viernes, 30 de mayo de 2008

Revolución Francesa

REVOLUCIÓN FFRANCESA

Alto clero y nobleza de espada y toga

Los dos estratos privilegiados continuaron gozando del dere­cho a la exención de tributos fiscales y a la recaudación de los cánones feudales cuyo legítimo fundamento pudieran cer­tificar. Sólo la asamblea de los representantes del clero vota­ba «voluntariamente» cada cinco años una <>donación gratuita» al Estado. El clero figuraba en primer lugar entre los esta­mentos del reino. El alto clero, reclutado casi por entero entre los nobles, disponía de grandes riquezas: el patrimonio inmo­biliario de las ciudades y bienes raíces en provincias, hasta el punto de cubrir casi el diez por ciento de la superficie de Fran­cia. Pero se trataba de una riqueza improductiva, que se acu­mulaba y consumía estérilmente. El bajo clero, en cambio, vivía peor aún que los nobles provincianos empobrecidos y, aunque pertenecía al mismo grupo, tenía muy poco en comun con los grandes eclesiásticos, incluso por extracción social, pues procedía casi por entero de las clases inferiores del ter­cer Estado.
En conjunto, los nobles se habían empobrecido. No podía ser de otra forma en quienes sustentaban la convicción de que se era »tanto más noble cuanto más inútil». La nobleza cortesana dependía ya casi por entero de los patrimonios~ car­gos y liberalidades concedidos por benevolencia regia. Los demás miembros de la nobleza —la mayor parte— sobrevi­vían confiando en los cada vez menos productivos cánones feudales, o bien ingresando en el ejército o en la diploma­cia, carreras reservadas exclusivamente para ellos. Se había formado además una nobleza de origen más reciente, inte­grada por burgueses ennoblecidos por el soberano en reco­nocimiento de los servicios prestados a la monarquía abso­luta: los llamados nobles de toga, burócratas y magistrados, que aseguraban el funcionamiento de la administración y de la justicia. No eran, pues, inútiles como los demás, pero dis­frutaban también de una condición privilegiada: sus cargos eran vitalicios y hereditarios, lo que les diferenciaba del res­to del país.


El tercer Estado
En los últimos cien años el tercer Estado había crecido enor­memente en número e importancia. El aumento de la pobla­ción operado en aquel período, de diecinueve millones aEL navegante francés La Pérouse,XVI. La Pérouse llegó hasta las islas en visperas de su viaje de Hawai, ademásde explorarJapón,exploración por el océano Pacifico, Corea y Filipinas. Paris, Musée de recibe instrucciones del rey Luis La France d’Outre-Mer. cerca de veintiséis, era consecuencia del mayor bienestar que reportaba al país su propia laboriosidad y su espíritu de ini­ciativa. Su composición social era enormemente variada. El tercer Estado no se identificaba sólo con la burguesía, que constituía poco más del ocho por ciento de los franceses. En el ámbito mismo de la clase burguesa las diferencias eran muy acusadas: se pasaba de los banqueros, empresarios y recaudadores de impuestos a los médicos, abogados, pro­fesores, comerciantes y artesanos. Pero tercer Estado eran también los obreros de las ciudades, así como los propie­tarios de tierras en provincias, ricos, pobres y muy pobres. Al mismo Estado pertenecía la gran masa campesina sin tie­rra, que representaba más del ochenta por ciento de la pobla­ción de Francia.

El tercer Estado dirigía todas las actividades productivas del país, el comercio interior y el exterior. La mayor parte del capi­tal inmobiliario se hallaba en sus manos. Sus representantes m~s avanzados, surgidos del campo de la burguesía, eran, natu­ralmente, los más dinámicos, y actuaban como fuerza impul­sora frente a las otras clases, menos activas, dotadas y prepa­radas, sin conseguir nunca solidarizar todos sus intereses comunes. Sólo les unía su aversión general hacia los nobles privilegiados y parásitos. Entre los burgueses y los propieta­rios no nobles, dicha aversión se nutría de motivos ideológi­cos y de intolerancias políticas y sociales, mientras que entre todos los demás no superaba el nivel del resentimiento pasi­vo o de la violenta venganza personal.





La monarquía

La monarquía apenas podía, cada vez con más dificultades, mantener la cohesión de esta estructura tripartita, afectada por profundas tensiones entre los estamentos y en el inte­rior de cada uno de éstos. La tupida estructura de una buro­cracia regia que había crecido desordenadamente obstaculi­zaba una administración pública que compensara las disfunciones y los desequilibrios inherentes al modelo feu­dal sobre el que la monarquía continuaba fundándose. Esto era válido, en especial, para la administración financiera, com­plicada, costosa y opresiva. Por otra parte, el rey, como sobe­rano absoluto, ya no estaba en condiciones de ejercer ple­namente el ilimitado poder que reivindicaba. Sus colaboradores eran desde hacía tiempo más fieles al régimen que obedientes a su voluntad. Este cambio de disposición no se manifestó mientras el soberano continuó dando órdenes conforme a la lógica del régimen. Éste ignoraba, sin embar­go, el anhelo de reformas que adecuaran las instituciones a la realidad de una Francia aún fundamentalmente agraria, pero impulsada ya, de hecho, por una burguesía rica

. La monarquía francesa fue la única entre las grandes de Europa, en la segunda mitad del siglo xviii, que permane­ció insensible a la influencia de la filosofía de las luces, que era paradójicamente, en buena parte, obra de la burguesía de Francia.


Turgot y los privilegios fiscales

A la muerte de Luis XV, para remediar su orgullosa y reite­rada negativa a tomar en cuenta la realidad del país, cada día más patente, y restituir a la monarquía la iniciativa perdida desde hacía tiempo, hubiera sido preciso un soberano dis­tinto del que ascendió al trono como sucesor. Luis XVI, nie­to de aquél, era un personaje indolente y superficial, con más astucia que inteligencia, más gazmoñería que auténtica fe y sin vocación para gobernar.

No tardó en poner de manifiesto su verdadero carácter. En virtud de una de sus primeras disposiciones, condescendió en pector general, equivalente al de ministro de Hacienda (agos­to de 1774). Turgot era uno de los grandes burócratas del Estado, considerado abierto a las nuevas doctrinas que pro­ponían audaces reformas de las viejas instituciones y de los anticuados equilibrios por los que se regía la estructura eco­nómica y financiera del país. Y la monarquía precisaba refor­mas con urgencia, ante el peligro siempre presente de la ban­carrota.

