viernes, 26 de septiembre de 2008

Fin de la edad Media

FIN DE LA EDAD MEDIA


La concepción del Estado laico se hallaba aún muy lejos: religión y moral cristianas continuaban siendo las premisas de las doctrinas políticas para legitimar la exis­tencia de reinos, principados o repúblicas independientes y soberanas. La tutela de losvalores religiosos era reivindi­cada por las autoridades civiles, más o menos obsequiosas con la Iglesia, pero, en todo caso, preocupadas por ejercer dicha tutoría en interés de sus propios Estados. En la dimen­sión cristiana universalmente reconocida, los inevitables con­flictos entre los soberanos y el papado ya no estuvieron, en lo sucesivo, planteados sobre un principio tácito de supre­macía o subordinación, sino que se circunscribieron a mate­rias específicas, y se resolvieron en compromisos y concor­datos. En el mundo de las letras, este fenómeno se manifestó en una serie de escritos que proponían modelos de soberanos y de


Estados inspirados en principios de sabi­duría, justicia y solicitud para con el pueblo.
religión. A la multitud de escritores orientados en este sen­tido pertenecen, entre otros, Petrarca, Nicolás de Oresme, Jean Gerson, Antonio Beccadelli, llamado el Panormita, y Bartolomé Sacchi, llamado el Platina. Prescindiendo de la originalidad de sus respectivas posturas, todos ellos revelan un optimismo político y ético-religioso en desacuerdo con las costumbres y la realidad de su tiempo, como señaló en los primeros años del siglo xvi Nicolás Maquiavelo, el más agudo intérprete del mundo político surgido en el ocaso de la Edad Media.

La dimensión cristiana del mundo medieval influyó aún por largo tiempo, durante la edad moderna, la actividad po­lítica, económica e intelectual de la sociedad, pero en los siglos xiv y xv, a diferencia de lo sucedido en las centurias anteriores, los ideales cristianos sufrieron un acentuado de­clinar a raíz de la formación de una mentalidad que apre­ciaba y perseguía, de manera predominante, valores y fi­nalidades mundanos. A ello contribuyeron el particularismo nacionalista, el desarrollo de la mentalidad burguesa, do­minada por la aspiración a la riqueza, y una profunda cri­sis del papado y de la Iglesia, debida al exilio aviñonés (1309-1377) yal consiguiente desencadenamiento del Gran Cisma de Occidente (1378-14 17).


Crisis del papado y de la Iglesia

A partir del siglo XIV, la curia pontificia, aun conservando intactos el magisterio y el supremo poder religioso, desem­peñó la función de un enorme centro de poder político y económico que se extendía a toda Europa, interfiriéndose en los asuntos locales mediante intervenciones de diversos tipos, que se reflejaban de manera negativa sobre la conciencia religiosa.

Muertos Bonifacio VIII (1303) y, poco después, su mode­rado y sabio sucesor Benedicto XI (1304), se reunió el con­clave en Perusa y, tras muchas incertidumbres, fue elegido Bertrand de Got, arzobispo de Burdeos (Clemente Y 1305-13 14). El recién designado se negó a trasladarse a Ita­lia, y en cambio ordenó a la curia que viajara a Lyon para consagrarlo. Muy pronto la permanencia en Francia se con­virtió en definitiva, si bien disimulada por alguna excusa. Avi­ñón no estaba sujeta al rey de Francia, sino a los angevinos, que dependían feudalmente de la Santa Sede a través del rei­no de Sicilia. Todos los cargos de la curia cayeron así en manos de los cahorsinos, los gascones y otros provinciales, formando una intrincadísima red de intereses familiares en detrimen­to de la integridad y la independencia eclesiásticas. Nunca cesó la presión para el retorno a Roma del papado y de su corte (recordemos los deseos de Petrarca, de Santa Catalina
Elección del papa Martin y, en 1417, durante el concilio de Constanza, que puso fin al Gran Cisma de Occidente. Durante su pontificado,de Siena y de Santa Brígida de Suecia), si bien no obtuvie­ron resultados durante los setenta años que duraron los pon­tificados de los siete papas franceses. Transcurrido este perío­do, y tras algunas tentativas fallidas, acabó por llevarse a cabo el traslado, pero resurgió la oposición francesa inmediatamente. Desaparecido Gregorio XI (1378), estallaron tumultos con motivo de la elección de sucesor, Urbano VI (1378-1389), y pocos meses después celebraron su elección los cardenales franceses, que culminó con la designación de un antipapa, Clemente VII (1378-1394), y la constitución de dos obe­diencias: Roma y Aviñón. A la primera se adhirieron Ingla­terra, los Estados escandinavos, Polonia, casi toda Alemania y los Estados italianos (salvo el reino de Nápoles y los domi­nios de los Saboya). Por la obediencia aviñonesa se inclina­ron Francia, Escocia y la península Ibérica.

El Gran Cisma de Occidente se prolongó, entre polé­micas, complicaciones de todas clases y acciones de guerra propiamente dichas, con los sucesores de Urbano VI (Boni­facio IX, Inocencio VII y Gregorio XII) y de Clemente VII (Benedicto XIII), descomponiendo las estructuras eclesiás­ticas y perturbando profundamente la conciencia de los fie­les. Un concilio reunido en Pisa por iniciativa de algunos prela­dos de ambas partes (1409) intentó la reunificación deponiendo tanto a Gregorio XII como a Benedicto XIII, y eligiendo aAlejandro V y, a la muerte de éste, aJuan XXIII (1410). Pero ni Gregorio ni Benedicto aceptaron las decisiones del con­cilio, con lo que hubo tres papas a la vez. Intervino enton­ces Segismundo de Luxemburgo, quien, tras haber sido desig­nado emperador, decidió convocar un concilio en Constanza (1414~l4I, Dicho concilio derrocó, no sin dramáticas vicisitudes, a los tres pontífices, y eligió papa al cardenal romano Odón Colon­na, que tomó el nombre de Martín V (1417-1431). Así se restableció la unidad de la Iglesia. Con objeto de legitimar las decisiones del concilio, desarrollado sin la presidencia de un papa, se recurrió a la doctrina, ya sostenida en el pasa­do por algunos canonistas, según la cual el concilio, pues­to que representa a la Iglesia universal, tiene poderes ilimi­tados y, por tanto, es superior al papa mismo. La llamada teoría conciliar tendía a limitar la autoridad del papa en bene­ficio de la aristocracia prelaticia reunida en concilio, y a tra­vés de ella se proponía abrir el gobierno de la Iglesia a las injerencias políticas de los Estados de origen de los miem­bros de la asamblea.

