viernes, 26 de septiembre de 2008

Expansión y Co,lonialismo

EXPANSIÒN Y CLONIALISMO


En Rusia, ci nacionalismo, frustrado en sus ambiciones medi­terráneas, apuntaba a rehacerse en Extremo Oriente a expen­sas de China. Francia, humillada por la derrota en la guerra franco-prusiana e incapaz por el momento de recuperar los territorios perdidos en Alsacia-Lorena, empezó a mirar a Áfri­ca como el sector adecuado para revalidar su condición de gran potencia.

La difusión del espíritu nacionalista hizo que los pueblos toma­ran una más clara conciencia de sí mismos, de sus caracte­rísticas y, por tanto, de sus responsabilidades. Un pueblo para ser grande debía proponerse una misión, identificada con fre­cuencia con el deber de llevar la cultura occidental a las pobla­ciones subdesarrolladas. Los hombres blancos debían sopor­tar ahora, como sostenía el escritor inglés Rudyard Kipling (1865-1936), la «carga» de extender por todo el mundo las formas materiales y espirituales de su civilización. Las pobla­ciones africanas y asiáticas debían ser «despertadas» y con­ducidas al sistema de vida que había probado ser el mejor
tanto en el terreno político como en el científico y, sobre todo, en el económico.

El sentimiento de superioridad de los blancos estaba asocia­do al gran progreso económico que en aquellos años había alcanzado Occidente. Nacionalismo y orgullo racial se ali­mentaban con los progresos de la economía, que inducía a la expansión yal mismo tiempo se ponía a su servicio. El de­sarrollo industrial fue tal que, si bien en 1870 Gran Breta­ña podía ser considerada como la potencia que detentaba la hegemonía económica de Europa y de todo el mundo, sólo diez años después se encontraba igualada y superada en algu­nos sectores por naciones como Alemania y Estados Unidos. En este magno proceso de crecimiento y reestructuración del sistema económico occidental deben buscarse las causas pro­fundas de la expansión colonial.

Los últimos treinta años del siglo XIX conocieron un gran des­arrollo productivo, pero al mismo tiempo se caracterizaron por una relevante y prolongada crisis que, bajo el nombre de «gran depresión», se prolongó hasta principios del siglo xx. En este período, aunque el volumen de la producción, de los intercambios y de las inversiones fue muy superior al de los años precedentes, se registró, sin embargo, una clara dis­minución de las tasas de incremento en todas las ramas de

la actividad económica, debida esencialmente a la falta de salidas suficientes para absorber las mercancías y los capi­tales acumulados. El sistema productivo occidental se encon­tro, por tanto, frente a la necesidad de reestructurar por com­pleto sus bases, condición indispensable para no incurrir en un auténtico desastre económico.

La crisis, planteada por primera vez en 1873, estimuló en ciertos sectores, la concentración de la producción en pocas pero gigantescas empresas industriales. En los países euro­peos, especialmente en Alemania y Gran Bretaña, Estados Unidos y Japón empezaron a formatse a un ritmo cada vez más rápido los trusts y los grandes cárteles de las industrias, los cuales, acaparando el aprovisionamiento de materias pri­mas, los transportes y la mano de obra, y bajando metódi­camente los precios, provocaban la ruina o la sumisión a su supremacía de las empresas ajenas a ellos. Nacían así autén­ticos imperios económicos que controlaban completamen­te las principales ramas de la actividad productiva, como las del acero, de los productos químicos, de los tejidos, de las fuentes energéticas. Paralelamente al sector industrial, el ban­cario experimentaba un fenómeno similar. Los principales bancos se anexionaban o controlaban gran nómero de ins­tituciones menores y tendían a acaparar progresivamente la totalidad del aparato financiero del Estado. La industria per­dió entonces su libertad de movimiento en la búsqueda de créditos y empezó a depender estrechamente de los capita­les de los bancos. La división entre capital bancario e industrial­
.Eran los principios del monopolio y no los de la libre com­petencia los que se estaban convirtiendo en la base de las eco­nomías de los diferentes Estados, los cuales, decretando al mismo tiempo la desaparición del librecambismo y la adop­ción del sistema proteccionista, contribuyeron a cambiar defi­nitivamente el aspecto del capitalismo. La gran producción de cereales a bajo precio que había ido desarrollándose en los países extraeuropeos, como Estados Unidos y Argentina, y el miedo a que su exportación masiva pudiera minar com­pletamente el equilibrio económico de los Estados europeos, incitó a adoptar el proteccionismo. Pero estas medidas defen­sivas se hicieron muy pronto necesarias también en el cam­po industrial, donde, a pesar de la creciente expansión, exis­tían todavía notables desniveles en el grado de desarrollo y de competencia entre las grandes industrias nacionales. El pro­teccionismo, además de fomentar la industria existente, poten­ció la aparición de otras, contribuyendo así, a su vez, a pro­longar aquella crisis que derivaba de un incremento de la producción superior a la capacidad de absorción de los mer­cados. Estando ya Europa cerrada por barreras aduaneras, las potencias tuvieron que buscar en otra parte las salidas para sus productos. Jules Ferry, primer ministro francés (1880-1881 y 1883-1885) y promotor de la expansión imperialista de Fran­cia, escribía que «la política colonial es la emanación de la política industrial, porque en los Estados ricos, en los que ci capital es abundante y se acumula rápidamente y en los cua­les el sistema de producción continúa creciendo, la expor­tación es un hecho esencial de la propiedad póblica.


También Gran Bretaña, la única gran potencia que había per­manecido fiel al librecambismo, se vio obligada a recurrir a la penetración en países extraeuropeos. El proteccionismo de Europa la había puesto en una situación crítica. Entre los años 1875 y 1880 el valor de las importaciones aumen­tó en detrimento de las exportaciones y el déficit de la balan­za comercial se dobló llegando a los 125 millones de libras esterlinas al año. Los ingleses se dedicaron entonces a esti­mular las inversiones en el extranjero, especialmente en las áreas coloniales.

Gran Bretaña ya había hecho de la India (como de sus otras posesiones) una colonia económica y de América meridional una zona de inversiones e intercambio privados. La ampliación de las actividades coloniales estaba indudable­mente unida al hecho de que todo cuanto Gran Bretaña había invertido en aquellos lugares estaba dando sus fru­tos; pero la carrera por el reparto del mundo, en la que la Gran Bretaña de finales de la época victoriana participó antes que nadie, seguida muy pronto por el resto de las poten­cias, revestía caracteres muy distintos a los de la época colo­nial anterior.
Fotografía tomada hacia 1880 en la Columbia Británica, territorio comprendido entre las montañas Rocosas y el Pacifico, que entró a formar
parte de la federación canadiense en 1871. En la imagen se ve una caravana bordeando el Fraser. Londres, Commonwealth Library.
La pura y simple búsqueda de mercados, natural en la crisis de superproducción y agudizada por la adopción de sistemas proteccionistas, no basta para definir cumplidamente la lógi­ca del imperialismo. Es necesario remontarse a las nuevas estructuras de tipo monopolista que todos los Estados indus­triales estaban realizando. Los grandes monopolios en for­mación debían asegurarse un rendimiento continuo e inver­tir en áreas ventajosas el exceso de capitales que su gran vitalidad económica les permitía acumular. En Europa esto no era posible, tanto por el bajo nivel de los precios, como porque la ampliación del mercado interior, único que las barre­ras proteccionistas dejaban disponible, implicaría el aumen­to de la capacidad adquisitiva de las masas obreras y, por tan­to, una nueva alza de sus salarios y la mejora de sus condiciones de vida; ello suponía la renuncia de los grandes industriales a una buena parte de sus beneficios, a la que, evidentemen­te, no estaban dispuestos. El crecimiento y el refuerzo de los grandes trusts no podía, por tanto, verificarse sino a expen­sas de los territorios extraeuropeos, donde la tierra a buen precio, los salarios bajos, las materias primas a bajo coste y la facilidad de asumir posiciones monopolistas hacían pre­ver inversiones muy rentables.

