viernes, 26 de septiembre de 2008

Formación de las Monarquías Europeas

‘ FOMACIÒN DE LAS MONARQUIAS EUROPEA

La peste contribuyó también a empobrecer las finanzas de los dos soberanos: Eduardo III estaba entrampado por las deudas contraídas con las bancas florentinas; por su parte, Juan el Bue­no imponía unos pesados tributos, provocando entre sus súb­ditos resentimientos y agitaciones cada vez más frecuentes.

Al reanudarse la guerra, Eduardo III había conseguido un nuevo aliado, Carlos II el Malo, rey de Navarra, y podía con­fiar en las excepcionales condiciones militares de su hijo, Eduardo, príncipe de Gales (el Príncipe Negro). Éste obtu­vo una gran victoria en las cercanías de Poitiers e hizo pri­sionero al rey de Francia (1356). Contribuyó a agravar la situa­ción francesa un imponente movimiento revolucionario, que puso en tela de juicio toda la conducta política de la monar­quía y la nobleza. Mientras los campesinos, impulsados por la miseria, se alzaban contra los señores —ésta fue la breve, pero terrible, jacqueri e—, la burguesía de París, capitaneada por Etienne Marcel, prévbt cies Marchana’s (función que lo convertía en árbitro del mundo económico y le otorgaba amplios poderes en la administración de las finanzas), recla­maba una radical reforma política que colocase a la monar­quía bajo el control permanente de un consejo de representes .Carlos VI de Francia y Ricardo II de Inglaterra estipulan, en 1396, la tregua de Paris. El monarca inglés mantuvo una política prudente,incluyendo la tendencia a reducir la tensión con Francia. «
. El joven hijo del rey prisionero, el futuro Carlos V, ante la violencia y la extensión de aquel movimiento, acabó por ceder (1357). De este modo fue posible iniciar unas negociaciones con Eduardo III, que se concluyeron con los preliminares de Bré­tigny, seguidos de la paz de Calais (1360); Juan el Bueno, todavía prisionero, dejó a Eduardo III la plena soberanía de Aquitania, Calais y otros territorios menores (aproximada­mente, un tercio de su reino), comprometiéndose además a pagar un elevadísimo rescate para recuperar la libertad.

Después de la paz de Calais, Juan el Bueno y sobre todo su hijo Carlos V se dedicaron con notable sentido de la res­ponsabilidad a resolver la difícil situación de Francia y evi­tar una ulterior expansión inglesa. La frontera oriental fue confiada al leal duque de Borgoña, que poseía también Flan­des; se establecieron acuerdos con el imperio y con Portu­gal; y fue posible neutralizar las intervenciones inglesas en el reino de Castilla y llegar a un entendimiento ocasional con Navarra. De esta manera los monarcas de Francia pudie­ron impedir verse cercados. Al mismo tiempo, con el con­senso de la nación, se adoptaron drásticas medidas finan­cieras y se procedió, bajo la enérgica dirección del condestable Bertrand du Guesclin, a una racional reorga­nización de las fuerzas militares y la reconstrucción de la flota. Por ello, cuando Eduardo III reanudó las hostilida­des (1369), Francia se hallé en condiciones de imponerle una prolongada guerra de desgaste. En 1376 murió el Prín­cipe Negro. Al año siguiente fallecía Eduardo III, ocupan­do entonces el trono de Inglaterra su nieto, Ricardo II (1377-1399), de diez años. Tras la muerte de Carlos V (1380), tomó el poder su hijo Carlos VI (1380-1422), de doce años. Inglaterra y Francia se vieron así con dos niños en sus tronos, lo cual contribuyó a reavivar las turbulencias feudales y los movimientos revolucionarios, que perdura­ron durante varios decenios.

En Inglaterra, en 1381, estalló una amplia rebelión campe­sina. Ricardo II, una vez alcanzada la mayoría de edad, man­tuvo durante algunos años (1389-1397) una línea política prudente, encaminada a contener el poderío de los grandes señores de su familia (ascendidos a las posiciones más emi­nentes durante su adolescencia), a equilibrar el poder de la corona y del Parlamento, y a reducir la tensión con Francia. Pero posteriormente cambió de actitud, procurando establecer un régimen absolutista (1397-1399). Sin embargo, este inten­to fracasé y Ricardo acabó por perder la libertad, la corona y la vida. Lo sucedió su más encarnizado enemigo, su primo Enrique IV de Lancaster (1399-1413), que ocupó el trono después de una serie de revueltas, acompañadas de nuevas incursiones escocesas y francesas en territorio inglés.

Durante esta misma época, la situación en Francia era toda­vía más grave. En torno al joven soberano estallaron las riva­lidades por el poder entre los príncipes de la casa real; Fran­cia, en medio de toda clase de desórdenes, se dividió en dos partidos antagonistas: uno encabezado por los duques de Bor­goña (Felipe el Atrevido, luego Juan Sin Miedo y Felipe el Bueno) y el otro, por el hermano del rey, Luis de Orléans, y luego por su asesino, Bernardo, conde de Armagnac. Mien­tras el rey daba las primeras muestras de una progresiva enfer­medad mental, se iba haciendo cada vez más encarnizada la guerra entre los príncipes y aumentaba la intolerancia del pueblo. Enrique V de Inglaterra (1413-1422) estimé entonces que podía intervenir con éxito, aprovechando la crítica situa­ción de Francia. Al poco tiempo de su reinado, Enrique V sofocó las revueltas, persiguiendo con dureza —con apoyo de la Iglesia— los combativos partidarios de Wyclif. Lue­go, tras obtener los medios necesarios, reanudé la política continental, primero manifestando pretensiones territoria­les y reclamaciones concretas en materia de sucesión al tro­no, y a continuación atacando directamente a Francia.

Apoyado por el partido borgoñón, Enrique V inició la segun­da parte de la larga guerra —destinada a prolongarse aún durante casi cuarenta años— con la aplastante victoria de Azin­court (1415); tras ella pudo ocupar una gran parte de Fran­cia, puesto que Carlos VI había perdido ya la razón. Enri­
Durante la lucha entre Carlos VI de Francia y el antipapa Benedicto XIII, las tropas de éste quemaron el puente sobre el Ródano en Aviñón.
Benedicto XIII fue depuesto en 1409 en el concilio de Pisa. De las «Crónicas» de Sercambi. Lucca, Archivio di Stato.
que V consiguió atraer fácilmente a su partido a la propia Isabel, reina de Francia, y al emperador Segismundo. Des­de esta posición de fuerza, impuso la paz (Troyes, 1420); Car­los VI conservaría el trono hasta su muerte, que se presumía cercana, pero no sería sucedido por su hijo, el delfín Carlos, sino por el propio Enrique V, que entre tanto se unía en matri­monio con Catalina, hija de Carlos VI. En espera de ceñir la corona de Francia, Enrique V gobernaría el reino como regente, con el duque de Borgoña, preparando las medidas para unirlo al de Inglaterra.

No obstante, EnriqueV murió inesperadamente (1422), dos meses antes que Carlos VI, dejando heredero de los tronos de Inglaterra y de Francia a su hijo, que sólo tenía unos meses, Enrique VI (1422-1461). Desempeñaron la regencia sus tíos Tomás de Gloucester en Inglaterra y Juan de Bedford en Fran­cia. En efecto, el niño fue proclamado rey de Francia, mas al mismo tiempo el delfin desheredado asumía la realeza en Bourges, con el nombre de Carlos VII (1422-1461). Los ingleses decidieron entonces eliminarlo; derrotaron a sus
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Car­los VII parecía entonces resignado a abandonar todo pro­pósito de reivindicación, cuando la animosa iniciativa de Juana de Arco dio un giro decisivo al curso de la guerra y a la historia de Francia. La humilde campesina de Domrémy, que aún no había cumplido los veinte años, animada por la fe de haber sido elegida por Dios para liberar Francia de los ingleses y hacer consagrar rey a Carlos VII en Reims, tras muchos esfuerzos consiguió hacerse asignar un grupo de soldados, que en poco tiempo libraron Orléans de su ase­dio (1429). Aquella victoria imprevisible señaló el comien­zo de una gran contraofensiva francesa: a la reconquista de Troyes y Chálons siguió la de Reims, donde, según la tra­dición, Carlos VII fue consagrado rey en presencia de Jua­na de Arco, borrando así la humillación del tratado de 1420. En cambio, fracasaron los intentos de ocupar París y Com­piégne. En esta última ocasión, Juana fue capturada por los soldados de Felipe, duque de Borgoña (1430); fue entre­gada a los ingleses, sometida a un proceso por la Inquisi­ción y finalmente condenada a la hoguera por hechicería (Rouen, 1431).

