaderes alemanes, con sus propias autoridades político-militares y eclesiásticas, se produjo pacíficamente, mereciendo el aprecio y la colaboración de los pobladores locales, cuyas condiciones de vida mejoraron con rapidez. El historiador inglés G. Barraclough escribió sobre este par­ticular: «Fueron hechas productivas unas comarcas escasa­mente pobladas y de un valor económico ínfimo. En Sile­sia y Brandemburgo, en Pomerania y Meklemburgo, así como en Prusia, la suerte de la numerosa población eslava que había quedado en sus tierras fue mejorando, a medida que las leyes y las costumbres germánicas penetraban en el país. Por pri­mera vez, la vida ciudadana se convirtió en factor impor­tante y los burgueses procedentes de Alemania dieron impul­so al comercio y a los productos manufacturados, así como a la industria extractiva... Pero lo más importante fue el esta­blecimiento de una técnica agrícola nueva, a cargo de una clase campesina libre, vigorosa y económicamente sólida. De esta mejora derivó el debilitamiento de las antiguas estruc­turas sociales, que fueron sustituidas por otras, en muchos aspectos más ventajosas que las imperantes en Alemania occi­dental. Nació una sociedad animada por el impulso del pro­greso, no entorpecida por antiguas tradiciones ni intereses consolidados, compuesta de gente habituada a la indepen­dencia y a la responsabilidad, al trabajo duro y previsor». En aquel ambiente precursor, el antagonismo nacional entre el elemento eslavo y el germánico no comenzó a manifestarse hasta finales del siglo xiv y en el xv, tras la instauración de las monarquías eslavas de Polonia y Bohemia.

No obstante, a la expansión hacia el Este correspondió un retroceso de las fronteras occidentales, por erosiones pro­gresivas, resultado de la política expansionista de Francia, que, apoyada por una revitalización de los mitos galorromanos y carolingios, reivindicaba como límites orientales los Alpes y el Rin. El avance francés se inició en tiempo de Luis IX, cuando Carlos de Anjou, hermano del rey, se convirtió en conde de Provenza sin reconocerse vasallo del emperador Federico II, a quien correspondía Provenza en cuanto rey
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de Borgoña. Por otra parte, en 1266, con la conquista del reino suabio de Sicilia, Carlos de Anjou eliminó para siem­pre la presencia germánica en el sur de Italia; entre tanto, varios vasallos imperiales del reino de Borgoña y del duca­do de Lorena reconocían la soberanía de hecho del rey de Francia. Desde el Gran Interregno hasta mediados del siglo xiv, aproximadamente, los sucesores de Luis IX, y con espe­cial decisión Felipe IV el Hermoso (1285-1314), aprove­charon las dificiles circunstancias de la Alemania feudal para continuar la penetración francesa, llegando hasta Flandes occidental, Lorena (obispados de Toul, Metz y Verdún), el Franco Condado (o condado de Borgoña) y, más al Sur, el Lionesado, el valle del Ródano yel Delfinado (1449), últi­
ma gran anexión francesa a expensas del imperio. Aquel impulso hacia el Este, el Rin y los Alpes, acompañaba la su­prema aspiración del rey de Francia: alcanzar la dignidad imperial.

Tras la caída de la casa de Suabia, la idea del imperio (ya no de un Imperio Romano universal, sino romanocristiano, com­prendiendo los reinos de Alemania, Italia y Borgoña) fue sometida nuevamente a discusión. Durante el interregno, el papa Urbano IV (1261-1264) formuló la propuesta de desmembrar el imperio en diversos reinos,

Éstos sostenían la absoluta supremacía del rey de Francia, libre, dentro de su reino, de cualquier clase de dependen­cia respecto al emperador o al papa A la muerte de Alber­to ¡ de Habsburgo (1308), el hermano de Felipe IV, Carlos de Valois, presentó su candidatura al imperio.

No obstante, quien alcanzó la dignidad imperial fue Enri­que VIII de Luxemburgo (1308-1313), un príncipe de men­talidad, cultura y lengua francesas, que se apresuró a insta­lar a su familia en el reino de Bohemia, mediante el matrimonio de su hijo Juan con la última descendiente de la dinastía nacional de los Premyslidos (1310). Pero aquel éxito familiar hubo de ser compensado con amplias conce­siones a los príncipes alemanes, ante todo a los Habsburgo de Austria, y, por parte de su hijo, a los señores de Bohemia. Por lo demás, Enrique VII prefirió renunciar a cualquier intento de revitalizar la monarquía germánica. No obstan­te, al recordar las empresas de la casa de Suabia, pensó hallar en Italia un terreno favorable para sus intereses y ambicio­nes. El emperador estaba convencido de que allí obtendría un valioso apoyo de las poderosas familias y las numerosas ciudades que se proclamaban gibelinas. En el mes de octu­bre de 1310, Enrique VII de Luxemburgo comenzó su expe­dición a Italia.