Turgot trató de llevar a cabo las que se consideraban indis­pensables, modificando el sistema tributario sin aumentar la presión fiscal, pero repartiéndola mejor. Abolió las pres­taciones de trabajo gratuitas de los campesinos para la con­servación de las carreteras (las corvées royales), que sustitu­yó por la imposición de un gravamen sobre todos los propietarios de tierras. Esto representaba un primer aten­tado contra las exenciones fiscales. Las clases afectadas y la magistratura se opusieron, pero el 12 de marzo de 1776 Luis XVI confirmó la abolición. Sin embargo, dos meses más tarde, Turgot dimitía de su cargo. Atemorizado, Luis XVI comenzaba a darse cuenta de la contradicción que minaba desde la base la monarquía y el régimen. Las clases privile­giadas se mostraban unánimes en la defensa de la monar­quia como pilar y garantía del régimen con el que se iden­tificaban, pero no se manifestaban menos unidos contra la monarquía si ésta rechazaba, por su parte, tal identificación. Pero la monarquía, aun negando la hipótesis de una alter­nativa en el régimen, se consideraba con derecho a adaptar las estructuras estatales a sus propias conveniencias, pues de otro modo hubiera dejado de ser, contra sus propias inten­ciones, una monarquía absoluta.


Necker: la confianza en el crédito

Para ocupar el puesto de Turgot, Luis XVI llamó a Jacques Necker (1732-1804). El cargo para el que se le designó era, en apariencia, más modesto: primero director del tesoro real, y luego inspector general de finanzas (1777). Necker, de reli­gión protestante, no podía ser admitido en el consejo del rey. Prusiano de origen y ginebrino de nacimiento, había sido un próspero banquero en París, abandonando muy pronto los negocios. Sin embargo, carecía de dotes de hombre de Esta­do. Como Turgot, Necker no se dio cuenta de que el pro­blema del saneamiento de las finanzas del reino no era sólo técnico, susceptible de ser resuelto con disposiciones en el sector, sino sobre todo político, pues implicaba decisiones tras­cendentales, coherentes con las exigencias de un país prós­pero y de una monarquía al borde de la bancarrota. Necker chocó además con dos dificultades totalmente imprevistas. La primera fue la caída de los precios de los productos agrí­colas e industriales a partir de 1778, debida en parte a la gue­rra americana. Ello representaba una novedad absoluta des­pués de medio siglo de casi ininterrumpido aumento de precios. Los beneficios se redujeron o desaparecieron. Las consecuencias negativas de este cambio de coyuntura recayeron sobre todo en las clases más pobres de los tres Estados. Los nobles, que vivían de los cánones feudales, endurecieron la presion tri­butaria, acentuando la miseria de los campesinos. Resultó así aún más difícil pedir sacrificios a las clases privilegiadas, como asimismo a la gran mayoría de los miembros del tercer Esta­do. La segunda dificultad provino de la participación fran­cesa en la guerra de la independencia americana, que impli­caba gastos enormes. Por ello Turgot se había opuesto a la política de intervención. Necker se limitó, por una parte, a continuar reorganizando la recaudación de impuestos, ya iniciada por Turgot. I~or otro lado, recurrió a empréstitos. No se atrevió a enfrentarse con las reacciones de la nobleza y del clero, promoviendo reformas profundas. En cambio, hizo creer al país que podría financiar la guerra sin aumentar la presión fiscal. Su famoso
finan zas desarrollando un.a política de reducción de gastos que le deparó la hostilidad del Parlamento. Museo de Versalles.
nión pública, fue una manipulación deliberada. En su infor­me declaraba un activo inexistente de diez millones de libras, mientras la realidad presentaba un pasivo real de cuarenta y cinco millones. Aquel activo imaginario que debía servir para crear confianza y facilitar nuevos préstamos se convirtió en un arma de dos filos, ya que impulsó a los contribuyentes a rechazar nuevos gravámenes fiscales, mientras la crisis finan­ciera impedía recurrir al mercado de capitales.


El plan de Calonne

Necker, derrotado, presentó la dimisión en mayo de 1781. Joly de Fleury, su sucesor, fue destituido sin haber conseguido nada. Para reemplazarlo en el cargo de inspector general, Luis XVI nombró en noviembre de 1783 a otro gran buró­crata, C. A. de Calonne (1734-1802). La guerra americana había terminado, pero había costado a Francia dos mil millo­nes de libras. La deuda pública, que ascendía amil quinientos millones en 1774, llegó hasta casi los cuatro mil. Durante tres años, Calonne pareció no darse cuenta de la situación. La deuda del Estado aumentó todavía en 653 millones, gastados en empresas improductivas, como la adquisición de un castillo para la reina, el pago de las deudas de los hermanos del rey, y en parte en obras públicas. En 1786 Calonne se halló frente a una alternativa que no era nueva, pero que se presentaba ya como inevitable: o la bancarrota, y con ella una crisis que hubiera puesto en peligro a la misma monarquía, o la reforma radical del sistema tributario. Las medidas toma­das a medias y el recurso al crédito no servían ahora. Como la bancarrota debía excluirse por sus imprevisibles conse­cuencias, sólo quedaba la reforma. El plan que Calonne presentó al rey en agosto de 1786 se basaba, sobre todo, en la introducción de un nuevo impues­to sobre los bienes raíces llamado «subvención territorial», que afectaba indistintamente a todos los propietarios de tie­rras. Además, preveía la extensión generalizada del impues­to del timbre que hasta entonces, al igual que el impuesto sobre la tierra, sólo habían pagado los miembros del tercer Estado. En el régimen vigente, ello equivalía a la introduc­ción del principio revolucionario de la igualdad de los súb­ditos frente al Estado, comenzando precisamente por la igual­dad ante el fisco. El plan lo completaba una serie más de disposiciones, entre ellas la abolición de las gabelas y la reden­ción de las corvées aún existentes después de la supresión de las regias. Bajo el empuje de la necesidad, salieron a la luz las implicaciones políticas y sociales del problema fiscal, que siempre se habían eludido. Pero ni siquiera Calonne lo advir­tió. Él no era revolucionario; deseaba tan sólo una admi­nistración eficaz y equilibrada. Le bastaban para ello las fór­mulas del despotismo ilustrado. Frente a las dudas del soberano, temeroso de las previsibles reacciones hostiles de las clases privilegiadas y de la magistratura, Calonne pro­puso que su plan fuera sometido al juicio de una asamblea de notables nombrados por el rey. Esta asamblea se reunió el 22 de febrero de 1787, y pronto resultó evidente que sus 144 miembros, príncipes de sangre, aristócratas, eclesiásti­cos, magistrados y funcionarios, estaban decididos a impe­dir las reformas previstas; Calonne dimitió el 8 de abril, y tuvo que huir a Inglaterra, perseguido por acusaciones de apropiación de fondos públicos no desprovistas totalmen­te de fundamento.
Lo sustituyó el arzobispo de Toulouse, Loménie de Brienne, rival suyo, apoyado por la reina. Pero tampoco tardó en adver­tir que el camino señalado por Calonne era el único practi­cable, aunque a condición de romper la coalición de intere­ses que se oponía a él, y devolver al poder real la plena libertad de decisión. La asamblea de notables, antes de consentir con el impuesto sobre la tierra y las demás reformas, pretendió que estas medidas fueran sometidas al Parlamento de París, el más autorizado y poderoso de Francia,

Despotismo regio y rebelión nobiliaria
Estados Generales, que la monarquía no había convocado des­de 1614. La Fayette, de regreso de América, propuso inútil­mente que se formara, según el modelo del Congreso de los Estados Unidos, una asamblea nacional única, que debería reunirse periódicamente. Los notables estaban seguros de que el Parlamento de París rechazaría las propuestas de Brienne; de aquí que éste insistiera en la reducción de los poderes de los magistrados. El 8 de mayo, Luis XVI dio su consentimiento a una serie de edictos que preveían la creación de 47 asam­bleas provinciales, además de una corte plenaria, para regis­trar los edictos reales, en la que el tercer Estado tendría una representación igual a la de los dos estamentos privilegiados juntos. Era el fin de los Parlamentos.