Por lo demás, tras el fracaso de París, la acción de Juana de Arco había sido obstaculizada por los propios mandos fran­ceses, que a sus impulsos emocionales de patriotismo y reli­giosidad contraponían argumentos de técnica militar y de oportunidad política. Juana de Arco había conseguido dar forma y vigor al sentimiento nacional de Francia, que ya exis­tía en el pueblo, pero de un modo vago, haciéndolo converger hacia los objetivos concretos de la independencia y la uni­dad, bajo la sagrada insignia de la corona. Puede afirmarse que gracias a la Doncella de Orléans, la guerra de los Cien Años, que se había iniciado como guerra feudal, adquirió el carácter de guerra nacional y popular.

Como respuesta a la coronación de Carlos VII en Reims, los ingleses hicieron lo propio con Enrique VI, en cuanto rey de Francia, en París (1431), sin remediar con ello el vacío creado en torno suyo. Además, Carlos VII firmó una paz por separado con Felipe de Borgoña, privándoles así de su alia­do más valioso (Arras, 1435); poco más tarde, tomó pose­sión de París (1436), donde restableció la capital y el gobier­no. Las operaciones militares evolucionaron cada vez más favorablemente para Francia. Faltos de la ayuda borgoñona, los ingleses perdieron Normandía (1450) y Aquitania (1450-1453), conservando tan sólo Calais en suelo francés. Ningún tratado sancioné el término efectivo de la guerra. Durante los veinte últimos años del conflicto, Carlos VII había reestructurado el ejército, instituyendo por vez primera una fuerza permanente de la corona; asimismo, había iniciado la construcción de un vasto sistema de fortificaciones .Entre Estado e Iglesia, y planteado una prudente política di alianzas (con la Confederación Suiza y con algunos Estado, germanos). Al final de la guerra, Francia, sacudida por la penu. ria, la peste y las luchas internas, continuaba temiendo un nueva ofensiva inglesa.

Pero Inglaterra había pasado de la euforia de la victoria la humillación de las frecuentes derrotas. La minoría de edai de Enrique VI había permitido el desarrollo de rivalidade entre los príncipes reales. El matrimonio entre Enrique V y Margarita de Anjou, sobrina de Carlos VII (1444) —qu se convino con la perspectiva de una paz de compromiso— hizo aún más áspera la lucha entre el partido favorable a paz, encabezado por Juan de Beaufort, duque de Somer set, y el de la guerra a ultranza, bajo el mando de Humph rey, duque de Gloucester, que acabó prisionero (1447). Per< Juan de Beaufort hubo de medirse con un rival todavía má fuerte, Ricardo, duque de York, que alegaba derechos a 1:

corona. El rey, obligado a desentenderse progresivament> de las actividades de gobierno por la incipiente enferme dad mental, que desembocaría en una clara demencia, s hallé en manos de estos supuestos tutores de los interese de la corona. Al término del conflicto con Francia, Ingla terra se encontraba definitivamente al borde de la guerra civil.

Debido a su larga duración, la guerra de los Cien Años habí; desarrollado, tanto en Francia como en Inglaterra, un pro fundo sentimiento de mutua aversión. Las consecuencias de conflicto fueron profundas, sobre todo en el sector econó mico. Francia —que había sido el campo de batalla— sufri los daños más graves, especialmente en lo referente a la agri cultura. Por otra parte, hay que tener en cuenta que la gue rra de los Cien Años se produjo durante una crisis econó mica que desde comienzos del siglo xiv afecté a toda Europa.


Una escena de la sangrienta batalla de Azincourt, librada el 25 de octubre de 1415, durante la guerra de los Cien Años, en la localidad homónima, cerca del paso de CaÍais; los franceses, bajo el mando de Carlos VI, fueron derrotados por los ingleses
todas partes, en mayor o menor medida, la producción agrí­cola e industrial, así como el comercio, notablemente de­sarrollados en el siglo anterior. La guerra, junto con la crisis, agudizó algunos de sus aspectos, pero también, por impera­tivo de las necesidades suscitadas, estimulé nuevas técnicas de producción.


~ El artífice de la reconstrucción de Francia y del absolutismo monárquico fue Luis Xl (146 1-1483), el gran centralizador, que se dedicó con empeño a disciplinar a los feudatarios, línea en la que sólo hizo algunas concesiones a la Iglesia, a cam­bio de su apoyo. Naturalmente, el gran feudalismo, repre­sentado por los duques de Borgoña, Alençon, Berry.

Dicho ducado se extendía desde las regiones nororientales de Francia hasta el mar del Norte (Artois, Flandes, Holanda, Frisia, Brabante, Hainaut, Luxemburgo) y, separados por la cuña lorenesa, Alsacia, Borgoña, el Franco Condado y Brisgovia: un con­junto análogo a la antigua Lotaringia.

La política agresiva de Carlos el Temerario hacia Francia, por una parte, y Alemania y Suiza por otra, fue apoyada espe­cialmente por Eduardo IV de Inglaterra, que efectué un de­sembarco en tierra francesa. Luis XI resistió con resultados alternos, hasta que suizos y franceses coaligados vencieron a Carlos el Temerario, que murió en la batalla de Nancy (1477). Luis XI pudo entonces anexionarse Borgoña y Picardía, feu­dos de la corona, mientras que los demás territorios pasaron en herencia a la hija de Carlos el Temerario, María, esposa de Maximiliano de Habsburgo. A la muerte de María (1482), el rey de Francia obtuvo el Franco Condado y Artois, pero no los dominios más valiosos, es decir, Flandes. Como com­pensación, al extinguirse la casa de Anjou, se anexioné Anjou, Maine y Provenza, orientando así a Francia hacia el Medi­terráneo. En la misma dirección actué su hijo, Carlos VIII (1483-1489); éste, considerando plenamente realizada la uni­ficación nacional, emprendió una política expansionista, 11 na de incógnitas y riesgos.

Al mismo tiempo, en Inglaterra se libraba una dura guer civil para la conquista del poder: la guerra de las Dos Ros (1455-1485), nombre debido a los blasones de las dos gra. des casas enemigas: la rosa roja de los Lancaster —dinast reinante con Enrique VI— y la rosa blanca de los York. 1 aristocracia inglesa se dividió, pues, en dos bandos, busca do en su propia patria una compensación de las rentas

había perdido en Francia. Ricardo de York consiguió hac prisionero a Enrique VI y hacerse reconocer heredero del tr no (1460); sin embargo, poco después, y como consecue cia de la enérgica intervención de la reina Margarita de Anjo fue derrotado y muerto, con lo que Enrique VI fue repu~ to en el trono. Pero la muerte de Ricardo no tardó en ser ve gada por su hijo Eduardo, que consiguió arrebatar la cor

El Parlamento, que ya había alcanzado su estructura mal definitiva (cámara de los Lores y cámara de los Con nes) y consolidado sus funciones de control y de participac en la política de la corona; el pueblo la recibió como gar. tía de un período de reconstrucción del país. Enrique V la reina, desde Escocia, mantuvieron viva la oposición 1. casteriana e incluso consiguieron recuperar el trono por 1 ve tiempo (1470-1471), gracias a la ayuda de Ricardo Nc ile, conde de Warwick, y de Luis XI de Francia. Eduardo recuperé el poder y encarcelé e hizo asesinar a Enrique (1471). Por otra parte, intervino, aunque sin éxito, en la gi rra de Luis XI contra Carlos el Temerario. Esta empresa, c requirió enormes gastos, le hizo enfrentarse con el Parlamen además de valerle una creciente impopularidad. A su mu te, su hijo Eduardo V (1483), de doce años, sufrió la rut de su tío Ricardo de Gloucester, que lo aislé, eiiminand quienquiera que le hiciese sombra; por último, usurpé el t no, haciendo asesinar al joven rey en unión de su hermar Ricardo III (1483-1485) goberné despóticamente, hasta q el último superviviente de los Lancaster, Enrique Tudor, co de de Richmond, refugiado en Francia, pudo reunir fuen suficientes para enfrentarse con él, venciéndolo en la bai lla de Bosworth (1485), en la cual perdió la vida Ricardo 1 La guerra de las Dos Rosas finalizó con Enrique VII Tud (1485-1509), que al casarse con la última superviviente los York, Elisabeth, reunía los derechos y las pretensiones. ambas familias. Al cerrarse este capítulo —uno de los m sombríos de la historia inglesa— la nación no experimen ya como una afrenta la pérdida de Normandía y Aquitani liberándose —si vale la expresión— de una especie de «con plejo de insularidad» que había sufrido hasta entonces.