La posesión exclusiva de regiones ricas en materias primas constituía una necesidad cada vez más esencial para los gran­des grupos económicos; era el arma más eficaz para desba­ratar la competencia interior y la internacional. Pero aún era más necesaria en la medida en que el proceso de concentra­ción tendía a crear conjuntos que reunían en una única empre­sa diversas ramas industriales que, partiendo de la materia prima, comprendían las sucesivas fases de elaboración. Los

ingleses en Egipto y los rusos en Turkestán se dedicaron a intensificar y extender la producción de algodón, con el fin de monopolizarlo y crear un trust textil que concentrara en sus manos todas las etapas de su elaboración.

Cuanto más se desarrollaba el proceso de formación de los monopolios, más aumentaba la carrera por la conquista de nuevos territorios. Para que los beneficios de las inversiones fuesen más seguros y rápidos y el control sobre las materias primas exclusivo, los inversores debían llegar los primeros a ciertas zonas. Los monopolios sólo podían prosperar si logra­ban mantener intactas sus posiciones privilegiadas; la expan­sión imperialista debía convertirse en una auténtica carrera con vistas al acaparamiento de cuantos territorios fuese posi­ble. Aunque éstos no prometieran una explotación inmediata, podrían revelarse más adelante ricos en recursos y, por tan­to, no debían descuidarse corriendo el riesgo de dejarlos en manos de futuros competidores.

Sin embargo, la unión de los diversos grupos económicos y las clases políticas que hubieran debido proceder a la actua­ción práctica del expansionismo colonial no fue inmedia­ta. Fueron necesarios los últimos treinta años del siglo para que el momento económico coincidiera con la praxis polí­tica del fenómeno imperialista. Su mismo comienzo no fue contemporáneo en todos los países y los colonialistas con­tinuaron siendo durante mucho tiempo una minoria que casi siempre tenía dificultades para mantener su influencia Británica, era rica en yacimientos de oro, cobre y carbón, y atrajo a numerosos buscadores a finales del siglo xix.en la opinión pública y en el seno de los círculos guberna­mentales.

En 1866, Disraeli, el futuro promotor del imperio britani­co, hablaba de las colonias como de »una piedra de molino unida a nuestro cuello>~. En general, se aceptaba la idea de que las colonias estaban destinadas a separarse de la metró­poli, pues, según la convicción de los dirigentes ingleses, pedi­rían muy pronto la independencia. Esta perspectiva no sus­citaba ni temor ni amargura; Gran Bretaña hubiera podido librarse de sus responsabilidades y retirar sus naves. Así se lle­gó al autogobierno de las grandes posesiones blancas: Cana­dá, Australia, la Colonia del Cabo. Muy pronto, sin embar­go, el problema colonial debió tomarse nuevamente en consideración. Entre 1868 y 1872, surgió en Gran Bretaña un vasto movimiento de oposición contra lo que parecía ya un proceso dirigido a aflojar los vínculos imperiales. El éxi­to de esta iniciativa llevó a la fundación, en 1868, del Royal Colonial Institute, que en un principio se limitó a sustentar la conservación del Imperio y luego acabó por converttrse ene1 campeón de las conquistas coloniales. En 1872 Disraeli
Crisis emas lógi­ievas .dus­for­iver­gran estoornoarre­rien­tan-unes jalese losJen­uen ;te y pre­masran­sba­1 era .tra­pre­eria Los
Naves ancladas en una bahía de la isla de Vancouver en la Costa suroccidental de Canadá. La isla, perteneciente al territorio de la Columbia cerró filas con los imperialistas; con su acceso al poder (1874) Gran Bretaña se distanció de Europa para convertirse exclu­sivamente en el centro de su imperio. Empezaba el período del «espléndido aislamiento», en el que todo se veía solamente en función del interés imperial británico. El imperialismo se convirtió en la doctrina política de Gran Bretaña, sustenta­da por la opinión pública y compartida por casi toda la cla­se dirigente.
El primer país en seguir por este camino a Gran Bretaña fue Francia. A partir de 1870, la opinión pública francesa mira­ba con abierta hostilidad sus pocas y esparcidas posesiones coloniales, mientras la clase política concentraba su atención en los problemas europeos. Francia, país no demasiado indus­trializado, no se encontró expuesta a los peligros y a las pre­siones propias de una crisis de superproducción. Sin embargo, la adopción del proteccionismo, salvaguardando su agricultura y conservando el despegue económico iniciado con el Segundo Imperio, le permitió acumular en poco tiem­po una enorme cantidad de capitales. A finales del decenio siguiente a la guerra franco-prusiana, el mundo de las finan­zas, no confiando demasiado en inversiones destinadas a pre­parar un rápido y general proceso de industrialización, empe­zó a pedir urgentemente la expansión de las posesiones coloniales. El economista Paul Leroy-Beaulieu, el gran teó­rico del imperialismo francés, veía precisamente en la expor­tación de capitales el punto vital de la expansión imperia­lista y aseguraba que la colonización era para Francia una cuestión de vida o muerte, la única esperanza de continuar siendo una gran potencia. El intérprete y ejecutor de estas nuevas concepciones fue Jules Ferry, bajo cuyo gobierno (de 1882 a 1885) se pusieron en Indochina y en Africa las bases del Imperio francés, aunque el Parlamento y la opinión públi­ca permanecieron todavía en posiciones claramente antico­lonialistas.
Alemania encontró, en cambio, en su político más destaca­do, el canciller Bismarck, al principal oponente de las aspi­raciones coloniales; definió las colonias, en la perspectiva de los intereses de la nueva Alemania, como el «abrigo de pie­les de un noble polaco que debajo no lleva ni siquiera cami­sa». El canciller era partidario de intensificar y reforzare1 cre­cimiento interior de Alemania. Pero mientras tanto, mercaderes de Hamburgo y de Bremen, bajo el empuje del mismo progreso económico deseado por el propio Bismarck y reforzado por su política proteccionista, empezaban a lle­gar a las costas de Africa y a las islas del Pacífico. Los misio­neros alemanes, aparte de ejercer su apostolado, establecían importantes puntos de apoyo en las zonas más remotas del mundo. En el decenio de 1870-1880, Bismarck no tuvo más remedio que brindar una cierta protección a los intereses de

El protectorado francés sobre Túnez
los comerciantes alemanes, pero eontinuó rechazando la idea de una verdadera política colonial. La evolución de los acon­tecimientos le obligaría a dar también este paso.

Gran Bretaña, después de la revalorización del colonialismo realizada por Disraehi, no tuvo en cuenta los intereses de los comerciantes alemanes en las zonas que había reforzado su actividad expansionista. Esto ocurría, después de 1880, espe­cialmente en el área del Pacífico y más concretamente en las islas Fidji, donde los ingleses ignoraban la presencia de un relevante número de comerciantes alemanes. Los grupos indus­triales y financieros favorables al imperialismo sensibilizaron fácilmente a la opinión pública alemana, afectada por la pos­tura británica. En 1882 se llegó así a la fundación de una socie­dad colonial que contaba con más de 10.000 socios. Entre 1883 y 1885, Bismarck, sea por estas presiones sea por razo­nes de equilibrio internacional, empezó a adoptar una posi­ción vanguardista en el conflictivo desarrollo que durante aque­llos años tuvieron las iniciativas imperialistas en el sector del Africa septentrional. Fue sobre todo en Africa donde el impe­tialismo, por lo menos en su sentido de lucha por el acapa. ramiento del mayor número posible de territorios, se mani­festó por primera vez con claridad.