Esta perspectiva desencadenó la «rebelión nobiliaria», verdadera prueba de fuerza entre monarquía y régimen que abrió el cami­no a la revolución. El Parlamento de París se negó a regis­trar los edictos sobre los impuestos y solicitó la convocato­ria de los Estados Generales, previendo que esta asamblea plenaria de la nación permitiría una tutela más eficaz de los privilegios, y, en un sentido más amplio, una solución de los problemas planteados por los intereses reales del país. El rey creyó que podría intimidar y someter a los magistrados pari­sienses exiliándolos a Troyes, pero con ello no pasó de una efímera ostentación de fuerza.

Al extenderse la oposición a los Parlamentos de provincias, Luis XVI anuló los edictos sobre el impuesto de la tierra y del timbre, y autorizó el retorno del Parlamento de París a la capital. La acogida triunfal que acompañó, a fines de sep­tiembre, a este regreso confirió a la rebelión nobiliaria pro­movida por los magistrados un significado que iba mucho más allá de una prueba de fuerza entre monarquía y régimen. Aquélla, en sí misma, no se discutía ni nadie la amenazaba; lo que se impugnaba era más bien la práctica gubernamen­tal tornadiza y despótica en que se basaba. El Parlamento de París la condenó explícitamente, provocando la respuesta de Versalles, que decretó la disolución del organismo y la entra­da en funciones de las asambleas provinciales.

Esta vez, el régimen se enfrentaba con un auténtico golpe de Estado que, sin embargo, nada resolvía. No devolvía el prestigio ni la autoridad a la monarquía absoluta, ni repre~ sentaba la base de una renovación constitucional que pudie­ra interesar a la burguesía. El golpe de Estado consiguió sólo dos resultados negativos. La nobleza y el clero se coa­ligaron con los magistrados de los Parlamentos, conside­rados como los protectores más calificados de sus privile­gios; pero otro tanto hicieron los que deseaban la renovación de las instituciones públicas a través de la con­vocatoria de los Estados Generales. Y precisamente en la solicitud de reunión de dicha asamblea insistía el Parlamento de París. Brienne había cometido así el error de aunar las oposiciones en lugar de dividirlas. Era, pues, inevitable que cayese. Se volvió a llamar a Necker (25 de agosto de 1788), y se convocaron los Estados Generales pata mayo de 1789, con tres años de antelación sobre la fecha prevista antes del golpe de Estado.
La rebelión nobiliaria terminó, en apariencia, con una vic­toria. En realidad, era el fruto de una convergencia momentánea de intereses contradictorios. La convocatoria de los Estados Generales afectaba directamente al tercer Esta­do., los estamentos privilegiados. Y dicho tercer Estado no podía ratificar la confirmación de la preeminencia de aquéllos y su propia discriminación. El choque se hacía ya inevitable. De aquí que la rebelión nobiliaria pueda considerarse el pun­to de partida de la revolución que habría de acabar con el régimen y con la misma monarquía. El retorno de Necker evidencié los equívocos en que se debatían. Un ejemplo de ello fue la asamblea provincial celebrada en Vizillc, cerca de Grenoble, donde las tres clases se manifestaron acordes en la necesidad de afrontar el despotismo regio, pero con objetivos opuestos: los unos para resucitar el pasado, y los otros para enterrarlo definitivamente. Necker había fraca­sado ya una vez, poniendo de manifiesto sus limitaciones
Dibujo de David que representa el célebre episodio del juramento del Juego de a Pelota, el 20 de junio de 1 789, que condujo a la
formación de la Asamblea nacional. Se realizó en un local de Versalles donde se solia jugar a la pelota. Paris, Bibliothéque nationale.
políticas. La monarquía hubiera necesitado a un hombre capaz de mediar entre las distintas exigencias, mantenien­do el sistema por encima de los partidos. Necker carecía de las aptitudes necesarias para esta empresa. Su nombramiento era un expediente rutinario en una situación que no daba más de sí.

A hacer más precaria la victoria de la rebelión nobiliaria con­tribuyó, entre el otoño de 1788 yel invierno de 1789, el empeoramiento de la crisis económica, ya en curso cuan­do comenzó la caída de los precios de los productos agrí­colas e industriales. Aumentó bruscamente el precio del pan, a raíz de una pésima cosecha. La industria francesa sufrió un nuevo golpe a causa de la competencia de los produc­tos industriales ingleses, favorecidos por el tratado comer­cial firmado por Francia y Gran Bretaña en 1786. A flne~ de 1788, había en París casi cien mil desocupados. En el resto de Francia había decenas de millares. El descontentc y las agitaciones sociales se extendieron rápidamente poi todo el país.

Los Estados Generales

La preparación de los Estados Generales se desenvolvió en este clima tenso e incierto; pero los términos del debate político y constitucional quedaron muy pronto definidos y resulta­ron irreconciliables entre sí. No se trataba sólo de diferencias entre las dos clases privilegiadas y el tercer Estado, sino de pro­blemas internos entre los mismos Estados privilegiados. Había nobles, prelados y magistrados conservadores —aristócratas, como se les empezó a llamar— que pretendían que los Esta­dos Generales se constituyeran como en 1614, devolviéndo­les el poder político. Entre ellos se contaban indistintamen­te ricos y pobres, sobre todo entre los miembros de la nobleza militar. Pero por otra parte, junto a muchos nobles de la últi­ma generación, se alineaba el sector más consciente y pro­testatario del bajo clero, así como los jóvenes más ambicio­sos e inquietos de la nobleza de toga, en particular los de extracción provinciana: todos ellos eran ~patriotas» o ~nacio­nales», decididos a impedir que los Estados Generales sirvie­ran para la restauración feudal. Idéntica postura sustentaba el tercer Estado, sobre todo en sus estratos burgueses, que seguían atentamente el modelo constitucional inglés, y recor­daban la experiencia americana. Según los aristócratas, la cons­titución de los Estados Generales debía asegurar el turno de las votaciones por separado, la representación paritaria de todos los estamentos y la unanimidad de todos ellos para cualquier decisión. Esto equivalía a hacer imposible cualquier reforma. La tesis de los patriotas consistía en la reivindicación de que se modificara la constitución de los Estados Generales, pre­cisamente con objeto de impedir la parálisis operativa.