La crisis del papado

En Italia, el papado, con los dos pontífices franceses, Ur­bano IV (1261-1264) y Clemente IV (1265-1268), había derrotado al imperialismo suabio, entronizando a Carlos de Anjou como vasallo de la Iglesia enel reino de Sicilia (1266). Sin embargo, no había recuperado la preeminencia polí­tica de los tiempos de Inocencio III o de Gregorio IX; antes bien, se había encontrado en una situación análoga a la que tan tenazmente había procurado vencer. En efecto, Carlos de Anjou, poderoso por sus dominios personales en Pro­venza, por el apoyo de la monarquía francesa —a la que estaba ligado por estrechos vínculos de parentesco—, por el amplio crédito que le concedían las altas finanzas tos­canas y por su influencia en la misma Roma, una vez se hubo consolidado en el reino de Sicilia, emprendió la misma po­lítica imperialista de los suabios: expansión en Italia y en el Mediterráneo oriental, con lo cual replanteaba al pa­pado la necesidad de frenar dicha expansión, con el fin de salvaguardar la libertad y la integridad de sus propios territorios.

La guerra entre ~ Anjou y los catalanoaragone­ses —durante la cual murió Carlos 1— lograron mejorar la suerte del papado. En efecto, a la menor influencia de los Anjou correspondió una creciente presión francesa, si bien formalmente protectora, mientras se planteaban nuevos pro­blemas por la irrupción en Italia de la casa de Aragón, que consideraba la conquista de Sicilia como una reivindicación de derechos hereditarios de la casa de Suabia, cuya última descendiente, Constanza, hija de Manfredo, había casado con el rey Pedro III.

Tras los dos irrelevantes pontificados de Honorio IV (1285-1287) yde Nicolás IV (1288-1292) yal cabo de vein­tisiete meses de sede vacante, fue elegido papa un anciano ermitaño, Pedro de Isernia, que adoptó el nombre de Celes­tino V (1294). Su elección representó el breve triunfo del movi­miento de pobreza. Pero el pontífice, al cabo de unos meses
de su elección —hecho único en la historia— abdicó y vol­vió a la vida ascética.

. A Celestino V lo sucedió el que era su antítesis viviente, el cardenal Caetani, perteneciente a una gran familia romana, que recibió el nombre de Bonifacio VIII Figura de soberbia y trágica grandeza, Bonifacio VIII fue la última encarnación de la teocracia medieval. En el campo religioso, la proclamación del primer jubileo secular (1300), que atrajo a Roma a millares de peregrinos ansiosos de la abso­lución de sus pecados, sació la expectativa popular .


La hábil dirección de Juan de Procida —que había sido ante­riormente fiel colaborador de Manfredo y se hallaba enton­ces exiliado en la corte aragonesa— a todos los enemigos de Carlos de Anjou y del imperialismo francés: Pedro III de Ara­gón, con aspiraciones a una política mediterránea, el empe­rador Rodolfo de Habsburgo, los gibelinos de Italia y final­mente Bizancio. Cuando la insurrección se hubo extendido desde Palermo a toda la isla, Pedro III de Aragón, que había aguardado los acontecimientos en Túnez, dispuesto a intervenir, desembarcó en Sicilia, fue coronado rey en Paler­mo y llevó a término la liberación del país de las fuerzas de Anjou. Pero el papa Martín IV, francés, excomulgó al monar­ca aragonés como usurpador de un dominio eclesiástico legí­timamente dado en feudo a Carlos de Anjou, proclamó una cruzada contra él e indujo al rey de Francia, Felipe III, a inter­venir contra Pedro III. De la insurrección derivó una gue­rra entre los Anjou y la casa de Aragón, que interesó más o menos directamente a toda Europa. En cuanto concierne a Italia, el conflicto —que tuvo su período más duro entre 1282 y 1302— tuvo como protagonistas, por una parte a Carlos de Anjou y, después de su muerte, a su hijo, Carlos II (1285-1309), y por la otra a Pedro III de Aragón y luego a sus hijos, Alfonso III, rey de Aragón (1285-1291), Jaime II,
rey de Sicilia (1285-1296) y de Aragón (1291-1327), y por último a Federico 11(1296-1337), rey de Sicilia y en gue­rra con su hermano Jaime, que había sido inducido por el papa Bonifacio VIII a abandonar Sicilia a cambio de Cer­deña y Córcega: islas pertenecientes a Génova y Pisa, sobre las cuales la Santa Sede reivindicaba su alta soberanía. Al final, Carlos II reconoció a Federico de Aragón el dominio de Sici­lia a título personal y vitalicio (paz de Caltabellotta, 1302); pero la isla no volvió a poder de los Anjou y constituyó un reino independiente bajo la dinastía aragonesa hasta 1412, en que el nuevo rey, Fernando de Antequera, unió defini­tivamente las coronas de Aragón y Sicilia.