Superado el Gran Cisma, quedaba planteada otra grave cues­tión religiosa y política: si el poder del papa era soberano y pleno, o bien estaba sujeto a las limitaciones del conci­lio. El problema presentaba analogías con el conflicto que se desarrollaba en aquel momento en muchos Estados entre la corona y la aristocracia, en cuanto a la delimitación de poderes. Esta duda fue tratada en el concilio de Basilea, con­vocado por Martín V, pero inaugurado por su sucesor, Eu­genio IV (1431-1447), en 1431. El papa, frente a la pre­ponderante intransigencia de los partidarios de la teoría conciliar, que exigían drásticas restricciones de su poder, abandonó la asamblea y regresó a Roma. Entonces el con­cilio se atribuyó auténticas funciones de gobierno de la Iglesia y, en consecuencia, se produjo un cisma entre Basi­lea y Roma, o sea, entre las obediencias conciliar y papal. Eugenio IV, sin embargo, logró prevalecer. En efecto, tras­ladó el concilio de Basilea a Ferrara (1438-1439) y luego a Florencia (1439-1442), donde obtuvo dos resonantes éxitos: la proclamación dogmática del primado del pontí­fice romano sobre toda la cristiandad, como sucesor de Pe­dro y vicario de Cristo, y la reunión de las Iglesias de Orien­te y de Roma (1439), que se Aabi’an separado casi cuatro siglos antes.

Dicha reunificación fue solicitada por el emperador bi­zantino Juan V, que se hallaba bajo la amenaza de los tur­cos, y pronto fue revocada por los griegos (1472). En cual­quier caso, el éxito conseguido por el papa logró reducir a un número cada vez más exiguo a los conciliaristas a ul­tranza, que permanecían en Basilea, y fue desautorizando gradualmente al antipapa elegido por aquéllos en 1439, Amadeo VIII duque de Saboya (Félix V, 1439-1449). La conversión de los más autorizados partidarios de la teo­ría conciliar a la de la supremacía del papa, como el filóso­fo Nicolás de Cusa y el humanista Eneas Silvio Piccolo mini (futuro papa Pío II), y la abdicación del antipapa (1449) cancelaron de manera favorable para los intereses de la Santa Sede el cisma y las disputas conciliares. Pero un siglo y medio de crisis había causado profundas heridas a la Iglesia.

En la segunda mitad del siglo xv, se plantearon cada vez con mayor dramatismo las incompatibilidades entre el vicario de Cristo y el poder temporal, reunidos en la misma per­sona del papa. Ningún pontífice logró conservar la supre­ma dirección espiritual de Europa, donde los Estados nacio­nales iban organizándose en torno a unos soberanos poco dispuestos a tolerar limitaciones a sus poderes, claramente antitéticos respecto de la concepción de la unidad del mun­do cristiano, constante directriz política y religiosa del medie­vo. Ningún papa supo resistir la fascinación pagana de cier­tos aspectos de la cultura del Renacimiento, como los mito de la perfección de la antigüedad grecorromana, del mdi viduo como artífice de la historia, del poder y la gloria com antagonistas de la muerte, y de la sabiduría y la prudenci mundanas consideradas compatibles con los fines ultrate­rrenales, rompiendo de este modo con dogmas has entonces intocables.

Nicolás V (1447-145 5) es mucho más conocido por la fun­dación de la Biblioteca Vaticana y por su patrocinio de ¡a causa de la paz y del equilibrio entre los Estados italianos (del que dependía la integridad del mismo Estado pontifi. cio), que por los méritos espirituales adquiridos al aceptar la sumisión del antipapa Félix V y de los últimos cismáti­cos de Basilea (1449), yal promover una reforma monásti­ca. Calixto III Borgia (1455-1458), español, ensombreció su celo por resucitar la cruzada contra los turcos con su nepo­tismo, gracias al cual penetraron en la administración pon­tificia y en el colegio cardenalicio individuos que poseían como único mérito un vínculo de parentesco con el pontí­fice (entre ellos figuraba Rodrigo Borja o Borgia, futuro Ale­jandro VI). Idéntico fervor por una cruzada, con resultados


Grandes mecenas, artífices ambos de la resurrección de una Roma monumental cada vez más espléndida, se preocupa. ron mucho menos de los intereses religiosos del mundo cris-tizno y de los que afectaban los propios dominios y bie­nes de la Iglesia, que en gran medida pusieron en manos de sus familiares (los Della Royere y los Riario con Six­to IV, y los Cibo con Inocencio VIII). Llevaron su ambi­ción nepotista hasta las intrigas, las conjuras y las guerras, con el fin de asegurar señoríos a sus respectivas familias, a expensas de los Estados de la Iglesia y de los lindantes con ellos. Sixto IV atacó la Florencia medicea (1478) y la Fe­rrara de los Este (1482), e Inocencio VIII la Aquilea per­teneciente hasta aquel momento al reino de Nápoles (1485). Sus tentativas no habrían de cosechar éxito alguno, pero ter­minaron con la originaria justificación del nepotismo, moti­vado principalmente por la conveniencia de rodearse de cola­boradores de absoluta confianza. En cambio, crearon los precedentes de la sanguinaria política de carácter nepotis. ta que habría de llevar a cabo Alejandro VI Borgia entre los años 1492 y 1503, que perjudicó de manera irremediable al papado en su cometido de guía espiritual de todo el mun­do cristiano.



EL FIN DE LA EDAD MEDIA

El espíritu religioso, perturbado por la decadencia del papa­do y de numerosas instituciones eclesiásticas, así como por los escandalosos ejemplos de malas costumbres públicas y pri­vadas, denunciados por una amplia literatura sacra y profa­na, reaccionaba espontáneamente dando vida a una rica y difuminada variedad de iniciativas particulares. Tenían, sin embargo, un elemento común: una impronta general mís­tica e individualista, expresada en la confianza y en la capa­cidad de cada creyente para vivir con plenitud los valores de su fe con la devoción y la acción. Derivaba de ello una pecu­liar sensibilidad hacia los aspectos más dolorosos de la con­dición humana, y la solicitud para aliviarlos con el socorro
espiritual y material. Así pues, iba acentuándose la dimen­sión social en la teoría y en la práctica religiosas. En esta amplia serte de movimientos político-religiosos se distinguían, no siempre con claridad, corrientes ortodoxas que esperaban la reforma espiritual e institucional de la Iglesia, a partir de la regeneración de la sociedad cristiana. La Iglesia, por su par­te, se liberaría de los compromisos mundanos y de las corrien­tes heréticas que la consideraban irrecuperable.
Fugenío IV, papa desde 1431 hasta 1447, que obtuvo, en el concilio de Florencia, la proclamación de la primacía del pontífice romano sobre toda la cristiandad.