Hasta 1880, los europeos sólo conocían y consideraban inte­resantes para el tráfico comercial las zonas costeras de Afr~­ca. Si se exceptúan los territorios de Angola y Mozambique> que los portugueses colonizaron a partir dei siglo xx’í, exten­diendo progresivamente en ellos su autoridad, el interior per­manecía todavía casi completamente ignorado. Pero en vein­te años, los inmensos espacios africanos fueron repartidos, y sólo Marruecos y Etiopía permanecieron fuera dei directo con­trol europeo. Las razones de esta lucha por Africa no se pue­den achacar tan sólo a las necesidades económicas occiden­tales; los capitales y las industrias empezaron a encontrar salida en Africa sólo cuando el proceso de ocupación territorial esta­ba ya completamente terminado. Los propios promotores dr la expansión no estaban muy convencidos de que necesita­sen desiertos, praderas y selvas; pretendían más bien evita que una sola potencia se extendiese hasta el punto de adqui­rir una posición de hegemonía en el interior dei continentx africano, proyectando fuera de Europa has rivalidades y lár ambiciones que caracterizaban las relaciones entre los Esta­dos europeos. El mismo comienzo de la rivalidad por la par­tición tuvo su origen en un choque de intereses centrado er la única zona de Africa que los estadistas consideraban vira para el equilibrio europeo y sobre todo mediterráneo, es dccii Túnez y, especialmente, Egipto. Los franceses, a pesar de tener tradicionalmente importan­tes intereses en las costas del África septentrional, no tenían ningún motivo para emprender acciones de conquista que podían resultar largas y costosas. Todavía estaba vivo el recuer­do de la difícil y peligrosa campaña de Argelia que, iniciada en 1830 con la ocupación de Argel, Bona y Orán, había con­cluido sólo en 1847, tras exponer peligrosamente a las tro­pas francesas. Pero el desorden administrativo y financiero en el que Tun icia o Túnez había ido cayendo, obligó a Fran­cia a intervenir, aunque la bancarrota tunecina no era cier­tamente la única causa de este cambio de postura. Los pro­yectos colonizadores de Italia, dirigidos desde 1877, hicieron pasar al país, donde operaba una calificada colonia de ita­lianos, a su propia influencia; esto y la amenaza del bey de Túnez de eliminar la totalidad de las concesiones hechas a Francia, así como la necesidad de proteger la zona occiden­tal de Argelia de las incursiones de tribus rebeldes que encon­traban protección en Túnez, fueron las causas que induje­ron a la opinión pública a solicitar una acción de castigo. A ello se añadieron las presiones de los especuladores, que entreveían la posibilidad de que el Gobierno de Paris asumiera las deudas contraídas por el bey.

En marzo de 1881, un cuerpo expedicionario partió deArge­ha y ocupó Túnez en poco tiempo. Según el presidente León Gamberra, los objetivos eran modestos: reafirmar la influen­cia francesa, pedir una reparación y obtener una franja de territorio como garantía. El 12 de mayo, el bey consintió en firmar el tratado de Bardo, que establecía el protectorado fran­cés sobre Tunicia, asegurando, sin embargo, a Francia sólo el control de su política exterior. Una revuelta de las pobla­ciones indígenas del sur puso a los franceses en la alternati­va de irse o de hacer efectiva su influencia con la presencia militar.



La ocupación británica de Egipto

La crisis egipcia desencadenada en el verano de 1882 tuvo muchos puntos en común con la tunecina, pero su repercusión en las capitales europeas fue mucho mayor. El control de Egip­to aseguraba una posición clave en todo el Mediterráneo y, después de la apertura del canal de Suez, era esencial para dominar las rutas de Asia. Francia y, sobre todo Gran Bre­taña, interesadas en la seguridad de sus comunicaciones con la India, no podían dejar de ocuparse de los asuntos de El Cairo. Ambas naciones implantaron un auténtico control sobre el Gobierno egipcio, hasta el punto de hacer prácticamente nominal la soberanía que el Imperio otomano tenía todavía sobre él.

Gran Bretaña, excluida de la construcción del canal, obtu­vo un tanto a su favor cuando Disraeli, en 1875, compró las acciones de la Compañía constructora en poder del jedive de Egipto Ismg’il, quien se vio obligado a venderlas a causa del colapso financiero del país. Ismg’il, apodado injustamente con el sobrenombre de «despilfarrador», pagaba sobre todo derrotaron a ¡as tropas del coronel Arabj, que se alzó contra el jedive Tawfiq, aliado de los europeos. Londres, Colección privada. el ambicioso plan de seguir una línea de desarrollo europc sin tener previamente las estructuras necesarias. En el perío~ comprendido entre 1863 y 1879, Egipto experimentó baj su guía un proceso de modernización y de crecimiento ec nómico y cultural, pero fue, al mismo tiempo, víctima dcli préstamos contraídos a un altísimo interés con los grand bancos europeos y con los innumerables especuladores d país. Gran Bretaña se había interesado por la situación del Cairo, actuando ya desde 1875 como mediadora entre li intereses de los acreedores y los del Gobierno egipcio y re petando la presencia francesa en la zona. Después de vare proyectos económicos, en 1878 se llegó a la imposición un Gobierno «responsable» bajo el control directo de Frai cia y Gran Bretaña. Pero la abierta injerencia europea y incremento de las presiones fiscales suscitaron un año de pués manifestaciones de impaciencia, lo que indujo Ism~’il a sustituir este Gobierno por elementos egipcios. 1 acción unilateral del jedive, acompañada por una ulterior re tricción de los intereses de los acreedores, provocó su desl tución en 1879. El sucesor, su hijo el pachá Tawf (1879-1892), no se opuso a la intervención franco-ingles La injerencia europea y la rígida economía impuesta diere paso a movimientos nacionalistas; el coronel ‘Arabi se co~ virtió en el promotor de la revuelta. En vista de la nueva sito ción, el presidente Gamberra abogó por la continuación la política seguida hasta aquel momento con el apoyo de Gran Bretaña, aunque ésta continuó siendo prudente.
La intervención aislada de los ingleses en Egipto nació de una serie de acontecimientos fortuitos. El primero fue el cambio de Gobierno en Francia; en enero de 1882, Gambetta era sustituido por Charles Freycinet, mucho menos propenso, después de la experiencia tunecina a una política de inter­vención. En febrero, Tawfiq se vio obligado a formar un Gobierno nacionalista. Los choques entre el jedive, apoya­do por las potencias europeas, y los nacionalistas llevaron gra­dualmente la situación a un punto muerto. En junio de 1882 estallaron en Alejandría desórdenes contra los europeos. El Gobierno de Londres, después de una negativa de Francia, reaccionó pidiendo a Italia que participara en una acción con-junta en Egipto. Pero tampoco Italia quiso correr riesgos, temiendo que se agravara la tensión italo-francesa en el Medi­terráneo, nacida de la proclamación del protectorado fran­cés en Tunicia. Así, la flota inglesa entró en acción por sí sola cli 1 dc julio, desembarcando fácilmente las tropas británi­cas en Alejandría, tras un fuerte bombardeo.

A pesar de tener las manos libres, los ingleses, como se apre­suraron a proclamar, no tenían ninguna intención de per­manecer en Egipto. El 13 de septiembre derrotaron en Tel al-Kefir a las fuerzas de íArafi y restituyeron el poder a Tawfiq; Gladstone, poco después, confirmaba oficialmente que las tropas británicas se retirarían en cuanto se restableciera la nor­malidad. Sin embargo, su presencia en la zona se había con­vertido en un elemento esencial para la defensa de los inte­reses de Londres, como había de demostrar el estallido de una revuelta antiegipcia en Sudán, promovida por el mahdi Moha­medAhmad ibn ‘AbdAii~h. En noviembre de 1883, un con­tingente egipcio era aniquilado en El Obeid precisamente cuando los ingleses estaban conduciendo el país hacia la nor­malidad. El general Gordon, enviado en enero de 1884 a Khartúm fue asediado por los rebeldes perdiendo la vida en defensa de la ciudad.