Las nuevas dinastías peninsulares

La guerra civil mantenida en Castilla entre Pedro 1 (1350-1369) y su hermano bastardo, Enrique II, se inscribe en el marco más amplio de la guerra de los Cien Años y de la estruc­turación de la península Ibérica en dos bloques rivales. Las fricciones por causas fronterizas entre Castilla y Aragón pro­dujeron, de rechazo, la ruptura de la tradicional amistad en­tre Castilla y Francia, al aliarse circunstancialmente con ésta Pedro IV de Aragón (1336-1387), que apoyaba las preten­siones al trono castellano de Enrique de Trastámara. Portu­gal se alineé en el bando filoinglés, mientras que Navarra siguió una política ambigua. Mercenarios franceses al mando de Ber­trand du Guesclin —las llamadas «compañías blancas><, por el acero bruñido de sus armaduras— defienden la causa de Enrique, mientras que el Príncipe Negro guerrea a favor de Pedro 1. En los campos de Montiel éste fue al fin muerto por su hermanastro, con quien comienzan los «reyes nuevos><, la dinastía de Trastámara (1369). Enrique II no cumplió su compromiso de entregar Murcia a Aragón, con lo cual con­tinué la guerra, más peligrosa ahora para Aragón, dada la alian­za activa de los Trastámara con Francia. El resultado fue el reconocimiento de la hegemonía castellana por el tratado de Almazán (1375). Las hostilidades con Portugal tuvieron un resultado muy distinto: el pleito sucesorio abierto a la muer­te de Fernando 1(1367-1383) llevó a la victoria portugue­sadeAljubarrota (1385), que puso fin a las pretensiones sobre el reino de Juan 1 de Castilla (1379-1390) y afirmó a la nue­va dinastía, los Avis, también de origen bastardo. Firmada definitivamente la paz con Inglaterra (1387), Castilla se apar­ta de la guerra de los Cien Años, salvo alguna intervención esporádica a favor de Francia.

La prolongación de las guerras y la minoría de edad de Enri­que III (1390-1406) contribuyeron a crear una nueva aris­tocracia, que acentúa aún más la concentración de la pro­piedad, fomentada por la anterior aceleración de la Reconquista, originando en Castilla un brote tardío de régi­men señorial de ascendencia feudal. Se trata de una oligar­quía nobiliaria muy restringida, de los «quince linajes», la mayoría de los cuales tienen sus señoríos en la cuenca del Due­ro, aunque extiendan su poder a todo el reino. La concesión, por otra parte, de numerosos señoríos jurisdiccionales al mar­gen de la propiedad de la tierra, inclinó aún más la econo­mía castellana hacia el predominio de la ganadería y del labo­reo de las minas, la exportación de cuyos productos en bruto

—lana, hierro— llegó a ser la base de un régimen tan prós­pero como frágil, dada su directa dependencia de las fluc­tuaciones del comercio internacional y de la falta del desarrollo paralelo de una industria propia. Se crea así un activo comer-
cio, cuyo destinatario principal era Flandes, con base en los puertos de Santander y Vizcaya, unidos en la llamada Her­mandad de la Marina de Castilla con Vitoria; a la diócesis de esta última ciudad pertenecían las villas vascas. Cierran ese triángulo Burgos, capital de la archidiócesis donde esta­ba instalado el Almirantazgo de Castilla, y Medina del Cam­po, cuyas ferias centralizan en el siglo xv las operaciones finan­cieras. los Reyes Católicos, un orden jurídico definitivo que regule las relaciones entre la Corona ylos potentados del reino. Castilla carecía, a dife­rencia de la Corona de Aragón, de un sistema constitucio­nal preciso, y las Cortes, convocadas irregularmente y sin ver­dadero poder legislativo, desempeñaron un papel más bien reducido.

La nueva dinastía de los Avis consolida, tras la victoria de Aljubarrota, la personalidad independiente de Portugal. Durante el largo reinado de Juan 1(1385-1433) comienza la empresa de los descubrimientos, directamente impulsa­da tanto por el rey como por sus hijos, la «indira geraçao» cantada por Camoens: el infante Don Enrique el Navegante, Don Fernando —que moriría cautivo en Tánger— y el primogénito Don Duarte, bajo cuyo reinado (1433-1438) alcanza pleno desarrollo la expansión atlántica. Tres son las líneas principales seguidas por esas expediciones: la trans­formación de Marruecos en un «Algarbe ultramarino», empre­sa prácticamente fracasada, salvo la conquista de Ceuta; la ocupación de las islas atlánticas; y la búsqueda de una ruta
hacia la India, mediante sucesivas navegaciones de la co africana. La primera isla colonizada fue Madeira, a la siguieron las Azores —también deshabitadas con anteri dad— y las islas de Cabo Verde, ya en el reinado de Mf soV (1438-1481); el principal cultivo que en ellas se mt dujo fue la caña de azúcar. Respecto de las islas Canar prevaleció el derecho anterior de Castilla, que había inic do su conquista en 1402, aunque ésta no se terminara si bajo los Reyes Católicos. La exploración de las costa atiá rica de África fue la empresa de mayor trascendencia históri en cuanto abrió nuevas posibilidades comerciales —oro, es cias y esclavos— y dio con el camino hacia la India al 11 gar Bartolomé Díaz, en 1487, al cabo de Buena Esperan El principal instrumento técnico de estas hazañas fue un yo tipo de barco, la carabela, que unía al velamen tradici nal un casco más alargado, especialmente apto para las nav gaciones de regreso en que el régimen de vientos obliga a separarse de las costas de Guinea para buscar directamen las Azores.

En los veinticinco años que median entre la muerte de P dro IV (1387) y la introducción de los Trastámara por el co promiso de Caspe (1412), Cataluña va a perder su anterio predominio dentro de la Corona de Aragón, al haber sid afectada en mayor medida, tanto económica como demo gráficamente, por la crisis general que afecta a todo el Qcci dente. Su economía agropecuaria y una lenta devaluación evi­taron a Aragón la crisis económica que origina en Cataluña bajoJuan 1(1387-1395), las primeras convulsiones sociales Las luchas nobiliarias se reprodujeron, con todo, tanto en Ara­gón como en Valencia, bajo el reinado de Martín el Huma­no (1395-1410). La inesperada muerte de su heredero, Mar. tín ei Joven, rey de Sicilia, en 1409, plantea el problem~ sucesorio de un rey sin hijos y sin posibilidad de tenerlos d~ su segundo matrimonio entonces contraído. La muerte de rey Martín sin haber designado sucesor se solucioné por medk de una original fórmula, que revela la madurez política alcan­zada por los territorios de la Corona: la designación de com­promisarios, tres por cada reino —Aragón, Cataluña y Valen­cia—, que sentenciarían a quién, de entre los pretendientes correspondía el trono en mejor derecho. La designación de infante castellano Don Fernando, hijo de Juan 1 y reciente conquistador de Antequera en una operación de prestigio suponíá el triunfo de la orientación continentalista de Ara­gón. La nueva dinastía continué la expansión mediterránea que era la gran empresa catalana, si bien transformándola er un verdadero imperialismo territorial y no ya mercantil, cuyc resultado mayor sería la conquista de Nápoles en 1442, don. de residió en adelante el rey Alfonso V (1416-1458), pro­gresivamente desentendido de los asuntos peninsulares.