El Parlamento de París, al principio, tomó una postura de conformidad a la tesis de los aristócratas (25 de septiembre de 1788), y luego, violentamente atacado, permitió que se duplicara el número de representantes del tercer Estado (5 de diciembre), como había ya sucedido en las asambleas pro­vinciales. A fines de enero de 1789, el abate E. Joseph Sie­yés (1748-1836) publicaba un opúsculo titulado ¿Que’ es el tercer Estado?, que tuvo enorme resonancia. El tercer Estado salía a la luz, reivindicando el derecho de identificarse con la nación. Significativamente, el periodista Jacques Mallet du Pan escribía por aquellos mismos días que ya no se trataba del enfrentamiento entre el despotismo real y los diversos gru­pos sociales, sino de una auténtica guerra entre el tercer Esta­do y los otros dos.

Las elecciones de los representantes que debían enviarse a los Estados Generales se desarrollaban entre numerosas dispu­tas en el interior de las dos clases privilegiadas, que ponían así de manifiesto su desunión y, en consecuencia, su debili­dad política. En cambio, las elecciones de representantes del tercer Estado se llevaron a cabo sin dificultades. Se discutie­ron y aprobaron los cahiers de doléance o reivindicaciones que dichos representantes debían llevar a los Estados Generales. Entre aquéllas fueron numerosas e importantes las de la bur­guesía industrial y comercial, pero faltaron las de los obre­ros. El proletariado aún no tenía voz. Los Estados Genera­les se reunieron solemnemente el 5 de mayo de 1789 en la residencia real de Versalles, y no en París, en una atmósfera de irritación e incomodidad para los representantes del ter­cer Estado. El protocolo establecido por la corte los discrimi­naba ostentosamente. Antes de la sesión inaugural, Luis XVI recibió a los miembros del clero y de la nobleza en su gabi­nete de trabajo, y a los del tercer Estado en su dormitorio. Éstos fueron introducidos luego en la sala de la asamblea por la puerta secundaria, vestidos además con un modesto uni­forme negro.

En seguida se vio que la monarquía estaba del lado de las cla­ses privilegiadas. La división entre los diversos estamentos se acentuó por una cuestión de procedimiento. La batalla polí­tica que había precedido a la reunión de los Estados Genera­les había insistido ya vivamente en dicha cuestión, pues afec­taba a un asunto capital para la suerte del régimen, su conservación o su radical reforma. Sc trataba de decidir si la verificación de los poderes de los miembros de la asamblea tenía que llevarse a cabo separadamente, en ci interior de cada estamento, ode manera conjunta, en sesiones comunes. Los repre­sentantes del tercer Estado sabían que la ventaja, arrancada a la monarquía, de duplicare1 número de sus miembros habría sido inútil de prevalecer la tesis que sustentaban los nobles y el clero: proceder a la verificación por Estados separados. Y sabían además que se hallaban en posición ventajosa. Estaban respaldados por una amplia parte del país, materialmente pró­xima en París, resuelta a apoyarlos, y contaban también con numerosos aliados tanto entre los dignatarios del bajo clero como entre los de la nobleza.


El prólogo de la revolución:
la Asamblea nacional

La disputa de procedimiento se prolongó sin éxito duran­te un mes. Más tarde, los representantes del tercer Estado tomaron la iniciativa. Invitaron a sus colegas de los otros dos estamentos a unírseles para proceder a la votación de los pode­res el 12 de junio. Si se negaban, actuarían por su cuenta, aun a riesgo de enfrentarse con ellos. Era el desafío al régi­men, el primer paso consciente por el camino de la revolu­ción. Sólo diecinueve miembros del bajo clero respondie­ron con rapidez al llamamiento. El 17 de junio, con 491 votos a favor y 89 en contra, acordaron constituirse en Asamblea nacfona~, autoproc?ama’ndose tínícos representantes de toda Francia. Luego tomaron otras tres decisiones en forma de «decretos»: suspensión de toda exacción fiscal que la monarquía hubiera impuesto por la fuerza; consolidación de la deuda pública, para dar seguridades a los acreedores del Estado; y, por último, desconocimiento del derecho del soberano a vetar los dos acuerdos anteriores y cuantos la Asamblea tomara en el futuro. Luis XVI respondió convo­cando en sesión plenaria a los Estados Generales para el 23 de junio. Se proponía anunciar de forma solemne su deci­sión de anular los acuerdos de la Asamblea. Como primera providencia, ordenó que se clausurase el aula donde el ter­cer Estado había proclamado la Asamblea nacional, como si esta medida bastara para resolver una situación tan gra­ve. Los miembros de la Asamblea no hicieron más que des­plazarse un poco, instalándose en otro local de la residen­cia regia de Versalles, donde los cortesanos acostumbraban a jugar a la pelota. Allí suscribieron el juramento de no sepa­rarse hasta que se aprobara una constitución (juramento del Juego de la Pelota, 20 de junio de 1789). Esto significaba que la Asamblea no se disolvería hasta que se liquidara defi­nitivamente el régimen.

El 23 de junio se celebró la sesión convocada por el rey a instancias de sus consejeros. Luis XVI no se limitó a decla­rar nulos los decretos de la Asamblea, sino que consideró
su deber resaltar que si bien consentía en el principio de i~ dad frente al fisco, todos los derechos y privilegios en y debían conservarse por cuanto eran inherentes al den de propiedad. Por último, dispuso que al día siguiente se nudaran las sesiones por separado. Los miembros de la As blea permanecieron en el aula mientras la nobleza y el clero se retiraban, y confirmaron sus decisiones antern Mirabeau aseguró que no se moverían si no les empuja punta de bayoneta. Se había llegado rápidamente al que frontal.

Los acontecimientos se precipitaron. Mientras en la E los valores se hundían, reflejando la desconfianza e in tud crecientes respecto al régimen, el 24 de junio la m ría del clero se unió a la Asamblea nacional. Al día sigr te, 47 nobles, entre ellos el duque de Orleans, hicieron tanto. Los 407 electores de los representantes del tercer 1 do de París comenzaron a reunirse en el Hótel de Ville (a tamiento), mientras en ei Palais-Royal, que pertenec duque de Orleans, se concentraban intelectuales, peri tas y escritores que lanzaban consignas, adoctrinando muchedumbre que se congregaba en torno a ellos. Ut otros no se limitaban a seguir los acontecimientos, smc tendían a dirigirlos, alimentando sin tregua la acción r lucionaria. El 26 de junio Luis XVI, abandonando la tica de akivo rechaza, recurrió i Li intimiJición. LLii seis regimientos de provincias para proteger Versalles, y p días después otros diez regimientos rodearon París. 1 medidas sirvieron tan sólo para alarmar a los patriotas el Hótel de Ville se hicieron planes para la organizació una milicia. El ejército no era seguro. Los oficiales de go inferior, pese a haber sido perjudicados por las ordem de marzo de 1788, que les negaban la posibilidad de al zar grados elevados, distribuidos habitualmente entre los des del reino o vendidos a los burgueses enriquecidos dían considerarse aún en el momento de la crisis de jt fieles en su mayor parte a la voluntad regia. Pero la podía inclinarse hacia los patriotas, que desplegaban los soldados una activa propaganda. Por su parte, la A:blea nacional no cedió. El 9 de julio se proclamó Asaff constituyente, con el propósito de elaborar una nueva es ruta del Estado.