En el ámbito ortodoxo, el movimiento más importante, por su originalidad y por su incidencia en el sector social, fue la llamada «devoción moderna», surgida hacia finales del siglo xlv en Flandes y difundida por el norte de Francia, Alema­nia y otros países. Este movimiento lo animaron grandes mís­ticos, como Juan de Ruysbroeck (1293-1381), Geert Grote (1340-1384) yTomás de Kempis (1380-1471), y proponía a sus seguidores, reunidos en hermandades en las que esta­ba abolida cualquier diferencia social, el modelo de la vida de Cristo. Precisamente se titula Imitación de Cristo su tex­to más célebre y difundido, que se atribuye a Tomás de Kem­pis y apareció en las primeras décadas del siglo xv. El senci­llo, humano y, al mismo tiempo, riguroso modo de creer y obrar de los «devotos modernos» ejerció gran influencia en la vida espiritual y social entre los siglos xiv y xvii.

En Alemania, donde al particularismo político se unía el reli­gioso, animado más que en cualquier otro lugar por las con­tinuas luchas entre imperio y papado, la nueva corriente se unió con una tradición mística ya viva, promovida por el gran teólogo dominico Meister Eckhart (1260-1327), y desarro­llada por sus discípulos directos, Johannes Tauler (1300-1361) y Heinrich Seuse (o Suso, 1295-1366). Los dos últimos, abier­tos a una generosa comprensión de la debilidad humana, sobre todo de las almas sencillas, defendieron una religiosidad inte­rior encaminada a reformar y elevar a la persona hacia el supre­mo modelo del Cristo de la Pasión. Una huella religiosa, a menudo trágica, caracteriza toda la literatura alemana de la época, en la que ocupa un puesto preeminente el drama sacro, de inmediata eficacia sobre el pueblo. Además, fueron escri­
Miniatura del siglo XIV que representa una escena de juicio.
Londres, Victoria and Albert Museum.
tas por autores alemanes las dos obras que más influyeron en la vida religiosa de los siglos siguientes: la ya citada Imi­tación de Cristo y E/pequeño libro de la vida perfecta, obra anónima de la segunda mitad del siglo xv. Lutero conside­ró el último de estos textos como precursor de su doctrina, y ¿1 mismo lo bautizó con el título de Teología alemana.

En los países latinos, de más antigua tradición católica y roma­na, los movimientos de este estilo no conocieron el mismo desarrollo. En Francia, la casi secular residencia de papas o antipapas en Aviñón, los estrechos vínculos entre aquéllos y una monarquía de profundas y robustas raíces políticas y reli­giosas, consagradas, además, por las victorias de Juana de Arco, la autoridad intelectual de la universidad de París y otros varios motivos marginaron la oposición a una Iglesia que, sobre todo en sus organismos rectores, estaba rígidamente politizada y acusaba tendencias nacionalistas. Los reyes, desde Felipe IV el Hermoso hasta Luis IX, prefirieron prelados dóciles a pas­tores virtuosos. No obstante, en la época de las guerras de los Cien Años y de Borgoña, del Gran Cisma y de los con­cilios, los teólogos Pierre d’Ailly (1350-1420) yJean Gerson (1363-1429) profesaron audaces ideas reformadoras, y se difundieron los principios de la «devoción moderna». Las cla­ses populares, sin embargo, permanecieron inmersas en un elemental sentimiento religioso y fueron poco estimuladas en su progreso por un bajo clero, espiritual y materialmen- 1 te casi al nivel de los propios fieles. En España, el mayor pre­dicador de la ¿poca, con amplias resonancias populares, fue ci dominico Vicente Ferrer (1350-1419). En Italia, por últi­mo, en el delicado período del injerto de la nueva cultura humanística sobre la escolástica, el ardor místico de Catali­na de Siena (1347-1380) y la popular predicación de Ber­nardino de Siena (1380-1444) estuvieron acompañados por una inteligente y positiva actividad ética, religiosa y social. Los citados, con otros muchos, se esforzaron por expresar y comunicar la convicción de que era posible reparar desde aba­jo, mediante la penitencia, la oración y la acción caritativa, la trama religiosa, desgarrada en lo alto. Vieron así surgir y desarrollarse asociaciones piadosas, de beneficenda y asistencia, y hermandades que abolían, en su seno, las diferencias y dis­crepancias sociales.

Entre los movimientos heréticos, el que tuvo más implica­ciones sociales y políticas fue el suscitado en Inglaterra por John W~iclif(1320-1384), teólogo de la universidad de Oxford. De la denuncia de la decadencia del papado y la degenera­ción del clero, Wyclif pasó a sostener la necesidad de una Igle­sia pobre y de los pobres, inspirada únicamente en la Sagra­da Escritura (para divulgarla patrocinó una magistral traducción inglesa de la Biblia), y que recuperase la pura sim­plicidad evangélica. Apoyado al principio por el soberano.

El defensor del poder político frente a las injerencias eclesiásticas, pudo extender entre el pueblo a pre­dicadores ambulantes (los lollardos) que, acentuando los tér­minos más radicales implícitos en su enseñanza, contribu­yeron a exasperar un estado ya extendido de agitación con trasfondo económico y social, y a hacerlo estallar en una terri­ble insurrección (138 1) «contra el gobierno, los burgueses y todos los ricos y poderosos». Campos y ciudades, incluida Londres, se vieron afectados por el levantamiento, pero el resul­tado inmediato fue una sangrienta represión ordenada por Ricardo II y por el arzobispo de Canterbury. Wyclif y sus dis­cípulos fueron expulsados de Oxford, y su doctrina quedó condenada. El teólogo murió poco después sin sufrir graves persecuciones, pero si las padecieron sus seguidores, que con­tinuaron la predicación asumiendo posiciones religiosas cada vez más alejadas de la ortodoxia, como el rechazo de la euca­ristía, la confesión y el culto de los santos, y adoptando pun­tos de vista ético-sociales paulatinamente más audaces, como la radical condena de la riqueza y de la guerra. Extenuado por las persecuciones de Enrique IV y Enrique V, política-mente interesados en la alianza con el clero, el movimiento sobrevivió en la clandestinidad entre las clases más humildes.­


En la segunda mitad del siglo xiv, una serie de graves crisis económicas y agitaciones sociales crea­ban las condiciones adecuadas para la actividad de predica­dores populares, que clamaban por el despertar de la con­ciencia cristiana, ofendida por los abusos del alto clero y por la decadencia del papado. Semejante propaganda resultaba tanto más eficaz cuanto que sus promotores, rompiendo la tradición, hablaban o escribían en lengua nacional checa y no en alemán o en latín, despertando en las masas, junto con el fervor religioso, el sentimiento nacionalista.

En este clima penetró, a fines de siglo, la doctrina de Wyclif a través de su alumno Jerónimo de Praga. Fue adoptada por Jan Hus (1369-1415), teólogo universitario de gran fama, y considerada con atención por el rey Wenceslao IV .