A pesar de la separación de Sicilia, los Anjou se mantenían como soberanos del mayor de los Estados italianos: el rei­no de Sicilia (luego reino de Nápoles). Sus recursos econó­micos consistían solamente en una agricultura generalmente pobre y una débil actividad industrial y comercial, concen­trada en Nápoles y alguna otra importante ciudad costera. Las estructuras sociales eran rígidas: una clase de barones, laicos y eclesiásticos, en posesión de la mayor parte de la tie­rra; una masa proletaria rural y ciudadana; y una burguesía con escasa capacidad emprendedora. La administración esta­ba entorpecida por los numerosísimos privilegios feudales y eclesiásticos; las finanzas, a pesar de la dura fiscalización, eran crónicamente deficitarias y permanecían vinculadas a las exigencias de los acreedores, los grandes banqueros flo­rentinos, que las sostenían, permitiendo de este modo al gobierno afrontar los cuantiosos gastos públicos necesarios para el mantenimiento del ejército y de la marina, así como la magnificencia de la corte. No obstante, el reino gozaba de prestigio político; desvanecida la autoridad imperial, tras­ladado a Francia el papado y dividido el resto de la penín­sula en una multitud de centros de poder independientes y antagonistas, el Estado napolitano constituía por el momen­to la realidad política más homogénea y sólida de Italia. Sobre todo, disfrutaba de una posición internacional preeminen­te debida a sus estrechos lazos con el papado y con Francia, a su presencia en el Oriente bizantino y a la entronización de una rama de la dinastía reinante en Hungría. Por ello, Roberto de Anjou (1309-1343), hijo y sucesor de Carlos II, coronado por Clemente V en Aviñón y promovido por él a tutor de los Estados y de los intereses pontificios en Italia, jefe de los güelfos italianos, poderoso en Roma y en Florencia casi en la misma medida que lo era en el territorio de Nápo­les, culto y protector de la cultura, llegó a gozar de una auto­ridad y una estimación excepcionales.

Llevaba poco tiempo en el trono cuando se presentó en Ita­lia Enrique VII de Luxemburgo, con la ilusión de restable­cer la tradición imperial a lo sumo, estaban dispuestos a reconocerla para con­vertirla en instrumento de sus intereses propios, con respecto al papado transplantado a Francia. De esta mane­ra, la apasionada defensa de la necesidad religiosa, moral y política del imperio, como resulta de las páginas de la Monar­quía —el tratado escrito por Dante Alighieri precisamente con motivo de la empresa de Enrique VII—, quedaba des­tinada a ser el colofón de un pasado brillante.


El nuevo equilibrio peninsular

Va decadencia de~ poder almohade en la península Ibérica va a originar, a lo largo del siglo xiii, una expansión terri­torial sin precedentes de los tres grandes reinos peninsula­res: Castilla, Aragón y Portu~al, A 1a~x~ se ittici~rn~itw­tarea de repoblación que, por su diversidad, explica los

caracteres diferenciales que de siempre han distinguido entre sí a las distintas áreas hispánicas. Otros dos reinos menoresNavarra, cada vez más relacionada con Francia, y Granada, como último reducto de la España musulmana— conser­varán su independencia hasta comienzos del siglo xvi.

Las querellas sucesorias a la muerte del quinto califa almo­hade, Abu Yaqub Yusuf (1224), marcan el comienzo de la conquista de Extremadura por Alfonso IX de León (1188-1230), a la vez que su hijo Fernando III, rey de Cas­tilla, se apodera de la cuenca alta del Guadalquivir; unidos ya en su persona ambos reinos (1230), se redondea la ocu­pación de esa última zona. Paralelamente los portugueses conquistan el Alentejo, quedando así ocupada por ambos reinos peninsulares —Portugal, y Castilla-León ya defini­tivamente unidos— la cuenca media del Guadiana. El rei­no oriental, la Corona de Aragón, había experimentado una expansión semejante. Consolidada la unión personal del rei­no de Aragón y del Principado de Cataluña con Alfonso II (1162-1196), el ideal político de este monarca había sido la formación de un Estado occitano en las dos vertientes de los Pirineos. A los condados ultrapirenaicos de la anti­gua Marca Hispánica y a Provenza —en manos de segun­dones de la casa de Aragón—, se sumaron otra serie de terri­torios, con distintos grados de vinculación según los complicados vínculos feudales y las presiones contrapues­tas, sobre esas tierras meridionales, de Francia, Inglaterra y los condes de Tolosa: Bearn, Bigorre, Cominges y Foix y las ciudades 4e Carcasona y Narbona, más el dominio di­recto de Niza. La consolidación de este imperio occitano se vio siempre comprometida por el enfrentamiento con los condes de Tolosa y por la dificultad de las comunica­ciones, dado que no se podía contar con los pasos pirenai­.