Contrarrevolución y toma de la Bastilla

Luis XVI creyó aún posible emplear la astucia, sin darse c ta, y con él la corte, de que había terminado la época monarquía absoluta y del despotismo como forma de go no. Destituyó a Necker, a quien exilió y sustituyó por el b Louis-Auguste de Breteuil, favorito de María Antonieta un error que se sumaba al de haber reunido a los dieciséis regimientos entre Versalles y París. Cuando el 12 de julio se tuvo noticia de la destitución de Necker, la reacción en la capi­tal fue violentísima.

El banquero ginebrino no tenía ciertamente madera de revo­lucionario y no muchos años atrás había defraudado las espe­ranzas que en él se depositaron, pero a los ojos de los patrio­tas había terminado por ganarse méritos que en gran parte no le correspondían, como valedor y portavoz suyo cerca del soberano. Por esta razón, interpretaron la caída de Necker como una segunda y más explícita amenaza contra la Asam­blea nacional y cuanto ésta representaba.

Para defenderse, los parisienses corrieron a saquear las arme­rías y luego invadieron Los Inválidos, donde se apoderaron de millares de fusiles y de algunos cañones. Pero no encon­traron la pólvora, que había sido transportada a la Bastilla. Corrieron entonces hacia la fortaleza, exigiendo que se les entregase. El gobernador Launay, atemorizado por la muchedumbre que había conseguido superare1 puente leva­dizo, ordenó a los soldados de guardia que disparasen. Entre los civiles se registraron 98 muertos y 73 heridos. La mul­titud, enfurecida, tomó al asalto la Bastilla (14 de julio de 1789). Launay se rindió, pero fue muerto inmediatamente y su cabeza, clavada en lo alto de una pica, fue paseada en
triunfo por la plaza de Grévc. Luis XVI, desconfiando del ejército, se vio obligado a capitular. Llamó a Necker y el 17 de julio se trasladó a la capital, donde fue recibido por Bailly, el nuevo alcalde de los parisienses rebeldes y victoriosos.

Los acontecimientos de aquellos días señalaron un primer paso en el curso de la revolución. Los parisienses respetaron a la Asam­blea nacional, pero los patriotas comenzaban ya a dividirse, agrupándose en torno a los dos polos de atracción revolucio­naria, el Palais-Royal y el Hótel de Ville.

El primero había sido el más extremista mientras se trató de vencer al régimen en el plano constitucional, pero ahora se invirtieron los papeles. La toma de la Bastilla acabó por adqui­rir un significado que no tenía en sí misma: la caída del régi­men, iniciada ya y que debía continuarse en otros ámbitos. Nadie ponía aún en tela de juicio la monarquía; pese a los errores del soberano, la institución como tal podía escapar a la suerte del régimen. Pero Luis XVI era incapaz de tomar una decisión definitiva. No supo »montar a caballo» y poner­se a la cabeza de la nación en marcha. Consideró como una afrenta la imposición del gorro frigio, símbolo de los revo­lucionarios, por parte de los patriotas victoriosos reunidos en el Hótel de Ville para recibirlo, sin captar el significado profundo de este gesto más allá de la violencia y de la humi­llación inmediata. Por otra parte, tampoco supo sustraerse a tiempo al apremio dc la revolución, abandonando Versa­lles y el país, con el fin de prepararse para el desquite. Esto es lo que hicieron, en cambio, después del 17 de julio, su her­mano el conde de Artois, de Breteuil y otras numerosas per­sonalidades de la corte, engrosando la primera oleada de emi­grados.

Mientras tanto, en provincias, se desarrollaba una revuelta contradictoria y anarquizante que ya no distinguía entre régi­men y sociedad. La revolución de los patriotas había provo­cado la insurrección de los campesinos, que quemaron cas­tillos y diplomas feudales; los terratenientes burgueses temieron acabar igual que los nobles. Nació así el »gran terror», agigantado por el eco de los sucesos de París. Para disipar su sombra siniestra e inquietante, el 4 de agosto la Asamblea nacional decretó la abolición general de los privilegios feu­dales, procurando no comprometer el derecho de propiedad, considerado como pilar fundamental e insustituible de la socie­dad. La Asamblea no olvidaba que estaba compuesta en su mayoría por burgueses con posesiones. La abolición de los privilegios que gravaban sobre las tierras se sometió, en efec­to, a la condición de que se pagara un rescate. En cualquier caso, la decisión representaba un paso decisivo en el proce­so de demolición del antiguo régimen.


La Declaración de los derechos

del hombre

Pudo iniciarse así el debate sobre la nueva estructura cons­titucional que debía darse a Francia. El 26 de agosto, la Asam­blea aprobó la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano, base de dicha estructura que definía, por así decir­lo, su filosofía, de la misma manera que en Filadelfia, en 1776, se aprobó la Declaración de independencia americana, para dar un fundamento ético y político a la rebelión contra Gran Bretaña. Fue el mismo La Fayette, quien había combatido junto a los colonos americanos, el que hizo la proposición a la Asamblea. En diecisiete artículos, la Declaración hacía suyas las reivindicaciones del tercer Estado. »Los hombres nacen y viven libres e iguales en derechos.» La libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión son dere­chos »naturales e imprescriptibles» del hombre. La libertad se manifiesta como libertad de pensamiento y de opsnson. La igualdad se manifiesta ante la ley, el fisco y el acceso a los cargos públicos. Por último, la nación es la fuente exclu­siva de la soberanía. Mirabeau propuso la formulación de una »declaración de deberes», pero la Asamblea la rechaz La inspiración ilustrada de la Declaración de los derech pretendía que se propusiera como modelo universal, dii giéndose más a la humanidad que a la nación francesa. P ello fue difícil traducir a la realidad sus formulaciones do máticas y abstractas.
Los miembros de la Asamblea nacional no estaban de acm do en la solución que debía darse a los grandes problem constitucionales. Luis XVI trató de aprovecharse de ello pa recuperar el terreno perdido. La disputa se centraba en oportunidad de crear una segunda cámara de nombramien real junto a la cámara electiva, y reconocer al soberai el derecho de veto absoluto sobre las deliberaciones de prevista Asamblea legislativa. La derecha aristocrática los »monárquicos», encabezados por el burgués J.-Jose; Mounier, se mostraban favorables a ambos proyectos, ya q por este camino se restituía indirectamente al soberano poder legislativo que la Asamblea había transferido a nación. Eran contrarios, por motivos opuestos, el cent »conststucional» de La Fayette, Mirabeau y Sieyés, y izquierdas, tanto el ala moderada de Barnave y los herm nos Lameth, como la radical de Robespierre y Pétion. rey, tras haberse negado a aprobar los decretos del 4 de agc to y la Declaración de derechos, trató nuevamente de fc zar la situación en su provecho. Pero la llegada de un nu yo regimiento a Versalles, junto con el aumento del prec del pan y la escasez de víveres, suscitó de nuevo las sosr chas y la ira de París.
El 5 de octubre, una muchedumbre de patriotas se puso marcha hacia Versalles. La acompañaban 20.000 guard nacionales. Al amanecer del día siguiente, los guardias de ese> ta del palacio real fueron vencidos, y se invadió el recini Luis XVI capituló por segunda vez. Aprobó los decretos 4 de agosto y la Declaración de derechos, y por fin aband nó Versalles para ir a residir a París.
Los resultados de la marcha sobre Versalles aflojaron la te sión revolucionaria. La mejora de la situación de los alimeni contribuyó, a su vez, a que las fuerzas de la nación se co centraran en la consolidación de las conquistas de :anteriores. Quedaba aún mucho para borrar todo vestigio Ancien Régime. Era necesario afianzar la obra apenas inic da por la Asamblea nacional, pues las fuerzas contrarrevo] cionarias, vencidas dos veces, no estaban desarmadas. En octubre de 1789 y septiembre de 1791, la Asamblea naci nal se convirtió en Asamblea constituyente. Fueron dos aí~ realmente tranquilos: los franceses estaban absorbidos poi
La tarea constitucional