El arzobispo de la capital, quien ya profesaba y predicaba ide­as reformistas avanzadas. La nueva doctrina enseñada por Hus radicalizó a los elementos antipapales y, en el terreno estric­tamente religioso, a los antidogmáticos y antitradicionales, acentuando el fondo nacionalista del movimiento espiritual, político y social en curso, y provocando una violenta polé­mica con la clase dirigente alemana y católica. De esta dis­puta Hus salió vencido y excomulgado (1412). Convocado por el concilio de Constanza, donde debía justificar sus doc­trinas, fue condenado por herejía y enviado a la hoguera (1415). Hus se convirtió para los bohemios en un mártir de la fe y del amor a la patria, y en su nombre estallaron revo­luciones y guerras durante casi todo el siglo xv. A la muer­te de Wenceslao, los husitas constituían un poderoso grupo anticatólico y antialemán que se negaba a reconocer como rey al hermano del difunto, el emperador Segismundo, e improvisaba un gobierno popular.
Los husitas se dividieron en dos facciones: los calistinosyl taboristas. Los primeros, cuyo nombre deriva de su símb lo, el cáliz, propugnaban la libertad de predicación, la y dez de la comunión administrada bajo las dos especies (el yel vino), la confiscación de los bienes del clero y el casti del pecado mortal como delito. Los taboristas (así llamad por ci nombre de su fortaleza, Tábor), propugnaban la com nidad de bienes en espera del inminente juicio final. Amb tendencias se unieron para una prolongada serie de accion~ defensivas (1421-1427) y ofensivas (1427-1433) contra~ «cruzada» que propugnaba el papado para eliminarlos. Bici organizados en formaciones militares y guiados por jefes ~ gran capacidad y valor (Jan Zizka y luego Procopio el Gran de), los husitas llevaron la guerra desde Bohemia ha.sta el ia~ rior de Alemania y las orillas del Báltico. Más tarde, la un dad se rompió porque los calistinos, apoyados por los noblí y los burgueses, se mostraron dispuestos a un compromis con los católicos, auspiciado por Segismundo y la Santa Se4 mientras que los taboristas, sostenidos casi exclusivameni por las masas rurales, se mantuvieron en sus posiciones intransigencia. Acabaron siendo vencidos en la batalla Lipany (1434). Tras laboriosas negociaciones, Segismund terminó por proclamarse rey (1436), y pudo restaurare1 cu to católico junto al husita moderado. El mismo papado, pi vez primera en la historia, aceptó el compromiso, admitiend en Bohemia la coexistencia de la Iglesia universal romana la Iglesia nacional checa.

El movimiento husita dio lugar a un vigoroso e inextingií ble sentimiento nacional, pero dejó el país conmocionado. D los bienes confiscados al clero obtuvieron provecho, sobre todc las grandes familias nobles, que durante dos siglos conserva ron su papel de clase dominante, poniendo en dificultades la monarquía y oprimiendo a los campesinos y a los demí componentes más débiles de la sociedad. Entre estos oprimido acabaron formándose otras corrientes religiosas que fueroi duramente perseguidas a lo largo de los siglos xv y xvi. Tra los breves reinados de Segismundo (1436-1437) yAlbertodi Habsburgo (1437-1439), con el hijo de este último, Ladis bao el Póstumo (1440-1457), la nobleza católica trató de hacer. se con el poder, pero la tentativa fracasó por la reacción husi. ta protagonizada por Jorge Podebrad, que se alzó corot campeón del orden, profundamente perturbado, y de la mdc. pendencia nacional checa. Elegido rey (1458-1471), se enfren. tó con la «cruzada» que patrocinara el rey de Hungría, Ma. tías Corvino. Murió durante esta lucha, y aseguró la sucesión a Ladislao VII Jagellón III, hijo del rey Casimiro de Polonia, quien reinó en Bohemia (1471-1516) y, a partir de 1490, tam­bién en Hungría. Después de Jorge Podebrad, llamado «el rey husita», Bohemia ya no tuvo más reyes nacionales. la autoridad



Al margen de los grandes movimientos ortodoxos o heréti­cos que, por diversos caminos, aspiraban a la reforma de la sociedad cristiana, se multiplicaban por toda Europa sep­tentrional grupos y conventículos de personas que no tole­raban verse integradas en las estructuras sociales y religiosas tradicionales. Numerosísimos y profundamente distintos, den­trode su diversidad y dispersión presentaban acaso dos carac­teres comunes: la exaltación de la pobreza y el culto a la liber­tad individual. No se tienen muchas noticias relativas a la vida y prácticas de estos «espíritus libres», por lo general impla­cablemente perseguidos. En cualquier caso, se sabe de exal­taciones estáticas y de flagelaciones, de cánticos, danzas ritua­les y orgías. En el polo opuesto de estos fanatismos irracionales, difundidos, la mayoría de las veces, entre las capas sociales más pobres, se situaba la «docta piedad» de huma­nistas como el alemán Nicolás de Cusa, el italiano Eneas Sil­vio Piccolomini, el francés Lef’evre d’Étaples y el holandés Erasmo de Rotterdam. Estos consideraban que del estudio en profundidad y de la recuperación de los valores de la
civilización clásica era posible extraer enseñanzas para una vida cristiana más consciente, libre, justa y serena.


Crisis económica y signos de renovaclon

El siglo xiv y parte del xv fueron ricmpos de decad onda eco.-nómica y de crisis sociales provocadas por carestías, epide­mias y guerras. Durante la primera mitad dcl siglo xiv se aba­tieron sobre Europa dos terribles escaseces. La primera afectó duramente a los países del Norte, y la segunda a los del Sur. Hacia mediados de la misma centuria se declaró la peste negra, que tuvo su momento cumbre en 1348 y aniquiló tal vez a un tercio de la población, devolviéndola, según cálculos con­jeturales, al nivel del año 1000 (es decir, unos 50.000.000 de personas). La epidemia reapareció a intervalos de diez-quince años a lo largo de todo este siglo e incluso en el siguiente, y tuvo incalculables consecuencias económicas, sociales y asimismo de carácter psicológico y moral, pues ini­ciativas, mentalidad y costumbres estuvieron condicionadas por la conciencia de hallarse a merced de un mal intermi­tente e invencible. En el mismo período de tiempo, la gue­rra de los Cien Años devastaba Francia y postraba a Ingla­terra. Alemania se hallaba en una situación de anarquía crónica. Italia, hasta después de mediado el siglo xv se vio afectada por guerras entre los diversos Estados en que estaba dividi­da. Europa oriental, por su parte, atacada y convulsionada por los turcos, sufría graves perjuicios en las fecundas rela­ciones establecidas con Occidente.