Los ingleses no podían hacer otra cosa que constituirse en defensores dc Egipto; abandonándolo habrían dado lugar a nuevos movimientos nacionalistas y concedido demasiado terreno a Francia, no implicada militarmente en la ocupa­ción, provocando posteriormente la bancarrota de todos sus intereses locales. La revuelta del mahdi les obligaba a per­manecer en El Cairo, como la guerrilla había obligado a los franceses a permanecer en Túnez. Sin embargo, mientras esta última podía considerarse casi como un apéndice de Arge­lia, la importancia estratégica de Egipto determinó una pro­funda crisis en las relaciones anglo-francesas. A causa de la permanencia de las tropas inglesas en el país, Francia empe­zaba a sentirse engañada.

La conquista del África Negra

Los franceses, a pesar de las garantías británicas de una pró­xima retirada de Egipto, declararon que se reservaban la más completa libertad de acción, o sea, la facultad de obstaculi­zar los intentos británicos de sanear la situación financiera de Egipto, todavía sometido a las pretensiones y al control de otros países. Precisamente, la dependencia de los proble­mas egipcios con respecto a los intereses económicos y polí­ticos de todas las cancillerías del continente hizo que Lon­dres acusara con extrema susceptibilidad las iniciativas de las diplomacias europeas. Francia comenzó a reivindicar gran par­te dcl Africa tropical, para reforzar su posición diplomática con relación a Gran Bretaña. Territorios hasta entonces com­pletamente ignorados y las disputas comerciales, considera­das antes políticamcnte irrelevantes, importancia. Empezaba así la carrera de los Estados europeos por el reparto de Africa.

Pocos años antes, el Colonial Office había pensado en renun­ciar a todos los puestos costeros amenazados constantemente por luchas tribales. A los territorios de Gambia, Costa de Oro, Lagos y Sierra Leona no se les daba ninguna impor­tancia estratégica. Por otra parte, los franceses habían aban­donado también Costa de Marfil y en 1880 pensaban reti­rarse de Dahomey y de Gabón. Sólo en la región dei Senegal había tenido lugar una penetración en el interior del país:

en 1865 algunas tropas francesas se instalaron en Kayes, en el curso superior del Senegal; simultáneamente se ha­bían establecido puestos fortificados en el alto Níger hasta Bamako. De todas formas, los políticos franceses no mos­traban ningún interés hacia esta expansión. La rivalidad entre los comerciantes franceses y británicos en la zona dci Níger no había llegado a sus capitales respectivas. Eh rey de los belgas, Leopoldo 11(1865-1909), mostró interés por el Con­go. Personaje dotado de una notable intuición, superior a la de muchos políticos de su tiempo, fundó en 1876 una Asociación Internacional Africana, encaminada a favore­cer la formación de un Estado independiente en la cuen­ca congoleña bajo su control personal. En 1879, un famo­so explorador inglés, John Staniey, llegó a la región para respaldar la presencia de la Asociación. De todas formas, el Gobierno belga se había negado a reconocer y secundar la empresa que, por otra parte, era sólo una de las inicia­tivas del mismo tipo tomadas por el soberano en varias par­tes del mundo.

La crisis egipcia ehiminó, sin embargo, cualquier intento de llegar a un acuerdo en aquella zona entre Francia y Gran Bre­
- tlustración que recoge un episodio de las guerras coloniales que libraron as tropas inglesas También en la cuenca del Congo la situación se hizo tensa. En noviembre dc 1882 Francia aceptó los territorios Ja orilla derecha del río explorados por Pierre de Brazza. El mismo año, cl Gobierno británico reconoció las antiguas rei­vindicaciones portuguesas sobre la región; Francia, rotas ya sus relaciones con Gran Bretaña, tomó la defensa del Esta­do independiente de Leopoldo II.

Este nuevo roce entre los Gobiernos de Londres y París ya no podía permanecer aislado y agravó inevitablemente la ten­sión derivada del asunto egipcio, sirviendo, además, a Bis­marck para hacer entrar a Alemania, en su papel de poten­cia europea, en las contiendas africanas. Gran Bretaña, para aclarar los problemas financieros de Egipto, necesitaba la ayu­da del canciller alemán, al que recurría igualmente Francia, pidiendo de nuevo su apoyo para oponer resistencia a las ambiciones inglesas sobre El Cairo y sobre los territorios del Congo.


La conferencia de Berlín

Bismarck no dejó escapar una ocasión como ésta. Aprove­chándose dc la debilidad británica, podría obtener ventajas territoriales sobre las costas sudoccidentales de Africa (don­de existían desde hacía tiempo intereses alemanes) y, toman­do como punto dc partida las peticiones francesas, podría obli­gar a París a unirse cada vez más a Berlín. La cuestión egipcia y la congoleña fueron, por tanto, auténticas armas dc pre­sión en manos del canciller.
En una conferencia convocada en Londres en junio de 1884 para resolver el problema de las deudas de Egipto, los ingle­ses se encontraron aislados frente a un primer entendimiento franco-alemán y se vieron obligados a admitir oficialmen­te que su ocupación de El Cairo era temporal y no se pro­longaría más allá de 1888. Precisamente durante las discu­siones sobre la cuestión egipcia se suscitó el problema del Congo, ante el que Francia y Alemania sc mostraron por fin unidas. Los alemanes denunciaron el tratado anglo-por­tugués, y los territorios sobre los que Bismarck había anti­cipado sus peticiones; Africa sudoccidental, Congo y Camerún, fueron atribuidos oficialmente a Alemania. Ale­manes y franceses convocaron posteriormente, para noviem­bre del mismo año, una conferencia internacional sobre el Congo y sobre el Níger, en la que los ingleses se vieron prác­ticamente obligados a participar. La reunión tuvo lugar en Berlín y en ella se reconoció la personalidad jurídica y la independencia del «Estado libre del Congo«, que en reali­dad era propiedad personal de Leopoldo II de Bélgica. Lon­dres se adjudicó el control del curso bajo del Níger, y los franceses obtuvieron el del curso superior. Las discusiones en la capital alemana por el Africa Occidental eran sólo un aspecto exterior de las maniobras diplomáticas referentes a
Egipto, cada vez más espinosas para Gran Bretaña. Fran­cia, no contenta con haber alejado a los ingleses de Africa centrooccidental, en 1885, hacia el final de la conferencia, impuso un control internacional sobre la situación finan­ciera de Egipto.


El régimen del canal de Suez

Entonces Gran Bretaña se vio obligada a reaccionar. Por una parte, trató dc entablar conversaciones para resolver el problema de la utilización del canal de Suez; por otra, trató de ponerse directamente de acuerdo con el Imperio otomano para definir su posición en Egipto. En junio de 1855, una conferencia internacional convocada por Fran­cia redactó un documento que remitía a una anterior pro­puesta británica, según la cual el canal debía quedar abier­to para todos los países sin excepción y no podía ser fortificado ni utilizado como escenario de operaciones mili­tares, incluso ene1 caso deque la propia Turquía se cncon­trara en guerra; se exceptuaban, sin embargo, las operaciones «necesarias para la defensa de Egipto». Una claúsula seme­jante no podía sino preocupar a Francia. Los ingleses, pre­sentes militarmente en Egipto, eran los únicos que podían decidir la necesidad de aquellas operaciones militares. añadió más tarde otras claúsulas, según las cuales la aplicación de las normas establecidas por la conferencia inter­nacional se suspendían mientras durase la ocupación bri­tánica de Egipto. En estos términos se llegó, en 1888, a la firma, por parte de todas las potencias, de un convenio sobre el canal; como los ingleses lograron conservar sus cláusu­las restrictivas, sólo sirvió para corroborar la presencia bri­tánica en El Cairo.