El régimen señorial de la tierra y la contracción del comercio habían originado en Cataluña un ambiente de malestar social: los payeses de remensa se habían sindicado para defender sus intereses frente a los propietarios; y para oponerse al patriciado urbano y su organización —la Biga—, partidaria del librecambismo y celosa de sus liber­tades frente a la Corona, se forma un sindicalismo menes­tral —la Busca— tendente a la modificación del régimen municipal de Barcelona y a la devaluación de la moneda. Estos son los problemas con que se encontrará Juan 11(1458-1479) desde que, en 1454, es nombrado lugarteniente general del reino. La política democratizante del ya anciano rey —que lo es también de Navarra por matrimonio— llevará a la Biga a tomar partido por su hijo y heredero, Carlos, Príncipe de Viana, enfrentado con Juan, y a imponerlo como lugar­teniente del reino. La muerte de Carlos y su sustitución por Fernando —hijo de un segundo matrimonio castellano- de­sencadena en 1462 una guerra, que durará diez años, entre Juan II y el Principado. El rey salvó la difícil situación con una hábil política diplomática: la alianza con Inglaterra cuan­do Luis XI se puso al lado de Cataluña, y la boda de Fer­nando, hecho ya rey de Sicilia, con Isabel, la heredera de Cas­tilla. La paz trajo la sumisión de Cataluña, a cambio de la garantía de respetar el gobierno moderado pactista anterior.


La nación germánica y su expansión septentrional y oriental.

En la Alemania de los príncipes, la idea imperial cada —vez más abstracta— era más popular, debido a su tradición, que la de una monarquía nacional, mucho más concreta y fecun­da. Durante los siglos xiv y xv, los reyes de Alemania y los emperadores procuraron contar con un poder eficaz, forta­lecer sus propios principados e imponerse, en lo posible, sobre los reinos vasallos de Bohemia y de Hungría, profundamente impregnados de cultura germánica. Así, Enrique VII de Luxemburgo logró emplazar a su hijo Juan (1310-1346) en el trono de Bohemia y Moravia, el Estado eslavo más occi­dental y predispuesto a la influencia alemana, con un suelo y subsuelo ricos en recursos, que en ciertas ocasiones, ade­más, con la dinastía nacional de los Premyslidos (extingui­da a comienzos del siglo xiv) había sido protagonista de una vigorosa política de expansión y de supremacía en el este de Europa.

El sucesor de Enrique VII en el reino de Alemania y en el imperio fue Luis IV de Wittelsbach, duque de Baviera (1314-1346). Al carecer de unas sólidas raíces en Alemania, buscó fortuna en Italia, pero chocó violentamente con el papa­do aviñonés, o sea con Juan )QUI (13 16-1334), Benedicto
XII (1334-1342) y Clemente VI (1342-1352), así como con Francia, que directamente, y también a través de los Anjou, tenía irrenunciables intereses en la península. Luis IV, aun­que excomulgado, ciñó la corona imperial en el Capitolio de Roma (1328), por proclamación popular, según la doctrina de Marsilio de Padua, que asignaba al pueblo, y no al papa, el sagrado derecho de disponer de esta dignidad suprema. Lue­go, con el apoyo de numerosos feudatarios germánicos, Luis sancioné el principio según el cual el rey de Alemania, una vez elegido, se convertía automáticamente en emperador, sin necesidad del consenso ni de la aprobación del pontífice (die­ta de Rense, 1338). Se consumaba así, de modo unilateral, el divorcio entre el imperio y el papado, cuya íntima cone­xión había sido el eje de la ideología político-religiosa me­dieval.
en Ara­Huma­Mar­blema nos de rte del medio


Carlos IV de Luxemburgo (1346-1378), hijo y heredero de Juan 1, rey de Bohemia. Carlos IV se ocupé con asiduidad de este reino, que consi­deraba justamente el fulcro de su poder: Bohemia ascendió al rango de nación-guía de la Europa oriental. Por obra suya, Praga se convirtió en una espléndida capital. En cuanto a Ale­mania y al imperio, favorecido por la circunstancia de que fran­ceses e ingleses —empeñados en su larga guerra— no tenían la menor posibilidad de influir en su acontecer, Carlos IV con­siguió bloquear mediante acuerdos las ambiciones de los prín­cipes más poderosos, los Habsburgo de Austria y los Wit­telsbach de Baviera, así como restablecer la paz y el equilibrio. Renuncié a la política italiana y mantuvo buenas relaciones con los últimos papas de Aviñón, Clemente VI, Inocencio VI (1352-1362), Urbano V (1362-1370) y Gregorio XI (1370-1378). Carlos IVfue a Roma en dos ocasiones; la pri­mera, para recibir la corona imperial por un legado de Ino­cencio VI (1355), y la segunda para honrar a Urbano V (1368). Durante el período comprendido entre ambos viajes, concerté con los príncipes germanos la llamada Bula de Oro (1356), la cual, perfeccionando las decisiones de Rense de 1338, fija­ba en siete el número de los príncipes electores del empera­dor: tres eclesiásticos (los arzobispos de Maguncia, Colonia y Tréveris) y cuatro laicos (el rey de Bohemia, el marqués de Brandemburgo, el duque de Sajonia y el conde palatino del Rhin). Quedaba así definitivamente establecida la constitu­ción del reino de Alemania como una federación de Estados independientes, presidida por un rey-emperador.

Wenceslao IV (1378-1400), que sucedió a su padre, Car­los IV, ostenté también las coronas de Alemania y Bohemia, pero perdió la primera de ellas tras haber asistido, sin poder intervenir, a una serie de luchas político-sociales entre prín­cipes, nobles menores (Ritter, caballeros) y burguesías ciuda­danas, provocada por la transición desde un régimen de carác­ter monárquico a otro que pretendía ser federal. Lo sucedió su hermano Segismundo (1411-1437), tras la desaparición dedos competidores, Roberto III de Wittelsbach (1400-1410) yJost de Moravia (1410-1411). En cambio, Wenceslao pudo conservar la corona de Bohemia hasta 1419; mientras, cre­cía el impetuoso movimiento herético y nacionalista susci­tado por el teólogo Jan Hus, que sublevé a todo el país con­tra la presencia —enraizada desde hacía siglos— del elemento germánico y católico-romano en las clases sociales más poderosas. Por ello Segismundo no fue aceptado como rey de Bohemia hasta 1436, poco antes de su muerte, cuan­do la guerra político-religiosa entre los husitas y los católi­cos llegó a su fin mediante un frágil compromiso. Sin embar­go, Bohemia quedó maltrecha por esta lucha y disminuyeron sus vínculos con Alemania.
Segismundo tenía otro cauce de poder personal: el rein Hungría, adquirido por su matrimonio con María de An en 1387. Dicho reino —que tras la extinción de los Ai (1306) había vivido períodos de grandeza con los Anj sobre todo con Luis 1 el Grande (1342-1382)— se hal en plena decadencia, lacerado por las disputas y las lu entre nobles. Segismundo se consagró a mejorar su dest intuyendo su función de baluarte frente a los turcos

Segismundo —que también fue coron emperador en Roma (1433)— fue dispersiva y poco si ficativa políticamente. Lo sucedió su yerno, Alberto II Habsburgo (1438-1439), también reconocido rey en Br mia y en Hungría. Cuando sobrevino su muerte combatie a los turcos, Alemania y el imperio pasaron a su nieto Fi rico III (1440-1493).

A partir de Alberto II, las coronas germánica e imperial, a que formalmente continuaron siendo electivas, de he resultaron hereditarias en la casa de Habsburgo. Del ~3 monio de esta familia se ocupé casi exclusivamente Fe rico III, último emperador coronado en Roma por el p (1452), que reunió los territorios austríacos, divididos ea las diversas ramas de su estirpe. Una consolidación en 1 mania resultaba entonces imposible: eran demasiado ft res la marca de Brandemburgo, de los Hohenzollern, ducado de Sajonia, de los Wetrin. La Confederación ~ za, que se había separado de los dominios de los Habsb go, resultaba ya irrecuperable e incluso aplicaba una tei ble política expansionista. En el Norte, la liga hanseáa actuaba por cuenta propia para conservar su predomi; sobre el Báltico y los países escandinavos, mientras qw orden de los Caballeros Teutónicos, tras haber obtenido gr des éxitos en el centro del mundo eslavo, se batía en ti rada ante la contraofensiva polacolituana y se hacía vas~ de Polonia (1466). El occidente renano era una conste ción de poderosas ciudades asociadas; en Bohemia y Ht gría se elegía como reyes nacionales, respectivamente, a ge Podebrad (1458-1471) y Matías Corvino (1458-149 Este último, en 1471, logró unir ambas coronas, decidien atacar a los Habsburgo, a los cuales pudo sustraer diver~ territorios e incluso ocupar su capital, Viena. La situaci resultaba más bien difícil para los Habsburgo, pero la su te de esta dinastía se enderezó notablemente gracias al mac monio del hijo y heredero de Federico III, el futuro Ma miliano 1(1493-1519), con Mana de Borgoña (1477), h y heredera de Carlos el Temerario, que aporté a la casa Austria nada menos que Flandes y el Franco Condado, i patrimonio de incalculable valor político, económico y esta tégico.