El abandono de extensas áreas agrícolas, sino que deter­minó un excepcional encarecimiento del trabajo, en perjui­cio de los terratenientes. En Inglaterra, muchas tierras cul­tivadas se convirtieron en pasto, lo que dio lugar al desarrollo, como contrapartida, de la producción lanera. Natu­ralmente, los beneficios no fueron inmediatos, cuando sí era inmediata la necesidad y ya resultaban irrefrenables las agi­taciones de los más humildes para obtener salarios suficien­tes, en el caso de los siervos, la emancipación. Francia, dci gastada por el secular conflicto con Inglaterra, aparte de la calamidades naturales sufrió las devastaciones y saqueos d las bandas de soldados y las revueltas de campesinos. Fue país donde más se dio el abandono de centros urbanos yd campos, hasta el punto de que el bosque volvió a invadir tic rras fatigosamente roturadas. Muchos propietarios se arrui naron. También en Alemania, bosques y prados ganaron terre no, por lo que se recurrió a una intensificación de la ganaderi y a la introducción, donde era posible, de cultivos particu larmente rentables, como lino, vid y frutales, en los reduci dos espacios aprovechables. En Italia, la crisis agraria, parsi cularmente acentuada en el Sur, tuvo una incidencia meno grave que en otras partes en el conjunto de la vida econó mica, gracias a la existencia de numerosas y florecientes ciu dades, que lograron absorber en sus actividades a muchos can pesinos alejados de sus tierras. El este de Alemania y Poloni sufrieron aún menos la crisis agraria, pues disponían de gran des extensiones cultivables. Del general trastorno sufrido po la agricultura derivaron situaciones económicas completa mente nuevas. Así, los países escandinavos se convirtieron ci poderosos exportadores de ganado y productos lácteos, lo Países Bajos consiguieron un gran desarrollo de la ganade ría, y es muy probable que por entonces iniciara Portugal su tempranas exploraciones atlánticas dirigidas a las Azores y; Madera, en busca de cereales.

En el sector artesano, de dimensiones mucho más reducida que el agrícola, y dominado por las manufacturas textiles, es correlación con la crisis del campo y con la decadencia dems­gráfica que la condicionaba, se manifestaron profundas alte­raciones y desequilibrios, caracterizados por el hecho dequ~
la producción, concentrada hasta comienzos del siglo xtv 4 las ciudades, sufrió un progresivo retroceso, en tanto se ful desarrollando un artesanado rural que no se limitaba ya ala satisfacción de las modestas necesidades locales, sino que sc extendía con fines comerciales, de integración o, sin más, dc sustitución a la escasa rentabilidad de los campos. Este fenó­meno revistió notable importancia no sólo económica, sino también social y política, pues favorecía nuevas relaciones entte los estratos sociales campesinos y urbanos, rompiendo, de rechazo, cauces tradicionales.

En El sector comercial se produjo, inevitablemente, un des­censo general de los intercambios internacionales. En efec. ro, por un lado decayó la demanda, y por otro se alzó una barrera entre Oriente y Occidente a raíz del avance turco. Estos factores negativos se equilibraron sólo en parte gracias a transacciones más intensas entre los puertos mediterráneos y, a través del estrecho de Gibraltar, los del Atlántico y de los mares del Norte y Báltico. Junto con el gran comercio, entren crisis el sistema de crédito en el que se sustentaba. En la primera mitad del siglo XIV, se produjeron las ruinosas quiebras de los banqueros más importantes de Europa —los toscanos Frescobaldi, Bonsignori, Scali, Peruzzi, Acciaiuoli y Bardi—, que arrastraron consigo a gran número de finan­cieros e inversionistas.

En Esta situación económica, el fin de la Edad Media fue una etapa de violentas insurrecciones sociales: en el agro, los campesinos se levantaron contra los señores feudales, y en las ciudades, artesanos y obreros se rebelaron contra el patriciado burgués. Entre las insurrecciones campesinas, en Francia revistió gran importancia lajacquerie (1358), que siguió a la violenta rebelión de París vinculada al nombre de Étienne Marcel. No menos grave fue la ya mencionada revuelta de los campesinos ingleses guiados por Wat Tyler, conectada con la propaganda religiosa y social de los lollar­dos, que estalló en 1381 y afectó Londres. El levantamien­to bohemio de Hus, como ya se ha dicho, estuvo amplia­mente influido por tales movimientos. En las ciudades y campos de Flandes se encendieron violentas rebeliones entre 1323 y 1328, que continuaron durante todo el siglo, mien­tras se identificaban con el patriotismo flamenco los nom­bres de Jacob y Filips van Artevelde. También Renania, el Languedoc, Cataluña e Italia vivieron momentos de grave tensión. Una serie de factores económicos y sociales ali­mentaron el levantamiento romano de Cola di Rienzo (1347), que, entroncado con el mito de un retorno a los fabulosos fastos de la antigüedad clásica, contenía el germen de una auténtica revolución popular. En Florencia, el motín de los Ciompi (1378) constituyó un precoz ejemplo de clases, en la que el proletariado de los trabajado­res laneros se enfrentó con las capas altas no sólo para obte­ner importantes mejoras económicas, sino, sobre todo, para conquistar el poder.

Los resultados de los innumerables levantamientos fueron negativos, pues las aspiraciones de una sociedad nueva cons­tituida por hombres libres e iguales se vieron sofocadas por completo. En el mundo rural, sin embargo, la gran crisis eco­nómica y social debilitó el poder de los señores feudales sobre los campesinos, cuyo trabajo se confsguró cada vez menos como un servicio impuesto por quien tenía derechos sobre sus personas, y cada vez más como una prestación libre y retri­buida. Ello permitió a algunos una mejora social y econo­mica, pero no cambió sustancialmente el peso y la escasa remu­neración del trabajo, formalmente libre, de las masas. En el ámbito industrial y mercantil resultó vencedora la rica bur­guesía, que apenas compartió sus éxitos económicos y polí­ticos con quienes aportaron su trabajo. Parapetada en cor­poraciones, las más de las veces rígidamente cerradas, constituyó en las ciudades oligarquías monopolizadoras de la producción y de los intercambios, y llegó a convertirse en árbitro del poder político. La colaboración de las clases medias y la episódica de las más humildes en la constitución de sus fortunas, no halló adecuadas compensaciones económicas o políticas.

Como en Florencia o Venecia, lo desempeñó indirec­tamente, vinculando de manera muy estrecha sus propios inte­reses a los de los soberanos, príncipes o grandes señores.No obstante, debe reconocerse que esta nueva aristocracia logró imponerse también porque supo obtener provecho de la dura lección de la crisis que afectó a sus predecesores. Una sensi­bilidad más refinada en el cálculo del riesgo, una visión más amplia de los negocios, una valoración más atenta de los fac­tores políticos, sociales y culturales, y una técnica organiza­dora más eficaz distinguieron la actividad mercantil y ban­caria de los Médicis en Florencia, de los Soranzo en Venecia, de los administradores del banco de San Giorgio en Géno­va, de Jacques Coeur en Francia y de tantos otros que fue­ron los precursores de la moderna y cada vez más estrecha interacción entre el mundo económico y el político. En un sentido más amplio, condicionaron la orientación y desarrollo de los distintos Estados.