trabajo de definir el nuevo régimen constitucional y Euro­pa se limitaba aún a observar los acontecimientos, inquieta, pero sin pasar a la acción. Prevalecieron las fuerzas modera­das, fieles a los »principios» de 1789, pero interesadas en mediar entre país y monarquía, conteniendo las fuerzas disol­ventes del primero y las ambiciones de desquite de la segun­da. La Fayette, Mirabeau, Sieyés y Bailly fueron durante mucho tiempo representantes de esta tendencia. Conseguido el obje­tivo de fondo de la liquidación del Anejen Régime, se pro­dujo un sustancial reflujo de la oleada revolucionaria, aná­logo al que se operó en los Estados Unidos después de la victoria sobre Gran Bretaña.

Síntomas cada vez más patentes de esta tendencia fueron las decisiones de la Asamblea nacional que el 2 de noviembre de 1789 aprobó la nacionalización de los bienes raíces de la Iglesia y después, el 4 de mayo de 1790, decidió subastar-los. De esta forma podían adquirirlos quienes dispusieran de capitales, pero no los campesinos pobres, cuyos recursos se vieron aún más reducidos por efecto del deúeto de 15 de marzo de 1790, que confirmaba la obligación de resca­tar los derechos feudales que gravaban la propiedad rural. El desarrollo político de la burguesía corrió parejas con el reforzamiento de su poder económico. El 22 de octubre de 1789, la Asamblea introdujo el sufragio basado en el cen­so, contradiciendo el principio de la igualdad de los ciuda­danos. Esta forma de sufragio permitía extender a más dc cuatro millones de franceses el ejercicio del electorado acti­vo, y a más de dos millones, en amplia mayoría burgueses, el derecho a ser elegidos. El 26 de febrero de 1790 se apro­bó la reestructuración administrativa de Francia, dividida en departamentos y articulada en millares de asambleas loca­les, controladas en buena parte por los moderados como demostraron las elecciones posteriores. Los asalariados de las ciudades y los campos, la gran mayoría de los franceses, se vieron una vez más discriminados.
La burguesía revolucionaria no reconocía más que un solo peligro a evitar: el retorno de la monarquía absoluta. Por ello la Asamblea nacional se preocupó de contenerla, oponien­do al poder ejecutivo, representado por el gobierno de nom­bramiento regio, una asamblea absolutamente soberana. Lo~ diputados, libres e independientes, serían los representantes de toda la nación, gozarían de inmunidad y no podrían sei ministros del rey. Al jefe del Estado se le reservaría el dere~ cho de veto de las leyes, pero la Asamblea legislativa podría rebasarlo, votando de nuevo la disposición.

En el ámbito de la estrategia perseguida con habilidad y cons­tancia por los moderados figuraba también el problema de situar a la Iglesia en el nuevo reglamento constitucional. La expropiación y ventado sus bienes raíces fueron dictadas por

la urgente necesidad de aliviar las dificultades financieras del Estado, pero entraban también en el propósito general de eli­minar los residuos de poder que no se remitieran a la única fuente de la nación soberana representada por la Asamblea. Arrebatando a la Iglesia su independencia económica, la Asam­blea nacional sentó las bases para la creación de una Iglesia nacional, adaptada a la nueva distribución y organización administrativa de Francia, y sustraída a la dependencia de la Santa Sede. El Estado, tras la incautación de las propieda­des eclesiásticas, mejoró la situación económica del bajo cle­ro, el cual a partir de entonces recibió, en efecto, un salario doble con respecto al pasado. Las diócesis se redujeron de 135 a 83, asimiladas a los departamentos. El acceso a los altos pues­tos de la jerarquía eclesiástica se abrió a todos los miembros del clero.

Todo esto halló su normativa en la «Constitución civil del c1ero>i, votada por la Asamblea nacional el 12 de julio de 1790. Se impugnó el concordato con la Santa Sede, en vigor des­de 1516. Esto había de suscitar forzosamente oposiciones inte­resadas y, sobre todo, dolorosas y difíciles alternativas de obe­diencia y escrúpulos religiosos alimentados por las protestas de Roma. A todos respondió el 20 de noviembre de 1790 la Asamblea nacional con la decisión de imponer al clero un juramento obligatorio de fidelidad a la constitución, so pena de pérdida de las funciones eclesiásticas. Sólo 7 obispos de entre 160 lo juraron, y fueron muchos los sacerdotes «refrac­tarios><. El clero se dividió, y las dos partes defendieron con intransigencia sus posiciones.

La ruptura religiosa y los consiguientes problemas de con­ciencia coincidieron con el empeoramiento de la situación financiera, la reanudación de las agitaciones sociales y una incipiente crisis política (invierno de 1790-1791). La con­solidación de la monarquía burguesa, que parecía la meta del proceso revolucionario comenzado un año y medio antes, entró en una fase delicada, poniendo de manifies­to sus limitaciones y contradicciones. La Asamblea nacio­nal no logró resolver el problema del presupuesto públi­co. Necker, de nuevo en el poder, no supo arbitrar otra solución que acudir al viejo recurso del crédito, pero con escasa fortuna. La adquisición de las propiedades eclesiás­ticas, valoradas en tres mil millones de libras, indujo a la Asamblea a crear en sus dependencias una «Caja de ingre­sos extraordinarios» que, en espera de la venta de dichas propiedades estaba autorizada a emitir «asignados» o bonos del tesoro reembolsables en tierras más que en moneda. Pero tales asignados no tuvieron éxito. Se convirtieron en un sustituto en papel de la moneda metálica, rápidamente deva­luados, un poco por desconfianza y otro poco por las repe­tidas emisiones, provocadas por las exigencias de la teso-
retía. Devaluación, inflación y carestía de la vida, sensi­bles ya a principios de 1791 y destinadas a agravarse aún más, provocaron incesantes dificultades económicas y pro­testas sociales. Creció el desempleo y la presión política ante los constituyentes.