Los territorios escandinavos y Polonia

Tras las grandes migraciones vikingas, las características nacio­nales y político-sociales de los países escandinavos se habían ido evidenciando paralelamente a la lenta y difícil penetra­ción del cristianismo. Dinamarca, la primera en abrirse a las influencias occidentales, había dominado en tiempos de Canuto el Grande (1014-1035) sobre un »imperio nórdi­co», que comprendía gran parte de Escandinavia e Inglate­rra, y sobre un segundo »imperio», en tiempos de Walde­mar el Grande (1157-1182) y de sus sucesores, extendido a ambas orillas del Báltico, con amplia penetración en los países eslavos. Noruega había alcanzado un notable poder entre finales del siglo xii y finales del xiii, con Sverre (1184-1202) y sus sucesores, hasta Magnus el Legislador (1263-1280), cabeza de un tercer »imperio nórdico» que abar­caba Islandia, Groenlandia y las islas menores del Atlánti­co. En cambio, Suecia había llegado más tarde a una fusión étnica entre los pueblos del Norte (Svealand) y los del Sur (Giitaland) y, por tanto, a una organización política bastante fuerte para permitirle la conquista de Finlandia, empresa uni­da al nombre del conde Birger (Birger larl), ministro de reyes débiles y por último regente de hecho de su propio hijo, el rey Waldemar 1(1250-1275).

En ninguno de los tres reinos escandinavos las estructuras estatales habían llegado a consolidarse en torno a los reyes, casi continuamente paralizados por la aristocracia, batalla­dora y anarquizante. Las tierras eran ricas en madera y mine­rales, con ciudades marítimas e interiores abiertas a un flo­reciente comercio, desde Bergen hasta Copenhague, desde Lound hasta Uppsala y Estocolmo; pero las iniciativas eco­nómicas fueron gradualmente monopolizadas por elemen­tos alemanes, y toda Escandinavia acabé colonizada, inclu­so políticamente, por la liga hanseática. Dinamarca, tras haber atravesado un siglo de graves crisis, se recuperé con Walde­mar Atterdag (1340-1375), que liberé a su país del cerco de Noruega y Suecia, unidas bajo Magnus Eriksson (1319-1356), y logró contener las intromisiones de la liga hanseática. Su hija Margarita, mediante vínculos de paren­tesco, reunió las tres coronas (1387-14 12); un pacto, la Unión de Kalmar (1397), dio permanencia a esta solución, si bien cada país conservaba su gobierno. Con todo, semejante tra­tado no realizó la unidad escandinava: el predominio de Dinamarca suscité en Noruega y en Suecia una violenta opo­sición durante el reinado del nieto de Margarita, Erik (1412-1439); dicha oposición se hizo aún más obstinada bajo sus sucesores, Cristóbal de Baviera (1439-1448) y Cristián Ide Holdemburgo (1448-1481). Entre finales del siglo xv y comienzos del xvi se produjeron en el mundo escandina­
El reformador bohemio Jan Hus, reducido al estado laical y conducido a la hoguera como hereje en 1415. Hus fue considerado por los
bohemios no sólo como un martir religioso, sino tambien como un patriota. De «Das Concilium». Milan, Biblioteca braidense.
yo guerras civiles y secesiones de la Unión de Kalmar: Sue­cia fue la mayor responsable de la ruptura de la misma, mien­tras que Noruega, profundamente decaída, tras haber pasa­do varias veces de la unión con un reino a la del otro, acabé quedando vinculada a Dinamarca desde mediados del siglo xv hasta comienzos del xix.

También en Polonia, cristianismo y germanismo ejercieron una decisiva acción modificadora sobre las estructuras polí­ticas, económico-sociales y culturales heredadas de los esla­vos. La semimilenaria dinastía de los Piastas (siglos IX-XIV, con dignidad real desde el xii) dio vida durante los siglos xI-xlt a unos efimeros »imperios», que extendían sus inciertas fron­teras hacia Alemania, Bohemia, Hungría y Rusia; sin embar­go, no lograron nunca consolidarse, bien por las contrao­fensivas de las naciones vecinas, o por la indisciplina de una nobleza poderosa y una Iglesia sólidamente organizada, no equilibradas por una burguesía ciudadana que fuese análo­ga.

Las ciudades principales se contaban Gniezno, capital religiosa, Cracovia, capital política, Pozna­rí, Breslavia y Varsovia), ni por la enorme masa rural, dise­minada en un área muy amplia, de costumbres patriarcales y, en parte, todavía pagana.

Dividida en cinco ducados semiindependientes regidos por miembros de la dinastía, Polonia dio amplio margen a la inmigración germánica; gracias a su mayor cultura y expe­riencia, ésta asumió poco a poco una posición preeminen­te, sobre todo en el plano económico. En 1225-1226, lla­mados por el duque de Masovia, preocupado por la presión ejercida por los prusianos, los Caballeros Teutónicos con­quistaron Prusia, como si se tratase de una cruzada, e hicie­ron de ella la base para su ulterior expansión en Pomera­nia, aislando del mar el interior polaco. Durante los primeros años del siglo xiv, gracias a ha burguesía alemana, la coro­na polaca pasó a los Premyshidos de Bohemia, que la con­servaron durante algún tiempo. En aquel mismo siglo Polo­nia había gozado de un período de recuperación, con los reyes Ladislao 1 Lokietek (1306-1333) y Casimiro III (1333- 1370).

Este último dio especial impulso al renacimiento de su país, organizando un gobierno central e imprimiendo un nue­vo rumbo a la historia polaca, con eh arreglo de los secula­res conflictos con los alemanes y los bohemios, con el fin de realizar una gran expansión hacia la Gahitzia rusa (Leo-

Los turcos otomanos yel final del Imperio bizantino


Con el príncipe lituano Ladislao IlJagellén (1386-li unió Lituania con Polonia; se trataba de un país rico y es so, que comprendía una ancha franja de tierras rusas y al zaba al Norte el Báltico y ah Sur el mar Negro. La ut dinástica y no política— del reino de Polonia y el pri pado de Lituania permitió a Ladislao II y a sus sucess Ladislao III (1434-1444) —a partir de 1440, también de Hungría— y Casimiro IV (1447-1492), abatir el pc río de los Caballeros Teutónicos y obtener una salida .


La cuarta cruzada había asestado el golpe de gracia al Im rio bizantino. »Es difícil —escribe el historiador inglés 5. Ra ciman— dar una idea del daño padecido por la civilizad europea a causa del saqueo de Constantinopla (1204). Imperio bizantino, el gran baluarte oriental de la cnistiand, se desmoroné como potencia política. Su organización, a estrictamente centralizada, quedé destruida por comphe Para salvarse, algunas provincias debieron agregarse a oti Estados. Las futuras conquistas de los turcos otomanos fi ron posibilitadas precisamente por ha acción criminal de cruzados.»

El Imperio latino construido por los cruzados sobre las ni nas del griego, con sus cinco emperadores »francos» —B~ duino 1 de Flandes (1204-1205), su hermano Enniqi (1206-1216), Pedro de Courtenay (1216-1219), su hermas Roberto (1221-1228) y Balduino 11(1228-1261)—, se coj vsrtié en una colonia comercial de los venecianos y en L mosaico de principados feudales, como eh reino de Tesah flaca, el ducado de Atenas ye1 principado de Acaya o More los príncipes trasplantaron a Grecia instituciones y costumbr> occidentales completamente extrañas ah espíritu del país incompatibles con el mismo. Continuaron siendo bizant nos eh despotado de Epiro, de Miguel 1 Ángel Comneno, imperio de Trebisonda, de Alejo 1 Comneno, y ci impeni de Nicea, de Teodoro 1 Lascaris; este último se convirtió poco tiempo en representante reconocido de ha continuidad
del imperio y en custodio de sus tradiciones. Teodoro 1 Las-caris (1204-1222) y su sucesor, Juan III Dukas Vatatze (1222-1254), organizaron el pequeño imperio asiático y lo defendieron contra los ataques del vecino sultanato de Ico­nio, así como contra los latinos instalados en Constantino­pla. A ha defensa y contraofensiva bizantinas contribuyó, ante todo, eh renacimiento, en los siglos xii y xiii, de un segun­do Estado o »impenio» de los búlgaros, promovido por los Asen, príncipes de Tarnovo, y notablemente reforzado por Juan lIAsen (Kaloyan, 1197-1207) y por Juan III Asen II (1218-1241), que colocó en una situación crítica el Impe­rio latino y el Epiro bizantino, favoreciendo así a Nicea. La presión de los búlgaros sobre la península balcánica dismi­nuyó tras ha muerte de Juan III Asen, permitiendo a Juan III Vatatze pasar de Asia a Europa, arrebatar a los búlgaros los territorios que habían conquistado en Tracia, Macedo­nia, Grecia y Epiro y recomponer, por consiguiente, una notable parte del antiguo imperio. Sin embargo, la obra de Juan III Vatatze no fue llevada a término por sus dos des­cendientes,Teodoro 11(1254-1258) yJuan IV (1258-1261), sino por un ministro usurpador, Miguel VIII Paleólogo. Al obtener éste la corona como corregente de Juan IV (1258), reconquisté sin grandes dificultades todo lo que restaba del Imperio latino: en 1261, con ayuda genovesa, entré en Cons­tantinopla, Balduino II escapé y poco tiempo después Miguel desposeyó a Juan IV.