En el transcurso del laborioso y a menudo despiadado acce­so al poder de estos nuevos buscadores de riqueza, poderío y gloria, después de tantas derrotas en la lucha del hombre por dominar la naturaleza, se rompió la barrera tradicional existente entre técnica y ciencia. Esta última comenzó a cul­tivarse en función de la primera con fines prácticos: la astro­nomía en beneficio de la navegación, la hidráulica para la agri­cultura y la industria, la mecánica para potenciar el trabajo del hombre. Paralelamente, podían hallar los medios para des­arrollar su multiforme actividad los artistas: arquitectos, escul­tores, pintores y literatos. Para estos últimos significó una ven­taja incomparable, en la segunda mitad del siglo xv, la invención de la imprenta de tipos móviles.



Italia: momentos de hegemoníade Nápoles y Milán

En la segunda mitad del siglo xiii, la Iglesia, conduciendo implacablemente su cruzada hasta que se consiguiera la vic­toria definitiva contra los últimos miembros de la casa de Sua­bia y sus seguidores gibelinos, instauró en Italia una espe de predominio güelfo que tenía por eje Roma y estabas tenido por el reino de Sicilia y por Florencia. También a yaba la causa güelfa Milán, otra potencia económica y po rica que, hacia 1240, cayó en poder de los Torriani, seño de extracción güelfa y popular, aspirantes a una expansió cada vez más amplia en Lombardía. Numerosos munscipi menores, de régimen republicano o señorial, constituían ot tantos centros de poder que se resistían a cualquier integra ción. Por último, estaban las grandes repúblicas maritim Génova, Pisa y Venecia. La primera, en 1284, con la bat de la Meloria, asestó el golpe de gracia a la ya decadente Pu Ésta y Venecia habían constituido auténticos imperios en agonizante mundo bizantino, y su participación en los acon tecimientos que se desarrollaban en Italia era marginal y est ba subordinada a sus respectivos y, en general, contrapu tos intereses en los territorios de ultramar.
Entre finales del siglo xiii y comienzos del xiv, el proyect de una Italia pontificia no prosperó. Un primer y grave gol­pe le fue inferido por la rebelión y la guerra de las Víspe Sicilianas (1282-1302), que fragmentó el reino de Sicilia en dos Estados. La isla, conquistada por Pedro III, entró en ámbito político, económico y cultural de la confederación catalanoaragonesa. Las regiones continentales y el Mediodía continuaron bajo la casa de Anjou y se convirtieron en un reino napolitano incluido en la órbita papal y de Francia, patria de los angevinos, que abrigaban ambiciones sobre toda u península Italiana y el Oriente bizantino. Pero el verdadero hundimiento vino determinado por el abandono de Roma por los papas que favoreció la formación de otros polos de atraccion.


El güelftsmo italiano, ejerció una autoridad que se dejó sentir en toda Italia, aunque más como fascinación personal que como fruto de un efectivo poder, que en realidad le fal­taba. Contribuyeron en amplia medida a aumentar su pres­tigio y su fama las vanas tentativas de Enrique VII de Luxem­burgo y Luis IV de Baviera de resucitar en Italia los derechos del imperio.

Con la nieta de Roberto, Juana 1(1343-1381), la posición del reino se vio sacudida violentamente por una crisis dinás­tica, que agravó aún más la crítica situación de un país eco­nómicamente débil y socialmente descompuesto por una cla­se señorial arrogante y todopoderosa, que carecía de un adecuado contrapeso burgués.

A Juana 1 de Anjou, sospechosa de haber mandado asesinar a su primo y primer marido Andrés le arrebató por breve tiem­po el trono el hermano del asesinado, Luis 1, rey de Hun­gría (1348-1349). Sin embargo, Juana recuperó el poder con ayuda de su segundo marido, Luis de Tarento, también pri­mo suyo. Dado que sus uniones con Andrés, Luis y otros dos príncipes resultaron infecundas, entre los diversos parientes y aspirantes a la sucesión, Juana descartó a su sobrino Car­los de Durazzo y designó a Luis de Anjou, hermano del rey de Francia, Carlos V. (Carlos III, 1381-1386) apresó y mandó matar a Juana 1. Pero el reino continuó sacudido por la guerra entre la facción durazzesca, que sostenía al rey Carlos y luego a sus dos hijos de corta edad, Ladislao y Juana, y la facción ange­vina de Francia, que apoyó a Luis y luego a un hijo suyo del mismo nombre. Por último hacia 1400, prevalecieron los durazzescos. Ladislao (1386-1414), dotado de indudables cua­lidades políticas y militares, consiguió restaurar el predomi­nio napolitano sobre la península, que atravesaba un perío­do crítico. Pero sólo era una breve ilusión, pues su muerte prematura y el acceso al trono de su hermana Juana II (1414-1435), pusieron al descubierto la trágica debilidad en que había caído el reino después de tres cuartos de siglo de guerras y anarquía señorial.
A la vez que el desarrollo angevino de la primera mitad del siglo xiv, y compitiendo con él, progresó, en un marco polí­tico, económico y social muy diferente, la señoría de los Vis­conti de Milán, en la llanura del Po, donde más ampliamente se habían desarrollado las autonomías locales. Esta señoría se inició con el arzobispo Otón tras el desplazamiento de los Torriani (1277). El Estado de los Visconti lo consolidaron Mateo y Galeazzo 1, que aprovecharon hábilmente y sin escrú­pulos la difícil situación lombarda y las aventuras en Italia de Enrique VII de Luxemburgo, Juan de Bohemia y Luis IV de Baviera. Hacia mediados del siglo xiv, en tiempo del arzo­bispo y señor Juan Visconti, Milán se habla convertido en el centro de una vasta red de prósperas ciudades lombardas, con sus avanzadillas en Génova y Bolonia. En este impara­ble proceso de expansión, los Visconti recibieron el inesti­mable apoyo de los ejércitos de Venecia, que colaboraron con ellos para contener y reducir el poder de los Scaligeri de Vero­na e inclinar el equilibrio de la zona a su favor.