Pedro II murió en la batalla de Muret (1213) y lo sucedió, aún menor de edad, su hijo Jaime 1 el Conquistador que, en su largo reinado (has­ta 1276), sera quien dé el impulso definitivo a la reconquis­ta del Levante peninsular, delimitada con Castilla en el tra­tado de Cazorla (1179). El primer paso fue la conquista de Mallorca, dirigida personalmente por el joven rey (1231), a la que seguirán las demás islas Baleares. La re~oblación se hace a base de gentes procedentes de la Cataluny vella, y pronto se establecen amplias relaciones comerciales con Montpellier

El máximo avance territorial no se produce, sin embargo, sino a partir de 1236. Castilla se llevará la parte del león: de 235.000 km2 pasará a dominar, a fines de siglo, 355.000. La prime­ra etapa fue la conquista del Guadalquivir medio: Córdoba, en 1236, y todas las inmediaciones en los años sucesivos, a la vez que Portugal llegaba a la margen izquierda del bajo Gua­diana. El hecho más decisivo fue el asomarse de Castilla al Mediterráneo, al ocupar el infante Don Alfonso —el futu­ro Rey Sabio— Murcia en 1243, con la consiguiente con­quista de las zonas intermedias (Jaén, 1246). El paso siguien­te fue la toma de Sevilla (1248), precedida por la conquista de una serie de plazas Guadalquivir abajo, a la vez que una flota castellana remontaba el río hasta Triana. Siendo ya rey Alfonso X (1252), se completé el dominio de las márgenes del bajo Guadalquivir, pronto comprometido por una sublevación general de la población musulmana (1263) que, una vez dominada, aceleré el proceso de repoblación de Anda­lucía con gentes procedentes del norte de Castilla. Quizás este hecho contribuyó al paso desde una agricultura inten­siva a la extensiva, a la vez que se concedían amplios repar­timientos señoriales en las zonas fronterizas con el reino de Granada. La ganadería, que ya desde el siglo xii era la prin­cipal riqueza en las llanuras semiáridas de La Mancha y Extre­madura, se vio ahora enormemente acrecida tanto por la defi­nitiva seguridad de estas tierras como por la introducción de la oveja merina, procedente de África, cuya lana era de gran calidad. La transhumancia del ganado, desde Castilla la Vie­ja hacia las tierras más cálidas del Sur, la organizó en ade­lante el Honrado Concejo de la Mesta, creado por Alfonso Xen el año 1273.


Mientras tanto, los otros dos grandes reinos peninsulares ha­bían dado ya también término a sus respectivas reconquis­tas y se hizo preciso proceder a algunos reajustes de límites. Portugal y Castilla establecieron su frontera en el bajo Gua­diana en 1253, haciéndose efectiva diez años después la devo­lución de plazas. Los 55.000 km2 de Portugal se habían con­vertido en 90.000. Por lo que hace a la Corona de Aragón, su gran conquista fue Valencia (1238) que, lejos de conver­tirse en «la Andalucía de Aragón» —como escribió el profe­sor Regla—, vino a configurarse como un reino nuevo, den­tro de la organización confederada de la Corona. La ciudad de Valencia, repoblada por completo, se transformó muy pron­to en un centro comercial portuario, en medio de un país agrícola donde siguió predominando la antigua población musulmana. Las fricciones por la ocupación castellana de Mur­cia y el entrecruzamiento de las plazas conquistadas se resol­vió por el tratado de Almizra (1244), quedando Alicante para Castilla. Sin embargo, tras la ayuda prestada por Jaime 1 en la sublevación general de Murcia (1264), se produjo una fuer­te repoblación catalana en los territorios limítrofes. Por fin, por el convenio de Agreda (1304), pasaron a la Corona de Aragón, Alicante, Elche y Orihuela; los territorios peninsu­lares de la Corona llegaban así a los 112.000 km2, desde los 85.000 a principios del siglo xiii.