En 1885, Londres envió a Egipto y posteriormente a Cons­tantinopla un diplomático, sir Drummond Woff, que en 1887, después de varias negociaciones, sometió a la ratificación del sultán un convenio por el que Gran Bretaña se comprome­tía a retirarse de Egipto en un plazo de tres años. También en esta ocasión, empero, se puso una norma restrictiva que prácticamente anulaba el acuerdo: los ingleses se reservaban el derecho de mantener la ocupación de Egipto en caso de peligro exterior. Dicho peligro podía ser incluso cl rechazo, por parte de una de las potencias mediterráneas, a ratificar el convenio. Esta maniobra británica originó una guerra diplo­mática, hasta el punto de que cl convenio de Constantino­pla no fue ratificado por nadie. Francia no podía tolerar que la ocupación británica fuera confirmada oficialmente; Rusia, muy sensible a cuanto concerniera al Imperio otomano, se puso en seguida aliado del Gobierno de París para obstacu­lizar la política británica. Estaba ocurriendo precisamente lo que Bismarck había querido evitar.

La tensión entre Londres y París a causa de Egipto contri­buyó a empujar a Francia hacia Rusia, Gran Bretaña tomó nota de este nuevo peligro y, considerando su pérdida de influencia en Constantinopla y la imposibilidad de enfren­tarse a Rusia y Francia unidas, aseguró sólo sobre Egipto su política mediterránea e imperial. El Cairo debía permane­cer en sus manos, pero ese dominio había de consolidarse desde Africa misma. Sólo el control de todo el curso del Nilo, pensaban los ingleses, permitiría proteger adecuadamente sus intereses y realizar el sueño de unir las colonias del sur de Africa con Egipto y el Mediterráneo. El curso alto del gran río se preparaba así para convertirse en la zona neurálgica de Africa: el campo de batalla del encuentro entre Francia y Gran Bretaña; la primera, para oponerse a los proyectos de Lon­dres, inició un proceso de expansión desde Africa Occiden­tal hasta las puertas del océano Indico, con el fin de romper por la mitad el control británico sobre el Nilo y atacar Egip­to por el sur.


La lucha por la conquista del Alto Nilo

Estos dos proyectos opuestos prepararon el reparto definiti­vo del Africa tropical, cuando las controversias entre Alemania y Gran Bretaña habían llevado ya a la división de las costas orientales del continente. En estas zonas, la supremacía naval británica consiguió mantener alejadas hasta 1884 a las demás potencias. Londres y París habían llegado a un acuerdo en 1862 sobre el sultanato de Zanzíbar, comprometiéndose a su independencia. Los ingleses, convencidos de la escasa con­veniencia de dominar directamente las colonias, rechazaron en 1882 una propuesta del sultán que les brindaba un ver­dadero protectorado sobre la zona. En 1885 la situación sufrió un giro radical: Bismarck hacía suyos los acuerdos estipula­dos por un comerciante, Carl Peters, organizando un pro­tectorado sobre el Africa Oriental. El problema de las finan­zas egipcias, para cuya solución Londres contaba con el apoyo alemán, condujo a una aceptación de las propuestas alema­nas, y se llegó a un acuerdo de reparto: en 1886, la región septentrional se asignaba a Gran Bretaña y la meridional, a Alemania.

Sin embargo, la lucha por Africa se desarrolló principalmente entre Gran Bretaña y Francia, en las regiones del Nilo. Para asegurarlas, entre 1889 y 1891, Londres no dudó en con-Masacre de una m,sión ing,esa en Benin, en enero de 1897. Los cnoques que se produjeron entre las poblaci ones ndlgenas y los ejercitos imperialistas registraron ep sodios de excepciona crueldao.ceder vía libre a París, en toda la región saharaui hasta el lago Chad, con la esperanza de moderar sus ambiciones. Los fran­ceses, de todas formas, conscientes de que estaba en juego mucho más, no se contentaron con aquellas concesiones, pero ahora les faltaba el apoyo alemán, pues Alemania, interesa­da en mantener una cierta equidistancia entre París y Lon­dres, había emprendido ya desde 1885 una maniobra dc acer­camiento a Gran Bretaña. En 1890, los ingleses concedían a Berlín la isla dc Helgoland en el mar del Norte, que Ale­mania necesitaba como base naval y había solicitado en nume­rosas ocasiones, y a cambio, los alemanes renunciaban a cual­quier reivindicación en el valle del Nilo y reconocían el dominio inglés sobre Zanzíbar y Uganda.

Es precisamente en esta última fase cuando interviene una nueva nación, Italia. En 1882 navegación Rubbatino en Assab habían sido reem­plazadas por el Gobierno de Roma, que en febrero de 1885 desembarcaba tropas italianas en la ciudad de Massaua; poco después, éstas ocupaban su zona interior, convertida en 1890 en la colonia de Eritrea Crispi, promotor de la política colo­nial italiana estaba decidido a continuar la expansión. En Lon­dres, durante algún tiempo, esta idea no había desagradado por cuanto suponía un freno a una eventual penetración fran­cesa; pero cl ataque italiano en dirección a Kassala, en 1890, representaba una amenaza a la cuenca del Nilo. Pronto se lle­gó a un acuerdo: una año más tarde, Gran Bretaña permitía que Italia ocupase Somalia, a cambio de la renuncia explíci­taLos tratados con Roma y Berlín no garantizaban a los ingle­ses un control absoluto del sector. Los franceses, después de avanzar de este a oeste uniendo toda una serie de colonias desde Senegal hasta Argelia y el golfo de Guinea, iniciaron una política de sumisión de los pequeños sultanatos existentes en la región de Ubangui Chan. Las esperanzas francesas esta­ban reforzadas por la tensión existente en Egipto contra la ocupación británica, que se había manifestado en 1893 con una nueva revuelta. Así, en mayo, se aprobó el plan, propuesto por Brazza, de mandar un cuerpo de expedición que debía llegar al sur de Khartüm con el apoyo del ras (jefe) etíope Menelik. De todas formas, París había de contar con que los ingleses se opondrían a este movimiento: la realización del plan se aplazó. Mientras Gran Bretaña trataba de reforzar sus posiciones en Uganda los franceses se dedicaron a consoli­dar su influencia en Ubangui.

En este momento entró en acción Leopoldo II, que prolon­gaba en profundidad la penetración belga en los territorios musulmanes entre cl Congo y el valle del Nilo, atentando contra los intereses tanto franceses como británicos. Los tra­tados, negociados hasta 1894, aparte de demostrar que nin­guno de los diplomáticos europeos tenía la más remota idea de las fronteras reales de los territorios en cuestión, llevaron a un acuerdo anglo-belga, que asignaba a Leopoldo II gran parte de las regiones conquistadas. El acuerdo estaba pensa­do explícitamente para excluir a los franceses del curso supe­rior del Nilo. Las negociaciones entre Londres y París para resolver los problemas de la zona no condujeron a nada; en marzo dc 1895, el ministro inglés Grey advertía públicamente que cualquier avance hacia el Nilo se consideraría como un «acto hostil».

El incidente de Fachoda

La derrota que los italianos sufrieron un año después en Etio­pía trasladó la crisis anglo-francesa del plano diplomático a la acción. La excesiva seguridad con que el general Orestes Bara­tieri invadió el territorio etíope llevó a Italia al desastre de Adua, donde el 1 dc marzo de 1896 las tropas de Menelik derrota­ron a las italianas. Poco después, el primer ministro británico Salisbuly ordenaba la invasión de Sudán, para prevenir una even­tual llegada dc los franceses a la zona. Hasta entonccs, Gran Bretaña no había querido asumir el control del país, pues con­sideraba poco probable que las tropas francesas pudieran abrir-se camino fácilmente hacia la parte alta del valle del Nilo. La victoria de Menelik sobre los italianos daba paso, sin embar­go, a la inquietante perspectiva de una alianza de los etíopes con los mahdistas, apoyada por los franceses. Efectivamente, estos últimos iniciaban tres meses después la marcha hacia la localidad sudanesa de Fachoda, de común acuerdo con Mene­lik, procediendo desde el este y el oeste, mientras los ingleses avanzaban por el norte y por el sur.