Con la desaparición de Roberto de Anjou y el consiguiente colapso del reino de Nápoles, la hegemonía sobre la penín­sula Italiana pasó a los Visconti. Galeazzo II y Bernabé tra­taron de extender su dominio en perjuicio de la Romaña pon­tificia y de Toscana, aprovechando las delicadas situaciones políticas y sociales en los dominios de la Iglesia y en Floren­cia. Pero fueron detenidos por una coalición en la que toma­ron parte, además de las fuerzas pontificias y florentinas, las de Mantua, Ferrara, marca de Monferrato y del mismo empe­rador Carlos IV de Luxemburgo. Los Visconti perdieron las señorías de Génova (1355) y Bolonia (1360). Sin embargo, la agravación de la crisis en Italia central (ruptura entre Flo­rencia yel papa, Gran Cisma) yel desencadenamiento de un conflicto entre Génova y Venecia (guerra de Chioggia, 1378-1381) favorecieron a los Visconti. Juan Galeazzo (1378-1402) sucedió a su padre, Galeazzo II, tras haber eli­minado a su tío Bernabé (1385). Mediante una serie de deci­sivas acciones confiadas a los más hábiles e inescrupulosos capi­tanes mercenarios de su tiempo, extendió sus dominios en todas direcciones: arrebató a los Scaligeri Verona y Vicenza y a los Carraresi, Padua, apoderándose de Pisa, Siena y Lucca, en Tos­cana, de Perusa, Asís y, por último, Bolonia (1402). Era evi­dente su propósito de oponer al reino de Nápoles un Estado mucho más fuerte, con capital en Milán. En 1395, Wences­lao, rey de los romanos, confirió a Juan Galeazzo el título de duque de Milán, legitimando así, con la elevación a princi­pado del imperio, una señoría que, además de Milán, com­prendía veinticinco ciudades. El duque murió cuando se dis­ponía a atacar Florencia. En su ducado instauró un gobierno y una administración centrales, creando un esbozo de Esta­do unitario encaminado a superar el particularismo de la épo­ca comunal. Pero a su muerte sobrevino la crisis.


Enfrentamiento de Milán y Venecia. Afirmación aragonesa en el sur de Italia


Tras la muerte de Juan Galeazzo ya no se constituyó en Ita­lia un polo de atracción comparable a Nápoles en la prime­ra mitad del siglo xiv, y a Milán en la segunda. Y se oscure­ció la perspectiva de unificación nacional, por lo demás sentida
por cada Estado como una eventualidad eludible y vejato­ria. En el curso de pocos años, el ducado de Milán se vio pri­vado de los territorios anexionados por Juan Galeazzo, y se redujo a Lombardía. Venecia y Florencia, aliadas, se opusie­ron por todos los medios a una nueva expansión hacia la Lagu­na y al otro lado de los Apeninos. Ante todo, Venecia con­quistó la totalidad del Véneto, suprimiendo las resurgidas señorías de los Scaligeri y de los Carraresi (1404-1405). Lue­go avanzó por Lombardía oriental hasta Brescia y Bérgamo (1426-1428), mientras que enel Oeste, Amadeo VIII, duque de Saboya, ocupaba Vercelli (1427).

Mientras tanto, se desarrollaba, aunque interrumpido por frá­giles treguas, el conflicto entre el ducado de Milán y la repú­blica de Venecia. El enérgico Felipe María Visconti (14 12-1447) estaba decidido a devolver a su ciudad el pode­río de la época de Juan Galeazzo, y Venecia, con el apoyo de Florencia, se oponía a sus iniciativas reduciendo las fronte­ras del ducado cada vez más al Oeste. Al mismo tiempo, en el sur de la península se producían hechos de importancia capital para el futuro de Italia. Muerta Juana II sin hijos, su sucesor (tras un discutido juego de designaciones) fue el fran­cés Renato de Anjou (1435-1442), que, apoyado por Feli­pe María Visconti y por Génova, logró imponerse a su rival Alfonso V, rey de Aragón, que fue derrotado por la flota geno­vesay conducido como prisionero a Milán (1435). Pero gra­cias a un imprevisto cambio de la política de Felipe María, éste liberó al monarca aragonés y se alió con él. Ocho años más de lucha, una actividad diplomática y abundantes dis­pendios económicos dieron, al fin, el triunfo a Alfonso Y que se apoderó definitivamente de Nápoles (1442). La fami­lia de los Anjou se veía sustituida de este modo por otra dinas­tía ibérica en pleno apogeo. Aparte de Sicilia y Cerdeña, con
Castillo del siglo xiv perteneciente domínó sobre el Estado de Milán a los Visconti, Pavia; esta familia durante casi dos siglos.La conquista del reino de Nápoles, Alfonso entraba en pose­sión de casi un tercio del territorio italiano. Instalado en Nápo­les, con preferencia a sus reinos peninsulares, la convirtió en avanzada de la expansión catalanoaragonesa en el Medite­rráneo, frente a los intereses de Génova y Venecia.

Poco después del establecimiento aragonés en Nápoles, la muerte de Felipe María (1447), con quien se extinguía la casa ducal de los Visconti, dio lugar a un anacrónico resurgir del republicanismo comunal. En Milán se proclamó la llamada Aurea Repubblica Ambrosiana, mientras que instituciones análogas aparecían en otras ciudades lombardas. Al mismo tiempo se desarrollaba, bajo la presión de un nuevo avance veneciano, una áspera competencia por la sucesión del últi­mo Visconti. Entre los numerosos pretendientes se contaban el condouiero Francisco Sforza, yerno de Felipe María; su cu­ñado, el duque Ludovico de Saboya; el duque Carlos de Or­léans, hijo de Valentina, hermana del último duque de Milán (primo de Carlos VII de Francia); y, por pretendida desig­nación, Alfonso V. Acabó por prevalecer Francisco 1 Sforza, quien repelió a los venecianos como defensor de la Repub­blica Ambrosiana (1448), y luego los venció, imponiéndo­se en Milán como duque (1450-1466). La restauración del ducado milanés bajo la enérgica guía del Sforza impulsó a reanudar la guerra contra Venecia, que la había dado por con­cluida en provecho de su predominio en Lombardía. Fue una guerra que involucró, más o menos directamente, a toda Ita­lia, pero cuyo éxito estuvo condicionado por la nueva acti­tud de Florencia. En esta ciudad, en efecto, se había impues­to sólidamente la señoría de Cosme de Médicis, que retiró el tradicional apoyo a Venecia para concedérselo a Milán. Una dominación veneciana en el norte de Italia hubiera sido para Florencia no menos peligrosa que la hegemonía milanesa de la época de los Visconti. Puesto que las fuerzas opuestas se encontraban en condiciones de igualdad, y resultaba impro­bable el éxito de una parte u otra, Venecia y Milán acabaron por dedicarse a concluir una paz por separado . La paz, patrocinada por el papa Nicolás V, pre­ocupado por la reciente conquista turca de Constantinopla (1453), fue suscrita luego por los demás beligerantes. En 1455, se estipuló entre Milán, Venecia, Florencia, Roma y Nápo­les, y también bajo patrocinio del papa, un pacto de no agre­sión: la Santísima Liga.


Intervención francesa yfin de la libertad de Italia

La liga así constituida confería una posición preeminente a los cinco Estados mayores, a los que un prolongado proce­so histórico casi había equiparado en poder, tras una serie de luchas infructuosas por el predominio en la península. Este sistema de equilibrio no derivó, pues, de una voluntad de paz y colaboración, sino de una forzada renuncia a con­tinuar las guerras por la hegemonía. Ello dio a Italia cua­renta años de relativa calma, en cuyo transcurso la aristo­crática civilización renacentista pudo desarrollarse magníficamente, pero no superó las condiciones para una reanudación de las hostilidades por el predominio. Italia, más vulnerable a causa de tales disputas, se convirtió en objeto de competencia y conquista para grandes potencias extran­jeras, como la Corona de Aragón y Francia, que progresi­vamente se habían ido introduciendo en el juego político de varios Estados italianos.