La reconquista de Miguel VIII Paleólogo (1259-1282) tuvo un elevado significado moral, pero ha suerte del imperio esta­ba ya irremediablemente comprometida. Eh nuevo empe­rador se hallé frente a problemas poco menos que insolu­bles, con los recursos financieros hipotecados por los genoveses —que habían suplantado a los venecianos en ha hegemonía económica— y, por tanto, sin posibilidad de man­tener unas fuerzas suficientes para defender las fronteras Este, Norte y Sur contra los turcos, búlgaros y latinos, respecti­vamente; las reivindicaciones de estos últimos habían sido recogidas en Nápoles por Carlos 1 de Anjou. Así pues, que­daba un margen de iniciativa muy estrecho para el sucesor deMiguelVlll, suhijoAndrónico 11(1282-1328). Las Vís­peras Sicilianas disuadieron a los Anjou de cualquier ofen­siva, pero en Anatolia las tribus turcomanas de los osman­líes u otomanos (así llamados por su jefe, Osmán u Otmán) se habían organizado y conquistado importantes posicio­nes, avanzando hacia el mar de Mármara y los Estrechos. Andrónico II buscó para que luchasen contra ellos a unas bandas de mercenarios catalanes, los almogávares que, enfren­tados luego con el emperador, amenazaron Constantinopla, saquearon Macedonia y se apoderaron del ducado franco de Atenas. Además, mientras declinaba el segundo «impe­
rio» de los búlgaros, se perfilaba eh de los servios, no menos amenazador.

Andrónico III (1328-1341), que sucedió a su abuelo, tras haberle combatido durante mucho tiempo, vio agravarse aún más ha situación: los otomanos de Orkh~n 1(1326-1359), sucesor de Osmán, se hallaban entonces en Brussa, Nicea y Nicomedia; los servios habían llegado al apogeo de su poder con Esteban Dusan (1331-1355) y ocuparon Tesalia, Mace­donia y Epiro, con miras sobre Constantinopla. Pero a la muer­te de Andrénico, que dejaba como heredero a un muchacho, Juan V (1341-1391), se inició en la capital una intermina­ble guerra civil y religiosa, que repercutió en has provincias, suscitando rebeliones populares, tanto en las ciudades como en eh campo. Juan V fue arrojado del poder varias veces: por su ministro Juan Cantacuzeno (Juan VI, 1347-1355), por su propio hijo, Andrónico IV (1376-1379),

La política imperial careció de cohe­rencia y eficacia, justo en un período decisivo para eh Orien­te cristiano.Esteban Dusan se había proclamado »emperador de los ser­vios y de los romanos», ciñendo en Skophje la corona impe­rial (1346) y preparándose para marchar contra Constan­tinopla, donde algunos lo aguardaban como liberador; pero el proyecto, al faltarle las ayudas venecianas y otomanas, no prosperó. A su muerte, el plan fue abandonado (1355). Ello había permitido un cierto respiro a los bizantinos, que recu­peraron terreno en el Peloponeso. Pero, entretanto, llama­dos por Juan VI Cantacuzeno, que se proponía enfrentar-los a los servios, los otomanos se habían establecido en Gahhipohi (1354), haciendo de ella una base formidable para invadir la península balcánica. Con Murad 1(1359-1389) conquistaron Tracia y fijaron su capital en Adrianópolis (1365-1366), centro de una sólida organización estatal, mili­tar y religiosa. Además se constituyó un formidable instru­mento bélico, eh cuerpo de los jenízaros, formado en su ori­gen por prisioneros de guerra, y más tarde por cristianos que raptaban siendo niños y eran educados, con extremo rigor, en ha religión musulmana y en las armas, pero compensa­dos con adecuados privilegios. Desde sus nuevas posicio­nes europeas, los otomanos causaron ci derrumbamiento del segundo »impenio» de los búlgaros, así como el de los ser­vios, en las grandes batallas de Maritza (1371) y de Cosso­yo (1389); en el transcurso de esta última murió Murad 1. Su sucesor, B~yazid 1(1389-1403) se vio dueño de toda la región balcánica. A los bizantinos sólo les quedaba Cons­tantinopla y sus alrededores, Tesalónica y eh Peloponeso; en Asia se mantenía eh imperio de Trebisonda, pero los prin­cipados surgidos del desmembramiento del imperio de los seléucidas habían caído casi todos bajo la dominación oto­mana.

Fueron estériles los desconsolados requerimientos de Juan V a los príncipes de Occidente, otrora tan sensibles a la suer­te de la lucha entre la Cruz y la Media Luna. El emperador bizantino no tenía más medio de negociación que eh ofreci­miento de la unión de las Iglesias, por lo demás muy incier­ta, tanto porque la propia Iglesia romana estaba desgarrada por el cisma, como porque la Iglesia y ei pueblo bizantinos no querían saber nada de una unión semejante. De todos modos, durante el reinado de Manuel 11(1391-1425), con los turcos ya en el Danubio y Constantinopla aislada, el empe­rador Segismundo de Luxemburgo se hizo promotor de una cruzada, en ha que, al lado de los húngaros, participaron muchos señores del imperio y feudatarios franceses. Pero aque­lla cruzada, dirigida con ligereza, finalizó con un desastre (Nicdpolis, en la orilla btilgara del Danubio, 1396); con ello
el mundo occidental quedó disuadido de repetir aventuras semejantes. B~yazid volvió a presionar sobre Constantino­pla, pero luego se vio forzado a concentrar todas sus fuerzas en Anatolia, para defenderla contra la invasión de los tárta­ros de Tamenlán, que lo derrotaron en Ankara en el mes de julio de 1402.
El Imperio bizantino sintió ahigerarse la presión, pero sólo durante poco tiempo. Los turcos, indemnes en Europa —a pesar de las cruzadas, tan generosas como inútiles, de los hún­garos entre 1440 y 1448, vinculadas al nombre de Juan Hun­yadi— y restablecidos en Asia, volvieron a amenazar Cons­tantinopla, cada vez desde más cerca, durante el reinado de Juan VIII (1425-1448). Finalmente, el gran sultán Maho­med 11(1451-1481) conquisté la ciudad, tras un largo ase­dio, entrando en ella como triunfador (29 de mayo de 1453). El último emperador »romano», Constantino XI (1449-1453), había muerto en la defensa de su capital. Posteriormente, Mahomed II ocupó gran parte de ha actual Yugoslavia y de Grecia; los turcos ocuparon las islas del Egeo y las costas del Adriático, arrollando la heroica resistencia albanesa de Jor­ge Skanderbeg, así como la que opusieron venecianos y hún­garos. Con la caída de Trebisonda desapareció eh último frag­mento del Imperio bizantino (1461).


La historia de los mongoles es esencialmente asiática, pero entre los siglos xiii y xv tuvo repercusiones profundas en Occidente. Ya en tiempos del primero y más imponente »impenio de has estepas», fundado por Genghis Khán (1206-1227), Europa tuvo que hacer frente a las incursio­nes de los mongoles. Dos generales de Genghis Khán, Subu­táy y Gebe, cruzaron el Volga (1222) y, tras haber devas­tado y saqueado Georgia e invadido las estepas del norte del Cáucaso, avanzaron hacia el Don, aterrorizando a los alanos, circasianos y cumanos. En socorro de los agredidos intervinieron ingentes fuerzas rusas, bajo el mando del prín­cipe Mastislav de Galitzia, pero fueron desbaratadas junto al río Kalka, al norte del mar de Azov (1223). Sin embar­go, esta primera expedición no tuvo consecuencias decisi­vas, porque los mongoles, cargados de botín, se retiraron a los territorios del este del Volga.