Durante todo 1897, ambos contingentes debieron enfren­tarse con las dificultades de la penetración, pero en el vera­no de 1898 los franceses llegaban a Fachoda; la expedición, puesta duramente a prueba, se retiró en seguida, pero un mes después llegaba otra columna por el oeste. Pocas semanas mas tarde, las unidades británicas procedentes del norte se encon­traron cara a cara con los soldados franceses. Una crisis pro­funda sacudió Europa durante dos meses. Fachoda era para Francia el símbolo del desquite por los reveses sufridos en el Mediterráneo, mientras que para Gran Bretaña representa­ba la sanción dcl statu que egipcio y la seguridad de la vía de acceso a la India. El Gobierno de París, en una situación dc clara inferioridad militar con relación a Londres, se vio obli­gado a alejar sus tropas de Fachoda, si bien recibió en com­pensación el Sudán central (marzo de 1899).


Reparto del África austral

Hacia finales del siglo xviu, los ingleses penetraron en Africa del Sur, donde ya se habían establecido los bóers, ocupando las colonias del Cabo (1795). Los choques surgidos entre bri­tánicos y bóers obligaron a estos últimos a emigrar en masa hacia las regiones del interior (great trek, «gran emigración», 1834-1839), donde fundaron las repúblicas de Natal, Oran­ge yTransvaal. En 1843, Gran Bretaña se anexionó Natal como colonia de la Corona y en 1877 trató de hacer lo mismo con Transvaal.

Encontrándose, sin embargo, con la fuerte oposición de los bóers, que en 1881 desembocó en una revuelta y en el naci­miento del movimiento nacionalista afrikander; Gran Bre­taña prefirió ceder y reconoció la autonomía de la Repúbli­
ca. En 1885, tras las peticiones formuladas por Bismarck con respecto al sudoeste de Africa, Gran Bretaña procuró ocu­par Bechuanalandia, por temor a una eventual influencia ale­mana sobre los bóers; pero Alemania se mostró completa­mente indiferente a los movimientos afrikander. La crisis dcl Africa austral fue obra exclusiva de los ingleses. El descubrimiento de grandes riquezas mineras (oro y dia­mantes) en los territorios bóers y la posibilidad que tenía el presidente del Transvaal, Stephanus Kruger, de explotarlas para mantener y reforzar la independencia de su pueblo, des­plazaron la importancia económica de las costas al interior. Gran Bretaña, ante el peligro de perder el control de toda la zona, adoptó decididamente una política imperialista mer­ced a la actividad de un financiero sin prejuicios, Cccii Rho­des, que desde 1887 trató de crear al norte de los territorios bóers un contrapeso británico. Los frutos de sus conquistas los recogió posteriormente el primer ministro británico Salis­bury, quien en 1891 proclamó un protectorado en Niasa, tras obtener la Rhodesia septentrional y meridional. En 1895, sin embargo, los planes de Rhodes parecieron haber fracasado:

no se encontró el oro que se esperaba explotar en cl Norte, y los bóers seguían intentando desentenderse dc la presión británica. En el mismo año, conflictos aduaneros e intentos de imposiciones económicas acentuaron la crisis, finalmen­te inevitable por el fracaso en el intento de convertir toda Africa del Sur, colonias inglesas y bóers, en una única fede­ración. Estalló así la guerra (1899-1902) que acabó con la independencia de los bóers.

A principios del siglo xx, Africa estaba completamente repar­tida, tras una lucha basada más en las formas y métodos pro­pios del imperialismo que en su contenido específicamente económico. La explotación de los territorios sólo se inició, en realidad, después de su conquista definitiva. Un aspecto completamente distinto tuvo, en cambio, la expansión impe­rialista en Asia, donde desde el principio, sea por la presen­cia de actividades coloniales ya fuertemente enraizadas sea por la existencia de Estados indígenas más adelantados, fue­ron más potentes las motivaciones económicas.


La expansión europea

en Asia y en el océano Pacífico

En Asia, los primeros pasos hacia el imperialismo los reali­zó Gran Bretaña en la India. A finales del siglo xviii, , reprimida con dificultad al año siguiente. Después de este episodio, la Corona asumio todos los poderes de la Compañía y la administración bri­tanica sc dedicó con energía a una profunda reorganización del país.

Más tarde, abandonando la política del anterior Gobierno liberal, que había permitido a la India un relativo desarro­llo industrial (sobre todo en el campo textil), Disraeli rees­rrueturó completamente las relaciones entre la metrópoli y la>~ perla” del Imperio. Poniendo como único fin la gran­deza de Gran Bretaña y su crecimiento económico y finan­ciero, acentuú y estableció definitivamente un papel muy particular para la India. Esta debía tener la exclusiva fun­ción dc proveer a Gran Bretaña de materias primas, como algodón, añil, opio, yute y té, comprando a su vez en la metró­poli los productos industriales. La India estaba obligada, por tanto, a continuar siendo un país agrícola, sin emprender un desarrollo autónomo; era preciso, además, que los pro­ductos británicos pudieran entrar libremente, por lo que en 1885 se abolieron todos los derechos de importación. A estas iniciativas en el campo económico siguieron otras en el terre­no administrativo, para acercar a las clases dirigentes indí­genas a los intereses británicos y en 1892 se promulgó el esta­tuto definitivo de la India.

La India, el mayor proveedor de materias primas de Gran Bre­taña yel mercado más vasto y mejor organizado para sus pro­ductos, estaba eonvirtiéndose en el pilar económico y polí­tico de todo el Imperio. La concesión a la reina Victoria, en 1887, del titulo de emperatriz de las Indias, dentro de los planes de Disraeli, aparte de constituir la confirmación de que los intereses británicos habían logrado ya un asentamiento internacional, era sobre todo un aviso a las otras potencias:

a partir de entonces ningún país podría moverse en Asia sin tener en cuenta la presencia británica en la India. Esta adver­tencia iba dirigida especialmente a Rusia. Con una política de expansión comparable a la de otras potencias europeas en Africa, en la segunda mitad del siglo xix los rusos habían pe­netrado sistemáticamente en Turkestán hasta llegar a las fron­teras de Afganistán y, por ende, de la India. I.as causas del avance de Rusia no dependían tanto de la necesidad de una expansión económica, habida cuenta de su relativo retraso, como de motivaciones de orden político y estratégico. Aun­que los rusos no aspiraban, ciertamente, a una expansión en la India, la presión ejercida en las fronteras de Afganistán era un arma que cabía esgrimir contra Gran Bretaña para arran­carle concesiones en otras zonas de influencia, como el Medi­retranco o Extremo Oriente.

En 1 884 las tropas del zar, estableciéndose en las fronteras afganas, ocuparon Merv (Mary) suscitando en Gran Breta­
ña un estado de aguda tensión. Se trató de evitar un posi­ble enfrentamiento mediante el envío por ambas partes de comisiones que, sobre el terreno, deberían proceder a una delimitación de fronteras y de esferas de influencia. Pero su tarea apenas avanzó y en 1885 los rusos llegaron a amena­zar directamente la importante ciudad de MerE, enfren­tándose a las tropas afganas. La guerra pareció inevitable a los ingleses, pues no se trataba de una simple cuestión de límites, sino de un enfrentamiento entre fuerzas e intereses nacionales.