Esta última se manifestó en la aparición y multiplicación de los grupos políticos, convertidos en portavoces de primeras exigencias de los trabajadores. Pronto entraron en compe­tencia con el primero y más autorizado club político de la capital, que los delegados de Bretaña en los Estados Gene­rales habían constituido en la biblioteca del convento de los jacobinos. El club de los jacobinos, un círculo de difícil acce­so, que en 1791 contaba con poco más de un millar de socios, agrupaba ante todo monárquicos constitucionales: desde los «triunviros» de la mayoría moderada en la Asamblea nacio­nal (Barnave, Duport, A. Lameth) hasta La Fayette y Mira­beau, hasta Talleyrand y Robespierre. A fines de 1790, los jacobinos, ya a la izquierda de los moderados de Mourier en los inicios de la revolución, se hallaban a la derecha de las fuerzas políticas. Estaban en gran parte orgullosos de sus con­quistas, y más dispuestos, por lo tanto, a defenderlas que a acrecentarlas. Algunos de ellos, por ambigüedad de carácter e interés personal, como en el caso de Mirabeau y de otros, no dudaron en comprometerse secretamente con el sobera­a la míseria.

Precisamente esta evolución en sentido conservador pro­vocó su división interna. La minoría propensa a llevar a cabo, hasta sus últimas consecuencias, la renovación democrática de la nación, reclamada y sostenida por las fuer­zas que emergían a su izquierda, endureció sus posiciones. Entre dichas fuerzas, la más calificada y decidida era la re­presentada por el club fundado, en julio de 1790, por Danton en el convento de los franciscanos (cordeliers). For­maban parte de ella Marat, Desmoulins, A. Cloots, Fabre d’Églantine y muchos más. Detrás, o mejor dicho, al lado de los cordeliers se hallaban los hombres recién incorpora­dos a la revolución, los sansculottes, que, a diferencia de los nobles y los burgueses, no llevaban los calzones atados en la rodilla (culottes): los proletarios. Ellos fueron los prota­gonistas de los movimientos sociales que perturbaron París en la primavera de 1791: las huelgas en defensa del pues­to de trabajo y las luchas colectivas para obtener aumen­tos salariales.

La Asamblea nacional, controlada por los defensores de la monarquía burguesa, reaccionó con dureza. Creía ser ya lo bastante fuerte para conjurar el peligro de una revolución social. El 14 de junio vetó la constitución de los sindica­tos de los trabajadores, la negociación de los aumentos sala­riales y las huelgas. Eran las vísperas del conato de huida del rey.


De Varennes al Campo de Marte

El 20 de junio, la familia real abandonó secretamente París, dirigiéndose a Lorena con objeto de unirse a las tropas aún fieles, y marchar sobre París. Capturada en Varennes el 25 de junio, regresó prisionera a la capital. La Asamblea advir­tió que la arriesgada iniciativa del soberano planteaba por vez primera la alternativa institucional entre monarquía y repú­blica, y que esta última pondría en discusión, desde la izquier­da, las conquistas burguesas. Los moderados trataron de evi­tar la crisis haciendo absolver al rey, acusado de traicionar a la revolución y al país. Lo consiguieron gracias a la habili­dad equívoca de Barnave, cómplice de María Antonieta, ins­tigadora de la fuga. El 15 de julio, la mayoría de la Asam­blea decidió que el rey no había huido, sino que había sido víctima de un «rapto». La monarquía burguesa desafiaba así a sus adversarios, quienes aceptaron el reto: dos días después, los cordeliers convocaron a los patriotas en el Campo de Mar­te para firmar una petición que reclamaba la caída del rey y la proclamación de la república. Para los cordeliers, era la opor­tunidad de ponerse al frente de la revolución. La Asamblea ordenó a la guardia nacional, al mando de La Fayette, qe dispersara por la fuerza de las armas a la muchedumbre ter nula, de lo que se siguió una matanza. I~revaleció la Asan blea, pero por poco tiempo.
La huida a Varennes y la demostración de fuerza en el Can po de Marte abrían una nueva fase del proceso revoluci nario, pues la lucha política se radicalizaba. Los moderado vencedores pero inquietos, quisieron abusar de su vieron: Solicitaron la revisión del proyecto, ya ultimado, de la Con:titución, y volvieron a proponer ci bicameralismo yel den cho de veto absoluto del soberano sobre todas las leyes apr hadas por el poder legislativo, pero fueron derrotados. El 1 de septiembre de 1791, Luis XVI aceptó la Constitución co modificaciones de escaso relieve. En vísperas de los suces del Campo de Marte, un grupo de monárquicos constitr cionales abandonó el club dc los jacobinos para fundar otr( el de los »fuldenses» .
La monarquía burguesa nacía débil, fruto de una Asamblt constituyente que había disipado gran parte de su crédit revolucionario inicial. Al mismo tiempo, sus adversarios iba haciéndose cada vez más numerosos y audaces.

Elegida según la ley electoral aprobada por los constituyente la Asamblea legislativa se reunió el 1 de octubre de 1797 A pesar de la norma de la Asamblea anterior, que prohibió la reelección, su composición política apenas difirió de Asamblea nacional. Prevalecían los monárquicos constittcionales. De 745 diputados, 264 eran fuldenses, además d un centenar de partidarios del triunvirato y de La Fayett> Los jacobinos y los cordeliers sumaron 136. La variante

notable era la presencia del grupo que tomó el nombre d los diputados de la Gironda, situados a la izquierda de it monárquicos constitucionales. Todos o casi todos, tanto k de la derecha como los de la izquierda, procedían de profi siones liberales. Se trataba aún, pues, de una Asamblea bu] guesa que, sin embargo, se enfrentaba a una situación mu distinta de aquella en la que se desenvolvió la Asamblea naci nal. A causa del sufragio restringido, la composición de] Asamblea legislativa no reflejaba de manera adecuada el pa real. Faltaban las clases desheredadas, que acabaron por eso representadas en los políticos dc la izquierda a los que la it electoral había declarado no elegibles, el primero de elk

La Asamblea legislativa
Robespierre. Además, después de Varennes, el prestigio de la monarquía se había visto comprometido sin remedio. Sólo podía recuperarlo si aceptaba asumir el nuevo ropaje cons­titucional. El rey, en cambio, continuó negándose a cola­borar, pasivamente hostil a la consolidación del nuevo régi­men. En estas condiciones, Luis XVI, aislándose en su propio país, sólo podía esperar ayuda exterior, lo que significaba ponerse en contra de la nación. Pero nunca lo comprendió, convencido de que el interés de la monarquía debía preva­lecer incluso contra Francia. Precisamente este comporta­miento, mucho más que las intenciones de las monarquías europeas, convirtió el problema de la seguridad exterior en la máxima preocupación de la Asamblea legislativa, que, sin embargo, debía afrontar otras no menos importantes, como la vigilancia de la Constitución y la reorganización admi­nistrativa y financiera del país.