Bajo el sucesor de Genghis Khan, Ogoday, se produjo una reanudación de ha ofensiva mongola; esta vez ya no fue una incursión, sino una conquista. Con un ímpetu y una fero­cidad inauditas, los mongoles sometieron, uno por uno, entre 1236 y 1241, todos los principados rusos .


Luego invadieron Gahitzia, penetraron en Pomerania y Hungría y llegaron has­ta Bohemia, Austria y Alemania. Su retirada se debió, más que a ha intervención de las fuerzas alemanas y húngaras, ala muerte de Ogoday (1241), seguida de intrigas y luchas por la sucesión entre los jefes mongoles. Pero los territo­rios rusos conquistados continuaron siendo una provincia del Imperio mongol, ha llamada Horda de Oro, goberna­da por un khañ residente en Sarái, en el bajo Volga. Se­mejante estado de sujeción duró en el sur y centro de Rusia hasta comienzos del siglo xvi, y en Crimea hasta fines del xviii.

También Occidente resulté afectado por los acontecimientos del Imperio mongol en la segunda mitad del siglo vn, cuan­do un sucesor de Genghis Khdn, llamado Mangú (1251-1259), confié a su hermano Hül~gü el gobierno de Irán, con la misión de avanzar hacia eh Oeste. Hül~gú inva­dió Mesopotamia, devasté y saqueé Bagdad —donde pere­ció Musta’sim (1258), último califa abasida— y penetró en Siria. Los mongoles se encontraron así en plena guerra con­tra los mamelucos de Egipto, dominantes en Siria, cam­peones de la ortodoxia islámica y enemigos de los Estados cruzados supervivientes. Aquella situación determiné un acercamiento entre mongoles y cristianos, e incluso un pro­yecto de alianza contra los mamelucos para la liberación de Jerusalén, que no llegó a realizarse; por el contrario, los prín­cipes cristianos de la costa palestina acabaron favorecien­do con benévola neutralidad la contraofensiva musulma­na del sultán de Egipto, Baybars (1260-1277). Este no se limité a arrojar de Siria a los mongoles, sino que empren­dió la reconquista de los restos de los Estados cruzados (Antioquía cayó en 1268).

.La herencia del Imperio mongol, que se había disuelto en la segunda mitad del siglo xiii, fue recogida durante el siglo siguiente por un príncipe turco, Tamerlán, el cual, impo­niéndose como rey de Transoxiana en 1369, consiguió some­ter, con una terrorífica serie de guerras de exterminio, casi todos los kanatos surgidos de ha desmembración del Im­perio mongol. En Occidente, los tártaros deTamerlán no sólo sometieron la Horda de Oro del Volga, sino que además efectuaron en Siria unas victoriosas campañas contra los ma­melucos de Egipto y en Anatolia contra los otomanos de Báyazid 1, vencido en la batalla de Ankara de 1402. El impe­rio de Tamerlán llegó en aquellos momentos a su máxima expansión.

Pero aquel organismo estaba destinado a no sobrevivir a su fundador; había sido fruto de una arrolladora potencia mili­tar, pero no estuvo acompañado de ninguna organización polí­tica eficaz; deshizo mucho, pero poco o nada construyó. Quien obtuvo algún beneficio fue el decaído Imperio bizantino, que vio alejada la amenaza otomana durante medio siglo. La gran­diosa aventura de Tamerlán tuvo en Europa una amplia reso­nancia, alimentada por relatos espeluznantes, pero también por el estupor y la admiración que causarían el poderío y la magnificencia de aquel gran caudillo oriental.

La formación de Rusia
Los orígenes de la organización estatal de los eslavos orien­tales —es decir, de la actual Rusia europea— son oscuros y controvertidos. Se da por supuesto que contribuyeron a crearla elementos autóctonos y extranjeros, como los vikin­gos suecos, llamados por los eslavos varegos o rus (de ahí, el término Rusia). Ya en el siglo ix, en los principales centros mercantiles y fortificados de la antigua Rusia, como Nóv­gorod y Kíev, había muchos mercaderes escandinavos. Éstos habían creado una red comercial que unía el Báltico con eh mar Negro, y ejercían con los eslavos una especie de condo­minio, que no tardé en convertirse en un auténtico domi­nio en Névgorod, hacia 860, bajo el varego Riurik. Entre fina­les del siglo ix y comienzos del x, otro varego, eh príncipe Oleg, reunió bajo su autoridad Névgorod y Kíev. Con este prín­cipe se registra ya el esbozo de un Estado ruso, con su cen­tro en Kíev (Rus de Kíev) y comienzan a estabhecerse unas relaciones, sobre todo comerciales, entre Rusia y el Imperio bizantino.El príncipe Sviatoslav (957-972) realizó una considerable expansión territorial del Estado de Kíev, ah conquistar gran parte de la región caucasiana, entre el mar Negro y el Cas­pio; también ocupó Dobrudja y las bocas del Danubio, com­batiendo a los búlgaros, que habían invadido una parte de la península balcánica; asimismo, se extendió hacia la Rusia nororiental. Su mayor aspiración, que consistía en imponerse en eh área danubiana, fue obstaculizada por los búlgaros y sobre todo por los bizantinos, que, aprovechando las dificultades de Sviatoslav en eh corazón de sus dominios e incluso en has cercanías de Kíev, debido a una invasión de los pechenegos de las estepas orientales, le impidieron afianzarse de modo estable en los Balcanes.

Otra figura relevante se encuentra entre fines del siglo x y comienzos del XI: Vladimiro 1 eh Santo (978-1015). Después de conquistar el poder, disputado por sus hermanos, primero se alié con los búlgaros contra los bizantinos, pasando lue­go, con un hábil cálculo, a la más estrecha alianza con Bizan­cio. Incluso emparenté con los emperadores bizantinos, ayu­dándoles eficazmente a conservar sus posiciones amenazadas en Asia, y consagró la nueva orientación política con su con­versión personal y la de su pueblo al cristianismo. Una nume­rosa inmigración de misioneros búlgaros y bizantinos, y más tarde también occidentales, contribuyó a extender a todo el Estado de Kíev la evangelización y a constituir una Iglesia nacional; Kíev se convirtió en la sede metropolitana. De este modo Rusia comenzaba a integrarse en Europa.

Vladimiro tuvo un gran continuador en su hijo Yaroslav (1019-1054). Al igual que su padre, hubo de consolidar su
poder tras largas luchas con sus hermanos; libré a Rusia d las incursiones de los pechenegos, conquisté territorios en Fin landia y en Livonia, y obtuvo éxitos en Galitzia contra los poha cos. Pero, más que por sus guerras y conquistas, Yaroslav recordado como promotor de ha cultura sagrada y profan~ como legislador (a él corresponde el primer código ruso) como celoso protector de la Iglesia. Por otra parte, cuidó d establecer relaciones de interés político, económico y cultt tal, no sólo con Bizancio —como demuestra la construcció de catedrales de influencia bizantina en Kíev y en Névgorod— sino con otros países europeos de civilización más elevad que la suya: Escandinavia, Polonia y Hungría, Francia, Ingh terra y Alemania. La Rusia de Kíev atravesé entonces su perk do de mayor poderío y prestigio; sin embargo, éste tuvo un corta duración. Hacia finales del siglo xl, a causa de has luchL de sucesión y de has periódicas invasiones de los cumanos los pechenegos, el Estado de Kíev inicié una rápida decadenci:

Sólo se recuperé brevemente de ella por obra de Vladimii Monómaco (1113-1125), que logré reconstituir su unidac conservar la paz en eh interior y defender has fronteras. Vhadimiro Monómaco fue el último gran príncipe de la Rus de Kíev, luego desbancada tanto por razones internas —sobi todo una fuerte decadencia de su potencial económico— como por el afianzamiento de otros centros importantes pol tico-económicos: Galitzia, Vohinia, Névgorod y el principad de Vladímir. Bajo sus sucesores, se agravé la crisis del Est~ do, fraccionado en diversos principados pequeños en lucl entre sí; en 1169, el príncipe Andrés Bogohjubski (1157-117’ conquisté Kíev, anexionándola a sus dominios de Rosto Vhadímir y Súzdal, entre los que figuraba la todavía mode ta ciudad de Moscú, que hasta 1147 no fue nombrada pi vez primera.