Durante sus cuarenta años de existencia, ci sistema de equi­librio sufrió no menos de cinco atentados a manos de sus propios miembros y garantes. El primero siguió a la muer­te de Alfonso V de Aragón y 1 de Nápoles (1458), cuando el papa español Calixto III Borgia (1455-1458) impugnó ci derecho dc sucesión al trono de Nápoles al hijo natural de Alfonso, Fernando 1 o Ferrante (1458-1494), reivindi­cando el reino como feudo de la Iglesia, con objeto de con­fiarlo a uno de sus sobrinos. Idéntica pretensión manifes­tó entonces Renato de Anjou, sostenido por la poderosa facción de la aristocracia francófila. Dio lugar a agitaciones que desembocaron en una lucha que continuó tras la muer­te de Calixto III. La ofensiva francoangevina fue vencida en 1462 enTroia (Apulia), donde Fernando 1, apoyado por Francesco Sforza y por e1 nuevo papa Pío II, aniquiló a su adversario. Una segunda crisis fue provocada por el asesi­nato del sucesor de Francisco Sforza, Galeazzo María (1466-1476). Este suceso determinó una sorda lucha por el poder, que concluyó con la usurpación del ducado por Ludovico el Moro (1480), hermano de Galeazzo María, quien asumió la regencia de su sobrino, el joven Juan Galeazzo (1476-1494). Las ambiciones de Ludovico el Moro iban mucho más allá de los límites que el régimen de equilibrio
permitía a los distintos Estados. Una tercera y más grave per­turbación derivó del atentado a la vida de Lorenzo de Médi­cis, llamado el Magnífico, y de su hermano Julián, que resul­tó muerto. Fue ésta la conjura de los Pazzi (1478), organizada por la familia de este nombre con la colabora­ción de varios adversarios florentinos de la señoría de los Médicis, establecida en Florencia merced a la energía, pers­picacia y magnificencia de Cosme 1 el Viejo (1434-1464), quien la impuso a una república dominada durante mucho tiempo por una dura y discorde ohigarquía burguesa. La polí­tica de Cosme 1 no fue continuada con acierto por su hijo Pedro (1464-1469). Florencia pasó luego a manos de sus jovencísimos nietos Lorenzo y Julián. Mientras tanto, la ciu­dad sufrió la continua amenaza del papa Sixto IV (1471-1484), que apoyó la conjura de los Pazzi porque aspi­raba a constituir en Toscana un Estado para su sobrino Ria­rio. La conjura fracasó, pues el pueblo de Florencia confir­mó su lealtad a los Médicis sublevándose contra los conjurados, entre los que se hallaba el arzobispo de Pisa, y enfrentándose al ataque conjunto de fuerzas papales y napo­litanas. Lorenzo resolvió la crisis trasladándose personalmente a Nápoles y llegando a un acuerdo con Fernando de Ara­gón, lo que disuadió a Sixto IV de proseguir el conflicto. Una cuarta conmoción la produjo la «guerra de Ferrara» (1482-1484), provocada por una alianza de Sixto IV y Vene­cia para derribar a Hércules 1 de Este, duque de Ferrara, y repartirse sus dominios. Nápoles, Florencia y Milán apo­yaron al duque, y los Estados menores se dividieron entre ambos bandos, de modo que toda Italia se vio involucrada en el conflicto. Cuando el papa se dio cuenta de que la mayor beneficiaria de la empresa sería Venecia, molesta vecina de sus territorios de Romaña, abandonó la lucha. De esta for­ma se salvó el ducado de Ferrara, el cual, sin embargo, tuvo que ceder a Venecia el Polesine (paz de Bagnolo, 1484). Por último, la quinta crisis la causó la «conjura de los barones» (1485), una insurrección de la alta nobleza feudal de Nápo­les contra Fernando 1, sostenida pote1 papa Inocencio VIII (1484-1492), quien logró ocupar por algún tiempo Aqui­la, una de las principales ciudades del reino. Apoyado por Ludovico el Moro y por Lorenzo ci Magnífico, el rey sofo­có la revuelta (1486), a la que siguió una dura persecución de barones, una parte de los cuales logró refugiarse en Fran­cia. Desde allí alimentaron las reivindicaciones francoan­gevinas sobre el reino aragonés de Nápoles, recogidas lue­go por Carlos VIII de Francia (1494).

La fracasada vocación de los italianos por la unidad política y la consiguiente «crisis de la libertad de Italia» al final de la Edad Media han sido objeto de un amplio debate historio-gráfico. Sin embargo, no debe olvidarse que precisamente bajo el signo del particularismo, la nación italiana halló, a partir de finales del siglo xi, su camino para el desarrollo político y cívico más característico y fecundo en resultados: las estruc­turas comunales. En este marco, Italia superó con menores sufrimientos y deterioros la crisis económica y social que afee­tó a casi toda Europa en el siglo xiv, y salió de ella con tal vitalidad, que fue capaz de dar nacimiento al grandioso pro­ceso espiritual del Humanismo y del Renacimiento, en el que el factor individualista sigue siendo determinante y decisi­vo. La insensibilidad ético-política respecto a algunos pro­blemas de alcance europeo, como la unidad, contribuyó, aun-
que relativamente, a la «crisis de la libertad>,, pero el moti­vo decisivo fue la inferioridad de las fuerzas defensivas, que ningún acuerdo entre los distintos Estados pudo superar. Bas­te pensar que Francia tenía una población tal vez doble que la de la península. La desproporción se veía acentuada por la fragmentación política italiana.

A partir del siglo XIV, al fraccionamiento y consiguiente debi­lidad política correspondió en Italia, desde donde irradió a toda Europa, una civilización artística e intelectual de ele­vadísimo nivel, que las numerosas cortes principescas y las clases más ricas fomentaron y protegieron. En este medio ita­liano e internacional de eruditos y creadores fue donde, entre la segunda mitad del siglo xv y las primeras décadas del xvi, con figuras como Nicolás de Cusa, Flavio Biondo y Maquia­velo, se formó, como resultado de la confrontación con el pasado, la conciencia histórica de la Edad Media: media aetas, edad de en medio, milenio comprendido entre la ruina de Roma y el crepúsculo de la civilización clásica y la época rena­centista. Emergían los signos de un futuro, que parecía pro­meter una vida menos ardua e infeliz para hombres más capa­ces de hacer progresar el conocimiento del individuo y de la naturaleza, mediante el ejercicio más audaz del intelecto y con la búsqueda y aplicación de técnicas intelectuales y mate­riales más avanzadas y menos influidas por los prejuicios. Los nombres de Leonardo da Vinci, Maquiavelo y Copérnico son símbolos del tránsito del medievo a la edad moderna.



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