La situación resultaba, además, ventajosa pata Rusia, cuyas buenas relaciones en ese momento con Alemania hicieron sospechar en Londres la presencia de Bismarck tras esta ope­ración. En Africa, la situación en Sudán y en Egipto era explo­siva, y el entendimiento franco-alemán la hacía más peligrosa aún. Gran Bretaña comenzó a prepararse para el conflicto y se aplazó la ofensiva sobre Khartñm para concentrar todas las fuerzas en Asia.

Pero los ingleses no podían sostener una guerra contra Rusia por tierra; al enemigo se le combatía por mar ye1 único pun­to en que podía atacársele seriamente era el Mar Negro. Gran Bretaña debía obtener, por tanto, el derecho de atravesar con sus naves los Estrechos. Bismarck, a petición rusa, disuadió inmediatamente a Turquía de cualquier posible concesión ante eventuales peticiones británicas, obligándola a mantener la neutralidad Austria, Italia e incluso Francia fueron induci­das por el canciller a apoyar su acción diplomática. Los Dar­danelos permanecieron cerrados a las naves británicas y Gran Bretaña se encontró en el más completo aislamiento ante este cerrar filas de las mayores diplomacias europeas, orientadas por Bismarck.

El interés de Alemania no era tanto provocar una guerra que dificilmente se hubiera mantenido en sus cauces, como man­tener en tensión el mayor tiempo posible las relaciones entre Francia y Gran Bretaña y entre ésta y Rusia. A finales de 1885, la situación se desbloqueó: Rusia y Gran Bretaña entablaron negociaciones para fijar las líneas fundamentales de las fron­teras de Afganistán. Se había evitado la guerra, pero los ingle­ses estaban decididos a afrontar la cuestión: poco antes del acuerdo anglo-ruso, el Gobierno británico proclamó su inten­ción de pedir al Parlamento la aprobación de nuevos crédi­tos pata los preparativos bélicos.

La seguridad de la India se estaba convirtiendo en la base de la política imperial del Gobierno de Londres; tras la cri­sis afgana, la actividad británica se dirigió, efectivamente, a consolidar las otras fronteras de la colonia. En 1888 se ocu­pó el Sikkim, puesto avanzado con vistas a establecer estre­chos lazos de unión con el Tíbet. En el este se ultimó la ane­xión de Birmania. Ya desde mediados de siglo Gran Bretaña estaba asentada en la región del delta del Irrawaddi, pero en 1879 el rey birmano Thibó había Conminado a los ingle­ses a que abandonasen el país. La respuesra de Londres, inte­resada primero en afianzar sus propias posiciones en Afga­nlsran e inmovilizada después por la crisis con Rusia, rardó en llegar, pero en 1 889 Birmania fue anexionada al pro­tectorado británico. Un nuevo Estado asiático con más de 10 millones hahiranres enrró a formar parre del Impe­rio británico.

La anexión de Birmania era tanto más necesaria euanro que los franceses esraban activamente presenres desde hacía riem­po en la península Indochina, donde habían asegurado su proreetorado en el sur de Annam, la llamada Cochinchina. Las dos potencias eran ya peligrosamente vecinas; para cvi­rar futuros conflictos, en 1893 acabaron por reconocer la inde­pendencia del reino de Siam, que vino a constituir así un Esta­do «almohadón» entre sus posesiones. Pero la presencia francesa en el delta del Mekong no respondía ciertamente a un pro­grama de expansión hacia la India; era más bien la base de una expansión territorial en el sur del Imperio chino. Ya en 1 874 un grupo de franceses había penetrado en ~Lonkin has-

Hanoi. El gobernador de Cochinchina intervino con sus tropas para cortar los desórdenes surgidos después de esta ini­ciativa. La escasa resistencia opuesta por los annamitas le indu­jo después a ocupar todo el Tonkín hasta la frontera de Chi­na. La acción, sin embargo, sólo condujo a la estipulación de un tratado que preveía la posibilidad para los franceses de comerciar por tierra con China meridional; de hecho, París había dado ya la orden de desistir de una auténtica ocupa­ción de toda la zona.

La situación cambió radicalmente con la subida al poder de J. Ferry: en 1882 se mandaron trescientos hombres para reforzar las exiguas guarniciones de Tonkín, seguidos más tarde de 3.000 soldados. El alineamiento de las tropas fran­cesas en un reino tradicionalmente vasallo de China no podía sino provocar un litigio con Pekín. Los chinos convinieron, en un primer momento, en renunciar a su propia presen­cia en todo Annam, pero, progresivamente, bajo la presión de los ambientes extremistas y nacionalistas, el anunciado propósito de retirar las tropas no se cumplió. franceses se enfrentaron militarmente y, tras la nega­tiva de Pekín a pagar una indemnización a Francia por no haber respetado los acuerdos anteriores, las tropas france­sas se dirigieron hacia el norte, alcanzando las fronteras chi­nas y ocupando la ciudad de Lang-son. La contraofensiva china no se hizo esperar; en 1885 se reconquistaba la ciu­dad y los franceses sufrían graves pérdidas. Esta derrota pro­vocó en París una ola de indignación y determinó la caída de Ferry, pero en Tonkín apenas cambió la situación: Chi­na reconoció el protectorado francés sobre todo el Annam y retiró sus tropas.


La crisis del Imperio chino

La posición de Pekín en aquellos años era muy delicada; el Gobierno chino no disponía, ciertamente, de fuerzas capa-
ces de sostener una guerra con Francia. El Celeste Imperio, ya en una situación delicada por sus conflictos con todas las potencias occidentales, veía nacer cerca de sus costas al nue­vo Japón. Tras la «revolución Meiji», el Imperio nipón, polí­tica y militarmente revigorizado, reunía todas las caracterís­ticas de una potencia preparada para iniciar una política imperialista. La necesidad de adquirir nuevos mercados, la for­tísima concentración y el vertiginoso aumento de la produc­ción industrial, junto con un ardiente espíritu nacionalista y militarista, típicos aspectos de la sociedad nipona, preocupa­ban a los chinos y a los occidentales.

Muy pronto sus temores encontraron plena confirmación. En 1894 Japón, con la rápida y victoriosa guerra ocasiona­da por las pretensiones japonesas en Corea, inició abierta­mente su política expansionista, imponiendo a China una paz gravosa para su independencia e integridad territorial. Pero la victoria japonesa no significó solamente el nacimiento de una nueva potencia imperialista; al poner de relieve la debi­lidad del Imperio chino y cómo podía ser peligroso dejarlo a merced de Japón, desencadenó en todas las potencias occi­dentales una carrera hacia su total división.

China, prácticamente inerme, se encontró, de 1896 a 1899, en la necesidad de hacer frente a todos los Estados europeos que por vía de la negociación o de la fuerza querían arran­carle nuevos privilegios, concernientes sobre todo a conce­siones para la construcción de ferrocarriles y cesiones en el arrendamiento de tierras. Las líneas ferroviarias, que trans­portaban las mercancías importadas desde los puertos hasta el interior y las materias primas desde el interior hasta los puer­tos, eran un paso indispensable para el desarrollo ulterior del comercio. Los mismos Gobiernos, aun a costa de ásperas luchas diplomáticas~ trataban de tomar la iniciativa en este campo, demostrando hasta qué punto era estrecha la unión entre los intereses económicos y la política de los diferentes Estados. La construcción de una línea ferroviaria representaba una gran fuente de beneficios para los grandes grupos industriales, pero permitía también adquirir grandes zonas de influencia eco­nómica y, por tanto, política, similares a auténticas colonias. A ello tendían sobre todo las concesiones de territorios en arrendamiento que implicaban para el Estado ocupante dere­chos a tener policía, administración, erigir fortificaciones, esca­las y depósitos de carbón para las naves y la posibilidad de establecer guarniciones.