Las estructuras de la Rusia de Kíev eran elementales: en vértice, el gran príncipe representaba la unidad del Estado ostentaba la supremacía sobre sus parientes, que gobernabi los principados menores. Pero era la suya una supremacía autoridad, más que de poder, y por consiguiente extraord nariamente precaria. Tanto el gran príncipe como los príi cipes menores estaban asistidos por sendos consejos de señ res (boyardos), que desarrollaban unas funciones más bk militares. Las principales ciudades gozaban de una admini tración autónoma, presidida por una asamblea de notabl (vece), que elegía a los magistrados locales. La sociedad cii dadana se caracterizaba por una burguesía de mercaderes artesanos, de la que formaban parte poderosos núcleos extranjeros; en cuanto a ha sociedad rural —la inmensa may ría de ha población—, estaba estructurada jerárquicamen y constituida por propietarios libres más o menos ricos y cob nos, siervos y esclavos (por lo general, prisioneros de guerra).


Las condiciones económicas del país eran muy diversas: des­de la animación, prosperidad y belleza de ciudades como Kíev, Nóvgorod, Pskov, Rostov, Vladímir o Súzdal, que causaban asombro a los visitantes, se pasaba a los campos trabajosa­mente cultivados, a las estepas y a los bosques del Este y del Noreste, zonas semidesiertas y amenazadas por las repetidas oleadas de nómadas asiáticos.

Eh final del poderío de Kíev coincidió con el desarrollo y la consohidacién de nuevos centros de actividad económica y política. Gahitzia y Vohinia desempeñaron un papel de pri­mer orden; sin embargo, hacia mediados del siglo XIV entra­ron en la órbita de Polonia. También Nóvgorod, sobre eh hago limen, cobré una importancia notable como centro mercantil, manteniendo estrechas relaciones con los países bálticos y Ale­mania septentrional. No obstante, ci principado de Vladí­mir y Súzdah, situado entre eh Volga y el Oka, acabé impo­niéndose sobre Kíev, Nóvgorod y muchas otras ciudades, reconstituyendo entre los siglos xii y xiii una unidad rusa más amplia bajo el gobierno del gran príncipe Vsevolod(1172-1214).

Pero precisamente durante los primeros años del siglo xiii, los mongoles invadieron Rusia. Estos, primero con la bara­ha del río Kalka (1223) y luego con la gran invasión de 1236-1241, devastaron casi todo eh país, hicieron vasallos a sus príncipes y se mezclaron en sus crónicas rivalidades, pro­vocando un deterioro general de has condiciones materiales y culturales del mundo ruso. Sin embargo, tras el primer cho­que entre los rusos y los mongoles de ha Horda de Oro, se estableció un régimen de convivencia relativamente pacífi­ca, basada en concesiones mutuas: leal vasallaje por parte de los rusos; respeto de has estructuras político-sociales, religión y costumbres por parte de los mongoles. A ello contribuyó sobre todo el gran príncipe de Vladímir, Alejandro Nevsky (1252-1263), que se beneficié de las buenas relaciones con los mongoles para operar libremente en el Norte, con pleno éxito, contra los suecos y los alemanes, cuya agresividad esta­ba potenciada por la crisis rusa. Gracias a aquella prudente política de entendimiento con los mongoles, el principado de Moscú pudo consohidarse y amphiarse con progresivas con­quistas, a expensas de sus vecinos; así, aunque había sido un Estado minúsculo e insignificante dentro del del del gran principado de Vladímir, en eh siglo xiv se convirtió en el centro­.

Entre los artífices del poderío de Moscú sobresalen las figuras del prudente Iván 1 Kalita (1325-1340) y del valeroso Dimitri Donskoi, gran prín­cipe de Moscú y de Vladímir (1359-1389), que inició la lucha para liberar Rusia de la Horda de Oro.Los antecedentes inmediatos de una iniciativa similar pueden situarse en el hecho de que durante el siglo Xiv se había cons­tituido, al oeste de los principados rusos, un gran Estado de Lituania, que se extendía desde el mar Báltico al Negro, con capital en Vilna (Vilnius). Sus grandes duques Gedimino, Aegirdas y Ladislao, futuro rey de Polonia, habían llevado a efecto una audaz política expansionista hacia Polonia y más incisivamente hacia Rusia y Moscú, con ayuda de la Horda de Oro y también de algún que otro príncipe ruso. Dimitri Donskoi rompió esta alianza ruso-lituano-mongola con una serie de ataques que culminaron en la batalla de Kulikovo (jun­to ah Don), en la cual los mongoles sufrieron su primera derro­ta (1380). Se trataba de un éxito no decisivo: la liberación del dominio mongol estaba aún muy lejos. Pero Moscú ganó en toda Rusia un prestigio político y religioso, que había de ser una de las premisas de su brillante porvenir. Después de Kuhi­kovo, la Horda de Oro tomé el desquite atacando Moscú, que fue incendiada (1382), y Donskoi hubo de reanudar la polí­tica condescendiente de sus antecesores.Su hijo, Basilio 1(1389-1425), vivió momentos aún más dra­máticos, cuando la Horda de Oro fue arrollada por Tamer­lán, quedando Moscú y toda Rusia frente a la terrorífica inva­sión de los tártaros. Pero una vez llegado al alto Volga, en vez de atacar Moscú —donde Basilio lo aguardaba con un fuerte ejército—, Tamerlán, de improviso, volvió hacia el Sur (1395), arrasó Tana (Azov), muy frecuentada por los vene­cianos y genoveses, y Sarái, asestando así un golpe mortal al comercio entre Europa y Asia central. A pesar del debilita­miento de la Horda de Oro y el cambio de trayectoria de Tamerián, Basilio no logró la paz, a causa sobre todo del prín­cipe lituano Vytautas, contrario a la unión de Lituania con Polonia bajo Ladislao 11(1386), y adopté una política per­sonal para la independencia y ha expansión en territorio ruso. Basilio y Vytautas se disputaron durante mucho tiempo las regiones del alto Dnieper y del Dviná occidental, mientras que ha Horda de Oro apoyaba alternativamente a ambos riva­les. Después de una serie de avatares tortuosos y sangrien­tos, se pusieron al fin de acuerdo (1408), reconociendo como límite el Ugra (un afluente del Oka). Pero Basilio no tardó en hallarse de nuevo bajo la presión de la Horda de Oro, recu­perada de su derrota ante Tamerlán, y por los lituanos, vic­toriosos en unión de los polacos sobre su común y más temi­ble enemigo, los Caballeros Teutónicos (1410). Ello obligó al soberano a un largo período de gobierno moderado, duran-
te eh cual, sin embargo, se inició la expansión de Mosc hacia eh Dviná septentrional, esto es, hacia las inmensas zo colonizadas por Névgorod, o aún vírgenes. Basilio 11(1425-1462), heredero de su padre a los diez af tuvo un reinado inestable y accidentado, bajo ha rígida ti la de Vyautas hasta 1430, y luego con el apoyo de la Ho de Oro, en continua disputa con los miembros de su pro familia, que aspiraban a suplantarlo en el gobierno del g principado. En estas guerras, que alcanzaron una ferocu excepcional, Basilio II fue cegado por sus enemigos y e~ yo a punto de morir; pero finalmente, en 1453, ya sea ha disgregación del frente enemigo, o bien por el crecie consenso del clero, de los boyardos y del pueblo, logré im nerse como único e indiscutido gran príncipe, haciéndose r~ nocer también como señor de las repúblicas de Nóvgor Pskov y Viatka, así como por los príncipes de Tvier y de E zán. A este inesperado éxito —que lo colocó al frente de territorio de unos 750.000 km2—, contribuyó de modo d~ sivo un factor espiritual: su firmeza en sostener la indep dencia de la Iglesia nacional rusa, oponiéndose a los proye de unión de la Iglesia bizantina —de la que había nacid~ rusa— con la romana. Así, cuando en 1453 cayó Const tinopla en poder de los turcos otomanos, Moscú pudo o siderarse legítima heredera de la Iglesia ortodoxa. La reN dicación religiosa no tardé en adquirir una precisa dimens política: la perspectiva de un Imperio ruso, sucesor y coi nuador del Imperio de Oriente.



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