Aparte del acrecimiento territorial, la conquista de las costas de Andalucía —salvo la zona de Málaga y Almería, que segui­rán en manos del reino musulmán de Granada— suponía para Castilla el dominio del estrecho de Gibraltar, cuya libre cir­culación era vital para relacionar entre sí las dos grandes áre­as comerciales de la Europa del siglo XIII: Italia y los Países Bajos. Con todo, este proceso fue más largo, ya que vinieron a interferirse las querellas sucesorias en el reino de Castilla, a la vejez de Alfonso X, y el resurgimiento del poderío musul­mán en el norte de África por obra de los benimerines. En 1275 tiene lugar el primer desembarco de los benimerines en Tarifa, con la connivencia de los granadinos; el peligro pudo conjurarse, pero en la lucha murió el heredero de Castilla, lo que dio origen al pleito posterior entre sus hijos, los infantes de la Cerda, yel futuro Sancho IV (1284-1295), enfrentado en adelante con su padre, Alfonso X. Durante su reinado se conquistó definitivamente Tarifa (1292) que, por su estraté­gica situación, aseguró en adelante la navegación del Estre­cho.


. La colaboración de los dos reinos llevó a Fernando IV de Castilla (1295-1312) y a Jaime II de Aragón (1291-1327) a establecer un plan con­junto contra Granada, que dio como resultado la primera con­quista de Gibraltar (1309), que volvió a perderse en 1333, para no recuperarse hasta después de más de un siglo (1457). El peligro de una nueva invasión de los benimerines quedó definitivamente alejado tras una amplia operación a la que concurrieron todos los reinos peninsulares cristianos: el resul­tado fue la liberación de Tarifa, de nuevo cercada por los beni­merines, que sufrieron una definitiva derrota en la batalla del río Salado (1340), y la conquista de Algeciras (1344). Salva­da la navegación por el Estrecho, los reinos peninsulares cen­traron su atención en empresas ajenas al Norte de Africa: de este modo, mientras que Portugal y Castilla se dirigieron pre­ferentemente hacia el Atlántico, la Corona de Aragón se dedi­có a su floreciente expansión por las tierras de la cuenca del Mediterráneo.
Interrumpida la expansión catalanoaragonesa por el Medio­día de Francia y realizada ya la reconquista hasta los límites pactados con Castilla, no quedaba otro camino que el empren­dido con la conquista de Mallorca: la expansión mediterrá­nea, dentro del complejo juego de potencias a que ya se ha aludido. Legalizada la conquista de Sicilia por la paz de Cal­tabellotta (1302), e instalada en su trono una rama segun­dona de la casa de Aragón, el interés se dirige hacia Cerde­ña, por cuya posesión se mantendrá una guerra intermitente con Génova; con todo, estuvieron siempre asegurados los puer­tos del oeste y sur de la isla, que eran escala obligada de las rutas mercantiles que la Corona establece por todo el Medi­terráneo. Este imperio mercantil va por delante y será siem­pre más amplio que las conquistas territoriales que se lleven a cabo en el futuro. El eje principal de ese comercio llegaba hasta Alejandría, donde hay noticias de mercaderes catala­nes desde 1219. Desde esta arteria central se extendían las rutas hacia todos los países cristianos ribereños, y también hacia el norte de África, interviniendo aquí no sólo en el comercio costero, sino en las caravanas que relacionaban esos puertos con el Sudán, principal proveedor de oro. El comer­cio de especias y de esclavos, desde Egipto y el norte de Áfri­ca respectivamente, nutrían esas rutas, en las que la princi­pal exportación catalana fueron los paños ligeros y aun la ropa confeccionada. Las sociedades mercantiles que llevaban a cabo tales operaciones emplearon pronto una fórmula jurídica nue­va, la de la compañía, o asociación múltiple por un tiempo determinado con liquidación periódica de las ganancias a todos los asociados. Los Consulados del Mar —corporaciones de navegantes y tribunales especiales— se establecieron en algu­
nas ciudades costeras del Mediterráneo, como Valencia y Bar­celona, mientras que las Atarazanas de la Ciudad Condal ha­brían de dar un decisivo impulso a la marina catalana duran­te el siglo xiv. La cartografia alcanzó su máximo desarrollo en Mallorca con la confección de los célebres portulanos~ colec­ción de planos de puertos, en la cual intervinieron numero­sos estudiosos y artesanos de raza judía.