Los proyectos de reparto de China

En este aspecto de la colonización se mostró particularmente activa Alemania, que a la caída de Bismarck (1890) dio vía libre a sus tendencias imperialistas. Los alemanes, junto con los rusos, aunque no poseían en China grandes intereses, se habían dedicado ya a limitar las pretensiones territoriales de Japón sobre la península de Liao-tung y a reforzar su prestl­giosa expansión. En 1897, después de la matanza de un misio­nero, Alemania hizo desembarcar tropas en Chiao-Chou (Chiao-hsien), iniciando una masiva penetración e impo­niendo a China sus propias peticiones. Con un tratado esti­pulado en 1898 obtuvo en arrendamiento por 99 años las dos entradas de la bahía de Chiao-Chou, el derecho de cons­truir una base naval y la posibilidad de ocupar militarmen­te una zona de 50 kilómetros de radio y de construir líneas ferroviarias y explotar las minas. El Shantung se convertía así en una zona reservada para Alemania.

Rusia, tomando como pretexto las iniciativas alemanas, envió un batallón a la bahía de Port Arthur (Lü-shun) haciéndo­se asignar en arrendamiento la parte meridional de la penín­sula de Liao-tung. Este paso era el desenlace obligado de la política expansionista en Manchuria, seguida desde hacía tiem­po por Petersburgo, y formaba parte, a su vez, del proyecto de extender el dominio ruso a toda Siberia. En 1891, el zar anunció la construcción del ferrocarril transiberiano, que uni­ría Moscú con Vladivostok; en 1896, para obtener el per­miso de construir la línea ferroviaria en Manchuria septen­trional y unirla así al puerto del Pacífico, los rusos no dudaron en estipular con la corte manchú una alianza antijaponesa. Francia siguió también una política parecida, arrancando la concesión de prolongar las líneas ferroviarias de Tonkín en las provincias chinas de Yün-nan, Kwangsi-Chuang y Kwangtung.

Gran Bretaña se alarmó ante los repentinos progresos del res­to de las potencias. Bajo el acoso de las iniciativas alemanas, rusas y japonesas, el Gobierno de Londres se vio obligado a abandonar el principio de la integridad de China y a proce­der a la definición de su zona de influencia. En 1898, para contrarrestar la expansión rusa, forzó el arrendamiento del puerto de Wei-hai, frente a Port Arthur, y recibió de Pekín la confirmación formal de que ninguna otra potencia podría ocupar territorios en el Yang-tsé Kiang, donde esta­ban concentrados sus intereses. Cuando los chinos concedieron a un grupo belga, con capital francés, la construcción de una línea ferroviaria PekínHankow (1898), el Gobierno de Lon­dres no dudó en enviar su flota frente a Tientsin. Los ingle­ses, aunque no lograron anular la concesión, recibieron en compensación el derecho de construir una red de ferrocarriles en la región del Yang-tsé Kiang, dando lugar así a un área de influencia británica.

Este visible asalto de China por parte de las potencias euro­peas y de Japón provocó la intervención de Estados Uni­dos, que hasta entonces había permanecido al margen de William McKinley, presidente de Estados Unidos de 1897 a 1901; fue un ardiente defensor ae a política expansionista en el Pacif co, que puso en práctica con la adqu s ción de las Flipinas y de Guam~ Washington, Casa Blanca. todas las disputas relativas a la cuestión china. Continuan­do su anterior política de amistad con China y ante la impo­sibilidad de impedir la división, Washington trató de paliar por lo menos los efectos de la creación de zonas de influen­cia. En septiembre de 1899, dirigiendo una nota a todas las potencias, proclamó el principio «de la puerta abierta« por el cual todos los Estados deberían tener los mismos dere­chos en el mercado chino. Dicha propuesta, aunque acep­tada por las otras naciones, no cambió el curso de los acon­tecimientos en China, pero constituyó una importante afirmación de Estados Unidos como nueva potencia en el Pacífico. El equilibrio económico interior alcanzado después de la guerra de Secesión y la gran productividad de la indus­tria, no absorbida ya por los mercados internos, habían tras­tornado profundamente el anticolonialismo norteamerica­no en los últimos decenios de siglo. En el partido republicano, bajo la dirección de Theodore Roosevelt y del senador Lodge, se formó una corriente decididamente filoim­penalista, que ya en 1892 trató de hacer aprobar la anexión política de las islas Hawai, desde hacía años bajo la hege­monía estadounidense. La presencia de los demócratas en la Casa Blanca frustró sus proyectos hasta que en 1897 la silla presidencial fue ocupada por el republicano William MacKinley (1897-1901). Bajo su dirección, Estados Uni­dos inició en 1898 su primera acción imperialista, decla­rando la guerra a España, que hacía frente por entonces a una insurrección secesionista en Cuba. La isla del Caribe no era el único objetivo de los americanos: el 1 de mayo de 1898, una flota naval estadounidense derrotó a los españoles en aguas de Manila y apoyó el desembarco de un cuerpo expedicionario. Por el tratado de París, firmado el 10 de diciembre de 1898, el Gobierno de Washington tomó pose­sión de Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam. El archipié­lago de las Hawai, ya por entonces necesario como base para la nueva expansión, fue anexionado el mismo año a Esta­dos Unidos, que ocupó de este modo todos los puntos cla­ve del Pacífico. Las otras potencias, preocupadas por la impe­tuosa expansión americana, se apresuraron a repartirse el resto del océano. Alemania, que en 1884 había sustraído a los ingle­ses la parte noroniental de Nueva Guinea, se adelantó pro­clamando su derecho a obtener una compensación por el cambio del statu quo. En 1899, después de un acuerdo con España, se anexionó las islas Carolinas, las Palau y las Maria­nas, a excepción de Guam. Luego trató de poner fin al gobier­no tripartito que compartía con Gran Bretaña y Estados Uni­dos en las Samoa. La oposición británica a este proyecto fue atajada por Guillermo II, quien dio a entender claramente que la cuestión de Samoa y la africana de Transvaal estaban ligadas: la neutralidad alemana en el conflicto anglo-bóer dependía de la solución de los problemas del Pacífico. Las Samoa fueron entonces repartidas: las dos islas más impor­tantes se concedieron a Alemania y las otras se dividieron entre Gran Bretaña y Estados Unidos.

A finales de siglo, el Pacífico estaba completamente dividi­do en zonas de influencia que permanecieron inalteradas has­ta la 1 Guerra Mundial. Gran Bretaña dominaba en el área situada al sur del ecuador. Alemania en la parte occidental, al norte y sur del ecuador. Los americanos disponían de los archipiélagos más importantes y controlaban todas las rutas, mientras que Francia tenía posesiones esparcidas de un extre­mo a otro del océano: Nueva Caledonia, las islas de la Socie­dad y las islas Marquesas. Rusia y Japón se repartieron los restantes archipiélagos. En 1900, las grandes potencias indus­triales habían ocupado todas las regiones del globo. Nunca como entonces política y economía habían asumido un cam­po de acción tan vasto. La vigorosa ascensión de Japón y de Estados Unidos contribuyó aún más a desviar fuera de Euro­pa los enfrentamientos políticos.
Los Estados, aunque muy alejados entre sí, estaban ya uni­dos por largas cadenas de posesiones coloniales, a modo de líneas telegráficas sobre las que los mensajes políticos y eco­nómicos atravesaban océanos y continentes. En estas con­diciones, la guerra que estalló en 1914 entre las grandes poten­cias, a pesar de su origen europeo, no pudo dejar de tener resonancias mundiales. La tensión política, que hasta fina­les del siglo XIX se había descargado fuera de Europa, volvía nuevamente al Viejo Continente, sin por ello truncar los lazos de unión con los nuevos equilibrios y los nuevos conflictos surgidos en las regiones más dispares del mundo.



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