A fines de 1791, los girondinos y una parte de los fuldenses se pusieron de acuerdo para reducir a minoría las dos alas extremas de la Asamblea legislativa. Ninguno de aquellos dos grupos deseaba el desquite de la monarquía ni la república.
Para bloquear la situación, comenzaron a per sar, sobre todo los girondinos, y entre ellos Bnissot y Rolan en la guerra exterior, como revolución a escala europea. L guerra contra el «antiguo régimen» de Europa congregan todas las fuerzas patrióticas de Francia y absorbería la opc sición de derecha y extrema izquierda. Al principio cont~ ron con el apoyo de Narbonne, nombrado ministro de la gu rra, y luego con el de Dumouriez que durante treinta añc había servido en la diplomacia secreta de Luis XV y Luis XV Dumouniez contribuyó a la decisión de emprender la gu nra por el frente de los Países Bajos austríacos, según la tn dición de la monarquía francesa.

El 20 de abril de 1792, el gobierno de Luis XVI, presidid por Roland, declaró la guerra a Austria. Naturalmente, el re consintió, pues contaba con la dennota militar del nuevo rég men. Rey constitucional, no podía oponerse a la volunta soberana de la nación expresada por la Asamblea legislativ:

pues le había sido negado el derecho de veto absoluto. Jaer binos y cordeliers, en cambio, se manifestaron resueltamer te contrarios a la guerra. Robespierre denunció con gran luc dez los peligros que suponía. Si la guerra tenía un final advers lo aprovecharían la corte, los emigrados y todos los enem gos de la revolución; pero si la guerra concluía en victon: el curso moderado de la revolución se consolidaría, desen bocando en una dictadura.

La guerra fue un desastre. El ejército real combatió mal o no combatió en absoluto. Austríacos y prusianos aliados inva­dieron el norte de Francia. Ante la perspectiva de dennota, Luis XVI despidió a los girondinos del gobierno, para for­mar un ejecutivo compuesto exclusivamente de fuldenses. Pero los girondinos, que estaban haciendo la guerra en serio, pro­pusieron medidas de emergencia, como el llamamiento a París de 20.000 guardias nacionales de provincias.


La jornada del 10 de agosto

La nueva orientación revolucionaria se perfilaba amenaza­dora, y como la Asamblea legislativa no dejaba espacio sufi­ciente a las fuerzas democráticas para oponerse, éstas rom­pieron los cauces constitucionales. El 20 de junio, los sansculottes invadieron por vez primera las Tullerías para impo­nen al soberano la reposición de los ministros girondinos. El 29 de julio, Robespierre solicitó explícitamente, en el club de los jacobinos, el derrocamiento de la monarquía y la sus­titución de la Asamblea legislativa pon otra elegida en sufra­gio universal, que se llamaría Convención nacional, resu­miendo en términos perentorios y elocuentes la inquietud de las últimas semanas. El 3 de agosto, casi todas las seccio­nes del ayuntamiento de París solicitaron de la Asamblea la deposición de Luis XVI. La noche del 9 de agosto los sans­culottes se apoderaron del Hótel de Ville, expulsaron al con­sejo municipal y colocaron, en su lugar, la «Comuna insu­rreccional». A la mañana siguiente la multitud forzaba las defensas de las Tullerías y ocupaba la residencia real. El monar­ca se había refugiado entretanto con su familia en la Asam­blea legislativa, colocándose bajo su protección. La Asamblea, frente a la insurrección, y con objeto de salvan lo posible, deci­dió suspender de nuevo al soberano de sus funciones y apro­bar la propuesta de Robespierre de convocar una Conven­ción nacional, que debería encangarse de redactar un nuevo texto constitucional. Era el fin de la monarquía burguesa, pre­cisamente cuando parecía que la suerte de Francia estaba a punto de caer en manos de soberanos extranjeros, quienes avanzaban con sus ejércitos hacia París. En la propia Fran­cia estallaba la contrarrevolución de la Vendée, sostenida por la nobleza y el clero locales.

En el intervalo entre el 10 de agosto y la convocatoria de la Convención, el poder político permaneció dividido entre el Consejo ejecutivo provisional, encargado de asumir las tareas de la Asamblea legislativa, y la Comuna insurreccional. Esta última, desprovista de toda legalidad, pero dueña de París y con fuertes vínculos con las fuerzas democráticas de provincias, desempeñó el papel decisivo. Los problemas con los que se enfrentó y que resolvió con energía fueron dos: detener a los ejércitos invasores y neutralizar a los ene­migos internos de la revolución. El primero logró resol­verlo reorganizando el ejército con alistamientos de volun­tarios de todas las clases sociales, lo que no se hizo cuando se constituyó la guardia nacional, vedada para quien no fue­ra burgués. Era un ejército improvisado, guiado pon hom­bres no adiestrados en la profesión de las armas, y mal equi­pado. Peno el 20 de septiembre logró obligan al ejército del duque de Brunswick a retiranse de las colinas de Valmy, donde se había hecho fuente. Francia estaba virtualmente sal­vada.

El otro problema era la defensa de la revolución. Entre el 17 yel 28 de agosto de 1792, la Comuna obligó a la Asamblea legislativa agonizante a crear un tribunal criminal extraor­dinario, para juzgarlos delitos de los contrarrevolucionarios, y a suspender las garantías constitucionales de los ciudada­nos sospechosos de poseer armas. Se hacía urgente poner coto a las violencias indiscriminadas, fruto de iniciativas irres­ponsables, como las matanzas acaecidas en las prisiones pari­sienses al comienzo de septiembre.
binos, no resistió mucho. Los girondinos acusaban a Marat, Danton y Robespierne de constituir un nuevo triunvirato, con el propósito de crear una dictadura. Robespierre y los jaco­binos respondieron solicitando el proceso del rey, lo que reve­laba el deseo de hacer irreversible la abolición de la monar­quía. Luis XVI compareció el 11 de diciembre ante los jueces de la Convención; el 21 de enero de 1793 el soberano fran­cés fue guillotinado.
Nacimiento de la república

El 20 de septiembre, día de la victoria de Valmy, se reunió la Convención nacional elegida por sufragio universal. Pare­ció que se habían superado los antagonismos y las descon­fianzas recíprocas que afectaron y paralizaron a la Asamblea legislativa. Casi por unanimidad, el día 21 la Convención decretó el fin de la monarquía y la proclamación de la repú­blica. Pero la solidaridad entre girondinos y «montañeses», el grupo constituido por la confluencia de cordeliers y jaco-

Luis XVI al pie de la guillotína e121 deenero de 1793. Los girondinos intentaron sin éxito salvarle la vida.
En octubre de ese año correria la misma suerte su esposa María Antonieta. Museo de Versalles.

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