La Corona de Aragón vino a configurarse como una confe­deración de reinos con personalidad propia e institucional-mente separados —cada uno tuvo sus propias Cortes—, si bien, desde 1319, se consideraron inseparables Aragón, Cata­luña y Valencia, al margen de los avatares por los que pasa­ron los territorios extrapeninsulares de la Corona. El bino­mio Aragón-Cataluña (la importancia de Valencia corresponde a una etapa posterior) dio lugar a equilibrios diferentes según lis etapas; Aragón se inclinó de continuo hacia la política con­tinentalista, mientras que Cataluña optaba por la orientación marítimo-mercantil. La relación entre el rey y los súbditos fue objeto de una progresiva regulación jurídica, hasta llegar a cons­tituir un pactismo perfectamente definido. El límite consti­tucional del poder regio se logró en Aragón, primero con la figura del Justicia como juez entre los nobles y el rey (1283), y luego con el Privilegio General de 1283, que estableció las Cortes como un órgano político estable, aunque nunca se logra­se la prevista reunión anual. El Privilegio de la Unión (1288) limitaba al extremo el poder real, hasta que Pedro IV (1336-1387) consiguió su abolición. Las libertades catalanas se centraron en afirmar el poder colegislativo de las Cortes (1283) y en el progresivo predominio del patriciado urbano en el gobierno de las ciudades, singularmente de Barcelona (Consejo de Ciento). Ene1 largo reinado de Pedro IV se con­figuraron los órganos regios de gobierno sobre la confedera­ción, ahora acrecida con Mallorca y, pasajeramente, con Sici­lia y los condados de Atenas y Neopatria: la Cancillería y el Consejo reales, y las figuras de los Capitanes generales, el Gobernador general del reino —cargo reservado al heredero de la Corona— y los Virreyes —lugartenientes del rey en deter­minadas ocasiones o territorios—. Toda esta tradición de gobierno de la Corona de Aragón habría de ejercer en un pe­ríodo posterior una profunda influencia sobre la organización de la monarquía hispánica, circunstancia que quedaría demostrada a partir de la época de los Reyes Católicos.


Francia, primera potencia de Europa

Sólo gracias a su personalidad excepcional, Luis IX había podi­do conjugar en su reinado el absolutismo y el escrupuloso respeto al derecho, la salvaguardia de la independencia de la corona y la veneración a la Iglesia, los intereses de Francia

. Durante el reinado de su hijo, Felipe III el Atre­vido (1270-1285), los dominios de la dinastía Capero se ampliaron mediante la adquisición pacífica de importantes feudos en Francia (Poitiers, Toulouse, Champagne) y del reino de Navarra, que se extendía a ambas vertientes del Pirineo.

Su hijo y sucesor, Felipe IV el Hermoso (1285-1314), tuvo un temple muy distinto. Se desentendió de los asuntos ibé­ricos y sicilianos en que se vio involucrado su padre y se pre­ocupó ante todo de los problemas inmediatos de Francia, representados por la molesta presencia de los ingleses en Aqui­tania, feudo de Eduardo 1 de Inglaterra; también se liberó de los vínculos de índole política y económica que ligaban con la monarquía inglesa las florecientes ciudades de Flan­des, como Brujas, Gante, Ypres, etc., grandes centros de acti­vidad industrial, comercial y bancaria.

Un entendimiento con Eduardo 1 sobre la base del statu quo (1303) y obtuvo el juramento de fidelidad del conde de Flandes, de los nobles y de las ciudades flamencos; consiguió, además, el derecho de ocupar Lille y otra plaza por determinar (1305). En esta época Felipe IV tuvo el memorable enfrentamiento con el papa Bonifacio VIII, culminado con el ultraje de Anagni (1303) yel posterior traslado del papado a Aviñón. En Fran­cia, la política de Bonifacio VIII, afirmada en la bula Unam sanctam, se consideró como un intento de sometimiento. Por ello la posición del rey fue apoyada tanto por los juristas y los estudiosos de la universidad de París como por la opinión pública, expresada por los Estados (el Parlamento).

Laprogresiva apropiación de feudos imperiales en terri­torio francés y la penetración en los dominios del propio imperio al oeste del Rin. Al mismo período se refiere la pro­longada acción del rey contra la orden monástico-militar de los Templarios, que, tras la caída definitiva de las posicio­nes cristianas en Siria (1291), se había dedicado casi exclu­sivamente a grandes operaciones financieras. Las razones de la iniciativa real no están claras, ni pueden reducirse sólo a la voluntad del rey de apropiarse de su ingente patrimonio, que en realidad nada más obtuvo en parte; pero aquella acción, efectuada en estrecha colaboración con el papa Cle­mente V y apoyada por el pueblo, tuvo un epílogo trágico en el proceso por herejía y la condena a la hoguera de los altos dignatarios de la orden, con su Gran Maestre, Jacques de Molay (1314).

Mientras, 1as instituciones se iban consolidando. El rey era el gozne del gobierno, en unión de su consejo real. El poder del rey tenía una sólida base en la amplitud del patrimonio de la corona, pero como estos recursos no bastaban para cubrir los gastos, a menudo se presentó la necesidad de pedir con­tribuciones a los nobles, al clero (a pesar de su inmunidad) y a ias ciudades. Las peticiones eran discutidas y por lo gene­ral aceptadas por unas asambleas (Estados generales yprovin­cia/es), semejantes a 1as hispánicas y a 1as inglesas. Asimismo, la administración de la justicia estaba de hecho en manos del
rey. Al gobierno de tipo patriarcal de Luis IX sucedía gra­dualmente un régimen absolutista.

A Felipe IV el Hermoso lo sucedieron, por este orden, sus hijos Luis X (1314-1316), FelipeV (1316-1322) y Carlos IV (1322-1328), figuras de escaso relieve que, sin embargo, no perjudicaron el prestigio de la corona ni la posición preemi­nente de Francia. Con Carlos IV se extinguió la línea mas­culina directa de los Capero (1328); la sucesión correspon­dió a un primo suyo, Felipe VI de Valois (1328-1350), hijo de un hermano de Felipe IV el Hermoso, Carlos de Valois. El nuevo rey fue aceptado sin dificultad en Francia y en Ingla­terra, donde reinaba Eduardo III, de dieciséis años, hijo de Eduardo II y de Isabel de Francia, hija de Felipe IV el Her­moso y por consiguiente perteneciente a la línea directa de los Capero. El joven Eduardo III prestó, en efecto, el home­naje de vasallaje a Felipe VI por Aquitania y los demás feu­dos que poseía en Francia (1329), pese a que hacía tiempo que los reyes franceses procuraban apropiárselos, y desarro­llaban una política contraria a Inglaterra, apoyando contra ella a Escocia. Pero las relaciones entre ambos reinos llega­ron a la ruptura cuando a la cuestión dinástica, que parecía estabilizada, se sumó la divergencia de intereses económicos. Flandes era muy importante para Inglaterra a causa del comer­cio lanero; cuando Felipe VI sometió las ciudades flamen­cas rebeldes al conde Luis de Nevers, su vasallo, y les impu­so la administración francesa, Eduardo III vio amenazada no sólo la seguridad de su país, sino también una inagotable fuen­te de riqueza, y reaccionó estableciendo la prohibición de

exportar la lana (1336). Entonces, la burguesía de aquellas ciudades, afectada por la amenaza de parálisis de la indus­tria lanera, se sublevó bajo el mando de un representante de la burguesía de Gante, Jacob Van Artevelde, contra el con­de Luis de Nevers y por tanto contra Felipe VI, a quien se consideraba responsable de la crisis; los sublevados solicita­ron la intervención de Eduardo III. Como consecuencia de estos acontecimientos, el monarca inglés reivindicó públi­camente nada menos que la corona real de Francia, apoyándose en los derechos hereditarios de su madre (Westminster, 1337) y notificó por medio de un obispo su desafio al rey de Fran­cia. A continuación, desembarcó con un ejército en Flandes (1338), donde fue reconocido rey legítimo de Francia a cam­bio de la invalidez de la prohibición de exportar lana. Por su parte, Felipe VI reunía sus tropas, mientras su marina efec­tuaba incursiones sobre las costas británicas.

La monarquía inglesa

Eduardo III (1327-1377) acompañó su reivindicación del tro­no de Francia con una sugestiva propaganda, en la que se repe­tía un tema especialmente atractivo para los franceses: se pre­sentaba como el que había de reverdecer la tradición de buen gobierno de la época de Luis IX, cuya persona era objeto de un auténtico culto popular. La evocada la paz de París de 1258-1259 con Enrique III, que ponía término a otra guerra secular entre ambos Esta­dos, iniciada con motivo de la conquista de Aquitania y los demás feudos franceses por Enrique 1 Plantagenet, gracias a su matrimonio con Eleonora, repudiada por Luis VII (1154). Luis IX había querido la paz de París, gravosa para él, por­que pretendía definir de una vez para siempre la posición del rey de Inglaterra como vasallo suyo; en cuanto a Enrique III, la había aceptado para poder hacer frente a la rebelión de los barones y los prelados, bajo el mando de Simón de Mont­fort, que le ocupó hasta 1265. La derrota de Montfort per­mitió finalmente al rey recuperar el pleno control de su rei­no, conservando solamente las limitaciones establecidas en la Magna Charta Libertatum.

El hijo y sucesor de Enrique III, Eduardo 1(1272-1307), com­pañero de Luis IX en su última cruzada, dio un gran impul­so a la unificación de la isla. Mediante una enérgica acción militar sometió Gales, reprimiendo un vigoroso movimien­to secesionista y nacionalista que dirigía el príncipe Llewe­hin, su vasallo. Gales fue anexionado a la corona inglesa (1283) y el título de príncipe de Gales quedó reservado al heredero de la misma.
nar Escocia, reino vasallo siempre inquieto. A la muerte del rey escocés, Alejandro III (1286), que no dejaba heredero varón, Eduardo 1 preparó el matrimonio de Margarita, hija del difunto, con su propio hijo, Eduardo, el primer prínci­pe de Gales y futuro rey de Inglaterra: de aquel modo se rea­lizaría la unión de ambos reinos. Pero el matrimonio no se pudo celebrar debido a la muerte de la prometida, con lo que el trono de Escocia fue reclamado por tres colaterales de Ale­jandro III: Juan Baliol, Roberto 1 Bruce yJuan Hastings, some­tiéndose al arbitraje de Eduardo 1. Fue elegido Baliol, que se declaró vasallo del rey inglés (1292), aunque luego no sopor­tó el vínculo de dependencia y se rebeló, obteniendo el apo­yo de Francia. Eduardo 1 reprimió la insurrección y asumió personalmente la corona escocesa (1296), pero hubo de afron­tar continuas revueltas, hasta su expulsión del reino por Rober­to 1 Bruce, que a su vez fue proclamado rey en 1306.

Durante el reinado de Eduardo 1 hubo también complica­ciones con Francia. La situación era en realidad singularmente anómala: el rey de Inglaterra —es decir, de una potencia euro­pea capaz de competir con Francia— resultaba ser vasallo de la corona francesa. La tensión se prolongó durante un dece­nio (1293-1303) y fue superada tras algunos compromisos, a los que se plegó Felipe IV, ya que en aquella época estaba implicado en el conflicto con Bonifacio VIII. También Eduar­do 1 se había enfrentado con aquel papa a propósito de la inmunidad del clero (1296), consiguiendo al fin imponer­se; de ello resultó el casi total alejamiento clerical del Parla­mento, justamente cuando en ias decisiones de éste iba cobran­do cada vez mayor peso la voz de la burguesía. En efecto, apoyándose en el principio según el cual lo que interesa a todos debe ser aprobado por todos (quodomnes tangit, ab omnibus approbetur), comenzó a cobrar forma institucional la asam­blea independiente de los burgueses. Estos se reunían espon­táneamente a discutir sobre sus intereses, para defenderlos luego en el Parlamento. De esta manera se iba configuran­do la cámara de los Comunes o cámara baja, en contraposi­ción a la cámara de los Señores (lords) o cámara alta, bastión de la aristocracia.

La política de Eduardo 1, en su conjunto, fue constructiva y logró un provechoso equilibrio entre las fuerzas operantes en el reino: la corona, la aristocracia y el pueblo. No puede decir­se lo mismo del gobierno de Eduardo 11(1307-1327), espo­so de Isabel de Francia, hija de Felipe IV el Hermoso. Los nobles lo obligaron a aceptar unas humillantes limitaciones del poder regio, derivadas de los estatutos de Oxford; le nega­ron además la ayuda idónea para afrontar una ofensiva de Roberto 1 Bruce, rey de Escocia, condenándole así a la derro­ta (Bannockburn, 1314), que consagró la independencia de Escocia. La propia reina Isabel, en complicidad con su her­
mano Carlos IV de Francia, apoyó una nueva revuelta de los nobles que obligó al rey a abdicar en favor de su hijo, Eduar­do III (1327). Poco después de su renuncia fue asesinado en la cárcel.

En semejante ambiente comenzó a reinar, bajo regencia, Eduardo III (1327-1377). Ante una nueva ofensiva de Es­cocia, se vio obligado a reconocer su independencia (1328); al año siguiente no pudo eludir el juramento de vasallaje a Felipe VI de Francia. Pero en 1330 consiguió eliminar a los asesinos de su padre y poco después, aprovechando los des­órdenes provocados en Escocia por la muerte de Roberto Bru­ce y la minoría de edad de su sucesor, David (1329), Eduar­do III apoyó a su propio candidato, Eduardo Baliol, y vengaba la derrota de Bannockburn con la victoria de Halidon Hill (1333). Así se perfilaba la completa ruptura entre ambos rei­nos y la reivindicación de la corona francesa por el rey de Ingla­terra, prólogo de la guerra de los Cien Años.








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